Michel Foucault
Filosofía práctica: un ejercicio materialista

Por Roque Farrán

En época de posverdad donde verdad y mentira parecieran ser categorías fútiles, donde el conocimiento pareciera ser mera información, Roque Farrán recupera aquí la vieja idea de la filosofía como práctica y como forma de vida. Recurriendo a una vieja fórmula para Farrán no se trata de interpretar el mundo, tampoco de transformarlo, sino de constituirse en sujeto de la interpretación y la transformación.   

 

Foucault retoma la idea antigua de la filosofía como arte de existencia y forma de vida, para eso rescata el valor del principio de cuidado de sí (epimeleia heautou) por sobre el clásico conócete a ti mismo (gnothi seauthon) que lo ha recubierto históricamente.1 El conocimiento y el autoconocimiento no se excluyen, pero no son la meta a alcanzar, la meta es constituirse a sí mismo a través de ejercicios concretos: una ascética racional que forma lo que se llama una paraskeue, un equipamiento de discursos verdaderos en los cuales el sujeto asume tanto su valor de conocimiento como su valor de acción. Esos discursos incorporados cotidianamente a través de la escucha, la lectura, la meditación, la escritura, las pruebas y abstinencias, en relaciones con otros muy diversas (escuelas, comunidades, relaciones familiares, de consejo o padrinazgo), constituyen al sujeto en cuerpo y alma. Resulta claro que no se trata de señalar solo un desplazamiento del conocimiento objetivo a los ejercicios espirituales, en retroceso anacrónico respecto a nuestra infatuada modernidad, sino de entender que lo uno no va sin lo otro: que no podemos ampliar y profundizar los conocimientos que importan si no nos implicamos y transformamos a nosotros mismos; que no podemos gobernar efectivamente a los otros si no conocemos el mundo y, a la vez, nos gobernamos a nosotros mismos. Ninguna cultura ha dado con el nudo adecuado de saber, poder y cuidado, pero al menos algunas han sido más honestas en reconocer su fracaso. Han sido ejemplares y valientes en sostenerlo. ¿Qué podemos tomar de todo este acervo de técnicas y saberes en nuestro presente? ¿Acaso las terapias actuales, o incluso el psicoanálisis, pueden considerarse prácticas de sí? ¿Y qué hay de las múltiples relaciones con los otros (organizaciones y pertenencias), de los saberes referidos a la naturaleza y el cosmos (científicos y ancestrales), las rigurosas ascesis dirigidas hacia sí mismo (cuerpo, alma, pensamiento)? ¿Se pueden replicar o reinventar esas complejas relaciones en la división disciplinar actual, en las prácticas normalmente poco rigurosas y casi nada articuladas materialmente que suelen interpelar casi siempre a un paupérrimo sujeto de conocimiento, o su sucedáneo: el sujeto de la información?  

No se trata de caer en anacronismos conceptuales sino de recrear prácticas que nos sirvan para constituirnos en el presente, incluso usando de otro modo los dispositivos tecnológicos en los que habitamos de manera cada vez más problemática y menos problematizadora. Se suele decir que los algoritmos juntan en las redes a quienes piensan parecido y así crean una suerte de burbuja ideológica. Sin duda esa apreciación masiva resulta de cierta subestimación del pensamiento. A mí, al menos, no me pasa. No pienso parecido a nadie ni nadie piensa parecido en mi entorno: somos pensamientos diferentes, el pensamiento de la diferencia reina por doquier. No me preocupa. Lo que me interesa es el nudo: el nudo de palabras, afectos, pensamientos que nos constituye, siempre diferentes, pero anudados en algún punto.2 Si el algoritmo hiciera nudos y me ayudara a continuar el tejido que ensayo asiduamente en múltiples escrituras, yo estaría más que feliz. No habría problema con el gobierno algorítmico de las almas. Pero por ahora no hay programa ni supercomputadora que puedan anudar nuestras diferencias, y quizá no la haya jamás porque eso depende de enlaces absolutamente singulares, no personalizados ni trazados en los perfiles estadísticos que recolectan nuestros datos, preferencias y repeticiones. Un trazo singular es el que insiste en constituirse a sí mismo porque ha encontrado la nota que reverbera en otros, y aguarda que ellos también resuenen a su modo para componer; lo cual no da ganancia alguna, ni acumulados, es una potencia que puede funcionar a pura pérdida. Lo puedo formular más rigurosamente aún. Un enunciado verdadero, para mí, tiene que mostrar (i) el borde o agujero de un saber, (ii) la subversión o inversión de una relación de poder, (iii) el pliegue o torsión de una identidad subjetiva. Esta triple exigencia respecto al saber, al poder y a la subjetividad, que no los revoca ni anula, sino de los cuales se sirve para anudar, es lo que hace a un sujeto de verdad. Un sujeto se constituye así materialmente en el nudo de bordes, relaciones y pliegues; o sea, hace cuerpo de saberes, poderes y subjetividades. 

Foucault no es historicista, ni constructivista, ni relativista. Al final de su vida logra mostrar que los ámbitos que había indagado sistemáticamente durante décadas: el saber, el poder y la subjetivación, son irreductibles entre sí, lo cual muestra lo real del conjunto práctico, y por eso sitúan focos de problemáticas recurrentes en la historia de la humanidad. Cómo nos constituimos en tanto sujetos de determinados saberes, poderes y en relación con nosotros mismos; la interrogación recíproca de esos polos es la tarea filosófica por excelencia.3 Lo real no se reduce a los elementos históricos con que seguimos el problema que, por eso mismo, vuelve de manera recurrente. No es necesario suponer anterioridad lógica o cronológica de ningún ámbito sobre otro, pues operan en simultaneidad y es en sus desfasajes donde podemos encontrar los puntos de interrogación que marcan las posibilidades de ser de otro modo. 

Foucault plantea que el marxismo y el psicoanálisis son formas de saber modernas que reactualizan la necesaria transformación del sujeto para acceder a una verdad, en eso evocan la espiritualidad antigua sin que sean exactamente formas actuales de esa espiritualidad, mucho menos prácticas religiosas. Si bien encontramos en los saberes marxistas y psicoanalíticos muchas de las cuestiones implicadas en la necesaria transformación del sujeto para alcanzar la verdad, no obstante, dice Foucault: “Lo que sucedió es, desde luego, que ninguna de estas dos formas de saber consideró muy explícitamente, de manera clara y valerosa, este punto de vista. Se intentó enmascarar esas condiciones de espiritualidad propias de estas formas de saber dentro de una serie de formas sociales. La idea de una posición de clase, de efecto de partido, la pertenencia a un grupo, la pertenencia a una escuela, la iniciación, la formación del analista, etcétera, nos remiten sin duda a las cuestiones de la condición de la formación del sujeto para tener acceso a la verdad, pero se las piensa en términos sociales, en términos de organización. No se las piensa en el filo histórico de la existencia de la espiritualidad y sus exigencias. Y al mismo tiempo, por otra parte, el precio pagado por trasponer, reducir esas cuestiones ‘verdad y sujeto’ a problemas de pertenencia (a un grupo, a una escuela, un partido, una clase, etc.) fue, desde luego, el olvido de las relaciones entre verdad y sujeto.”4 Sin duda, los problemas relativos a la organización y pertenencia, como la elaboración de saberes y conceptos en pos de ello, son importantes; pero, hasta tanto no tengamos el valor de plantear explícitamente cuáles son las técnicas y ejercicios concretos que un sujeto ha de realizar para acceder a la verdad de su tiempo, todo lo demás será en vano. 

Si bien tengo afinidad con algunos planteamientos marxistas, para mí el materialismo es mucho más amplio y antiguo que el marxismo, incluye una radicalidad ética que pone en cuestión no solo la práctica política sino también los modos de conocimiento. En definitiva, el materialismo consecuente no solo se atiene a las prácticas concretas y a la posibilidad de transformación de las relaciones existentes, sino también a la transformación de quien piensa y teoriza, en la relación de sí consigo mismo. El materialismo que sostengo es nodal porque se encuentra en la conjunción de las prácticas políticas, las prácticas de conocimiento y las prácticas éticas.5 Y esto último se extraña mucho en el pensamiento marxista. Las nuevas teorías marxistas del valor son interesantes, aunque resulta necesario que también puedan brindar herramientas para la transformación subjetiva, no solo interpelar a un sujeto del conocimiento. La crítica materialista al valor, no solo al valor de cambio o uso sino de cualquier valor humano, nos la enseñan a ejercer los estoicos (antes que Nietzsche) al delimitar lo que depende de nosotros de aquello que no, al practicar la indiferencia respecto de las cosas indiferentes y asumir una causalidad necesaria que no nos deja más alternativa que reconocer nuestra insignificancia y, aun así, responder por cada cosa al instante en que se presenta, con el alma a flor de labios, presta a partir. La mayor herida narcisista es esa: delimitar nuestro imaginario poder de influencia e importancia personal, familiar o colectiva, al punto evanescente en que somos no más que una mueca insignificante del universo.  

A su vez, tenemos que entender que hoy el régimen afectivo dominante, por el cual se mantiene la distracción y división constantes en el seno de la sociedad, es la indignación. No tendríamos que condescender a ese goce estulto. Propongo un simple ejercicio. Considera cuál es el motivo de indignación que te ofrecen los titulares de diarios o el hashtag de hoy. Analiza fríamente cada representación que se te ofrece, divídela en sus partes y elementos constituyentes, nómbralas y sitúa el valor en relación al conjunto, observa cómo se diluirá su importancia en el transcurrir del día y, en consecuencia, encuentra la virtud más adecuada para responder: coraje, humor, simplicidad, simpatía, etc. Pero sobre todo delimita la indiferencia respecto a las cosas indiferentes, aquello que no depende en absoluto de tu capacidad de acción. Atente al instante, al medio y al lugar justo para responder con conocimiento de causa, no en función del gobierno de las conductas que promueve tu indignación serial para que permanezcas en la estulticia.  

Solo hay algo más molesto, banal y mediocre que la corrección política, la pusilanimidad, el puritanismo o lo que se llama ahora “cultura de la cancelación”, y es el movimiento de reacción contraria que busca diluir todo en lo mismo: la incorrección política, la canallada, la perversión y el cinismo que “sabe muy bien lo que hace pero aun así lo hace”. El pensamiento crítico siempre ha pasado por otro lado: asume la práctica del decir veraz, la parresia, el hablar en nombre propio exponiéndose a las relaciones de poder y a las fallas en el saber, relanzando el nudo y poniendo en juego el lazo social en ese mismo movimiento de interpelación que le puede costar un cargo, una posición o incluso la vida. No hay solemnidad ni adulación ni elocuencia ni bastardía ni canallada en la parresia, es un modo de decir y una forma de vida que hoy los medios hegemónicos (tanto académicos como comunicacionales) vuelven prácticamente imposible. Aun así, insistimos. 

Rizaría el rizo del ejercicio anterior y agregaría una advertencia ética ante otros que se propongan. No me expliques el concepto de práctica, muéstrame tu práctica y cómo ella te ha transformado en algún aspecto, incluso si tu práctica es solo la explicación, o mejor: el concepto; porque sin transformación alguna no hay práctica y no me interesa. Para sostener la reproducción del orden imperante, bastan el mutismo de los gestos repetidos y el automatismo vacío de las frases hechas. Tampoco juzgues tu inteligencia con estándares europeos, desde acá no hacemos sistemas conceptuales autocontenidos y cerrados a la perfección, ni creemos que toda la historia de la humanidad se reduzca a un punto de vista privilegiado; nuestra inteligencia se trama haciendo nudos, tejidos, entrelazamientos variopintos de prácticas y lenguajes. No importa con quiénes tejas y entrelaces, basta que alguien te dé una mano cada tanto para sostener o pasar el tejido; nuestras comunidades son abiertas, dinámicas, generosas y muchas veces conectan con dispositivos estatales para poder seguir viviendo entre tanta depredación multinacional y oligárquica. 

Como Lacan, no creo en el progreso: no soy progresista. Tampoco soy conservador: no creo en las revoluciones que dan la vuelta para volver al mismo lugar. No creo en mistificar la muerte, que es siempre -¡oh casualidad!- la de los otros: cuerpos entregados al sacrificio, por derecha o por izquierda, según las típicas inversiones especulares. Quienes asumimos lo real sin escapatoria, llámese muerte o castración o insensatez o inconsistencia del Otro, somos simplemente materialistas. Es cierto que lo real no se dice fácil, llegados a ese punto esquivo podemos defeccionar, volvernos cínicos o canallas; pero también podemos seguir ensayando, ejercitándonos, interpelando a otros. Hay quienes proponen una poética para seguir; en mi caso, continuando el gesto foucaultiano, me inclino más bien por una ascética: conjunto de ejercicios de transformación en torno a lo real que jamás se domina. 

De aquí en más entonces, el tiempo que dure, me gustaría leer toda nuestra tradición de pensamiento en términos de filosofía práctica, o sea, de ejercicios de subjetivación de los discursos de verdad. No solo como hace Heidegger en función de la diferencia ontológica, o como hace Badiou en términos de las multiplicidades vacías o suplementarias, sino en concreto: qué ejercicios de imaginación, voluntad, pensamiento, podemos hallar en nuestros antecesores que nos permitan subjetivarnos contra la alienación, estulticia, subordinación o ignorancia que habitualmente dominan nuestras vidas. Ejercicios en relación a otros, en relación a los saberes, en relación a nosotros mismos; pero ejercicios concretos, no argumentaciones o explicaciones o interpretaciones. Porque, en definitiva, no se trata de interpretar el mundo o de explicarnos cómo transformarlo sin disponer de las herramientas necesarias para hacerlo, sino de transformarnos a nosotros mismos para que el mundo cambie en la medida en que nos constituimos como la principal herramienta, la que se encuentra al alcance de cualquiera: el sí mismo. 

 

 


Roque Farrán nació en Córdoba en 1977. Es Investigador Adjunto del Conicet, Doctor en filosofía y Licenciado en Psicología por la Universidad Nacional de Córdoba, y miembro de los Comités Editoriales de las Revistas Nombres, Diferencias y Litura. Publicó los libros Badiou y Lacan: el anudamiento del sujeto (Prometeo, 2014), Nodal. Método, estado, sujeto (La cebra/Palinodia, 2016), Nodaléctica. Un ejercicio de pensamiento materialista (La cebra, 2018), El uso de los saberes. Filosofía, psicoanálisis, política (Borde perdido, 2018), Leer, meditar, escribir. La práctica de la filosofía en pandemia (La cebra, 2020); editó junto a E. Biset Ontologías política (Imago mundi, 2011), Teoría política. Perspectivas actuales en Argentina (Teseo, 2016), Estado. Perspectivas posfundacionales (Prometeo, 2017), Métodos. Aproximaciones a un campo problemático (Prometeo, 2018).  

 


1 Michel Foucault. La hermenéutica del sujeto: Curso en el Collège de France: 1981-1982,
Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2014.
2 Roque Farrán, La razón de los afectos: populismo, feminismo, psicoanálisis, Buenos Aires,
Prometeo, 2021.
3 Foucault, Michel. El coraje de la verdad: el gobierno de sí y de los otros. Curso en el Collège
de France (1983-1984). Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2010; ¿Qué es la
Ilustración? Madrid: La Piqueta, 1996 [versión de 1984].
4 Michel Foucault, op. cit., p. 43.
5 Roque Farrán, Nodaléctica: un ejercicio de pensamiento materialista, Adrogué, La cebra, 2018.

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