Procesos penales
Gente que no: una mirada crítica sobre la nueva ley de la víctima

Por Mariano H. Gutiérrez (PECoS IIGG/UBA) y Nicolás O. Vargas (UNLA/UBA)

Qué Ley

El 21 de junio de 2017 se sancionó la ley n° 27.372, Ley de Derechos y Garantías de las Personas Víctimas de Delitos. La sanción de esta ley se da en un contexto iniciado con la inclusión de la figura del querellante en el Código actual (llamado en la jerga Código Levene), en el que se reconoce cada vez más derechos a las víctimas en el proceso penal, ya sea dándoles la posibilidad de sostener la acusación en forma autónoma, o mediante otras formas de intervención.

Para comenzar hay que advertir que en principio la ley aplica sólo para los fueros federales y nacionales. A nivel de la productividad penal, la justicia nacional y federal en su conjunto representan el 15% de los privados de libertad del país. Es decir, hasta que las provincias la hagan propia o hasta que dicten su propia ley, lo que establece esta ley será aplicable en una porción pequeña de los procesos penales.

Pero además hay que aclarar que el fuero penal federal tiene un porcentaje de delitos de víctimas difusas o “sin víctimas” concretas muy superior a los fueros ordinarios. En efecto se encarga principalmente de causas de narcotráfico (no de los delitos comunes que comete un narcotraficante: homicidios, robos, o extorsiones, sino del delito general de narcotráfico), de delitos de corrupción que involucran a funcionarios públicos nacionales, falsificación de documentos públicos, y luego otros delitos “con víctima” individualizable: violencia de las fuerzas de seguridad federales, trata de personas, secuestros extorsivos, etc.

No está de más, entonces, aclarar que la ley no introduce ni resuelve el problema de la víctima en el proceso penal “en general”, puesto que la práctica general del proceso penal se resuelve en los circuitos provinciales. Sólo la Provincia de Buenos Aires genera más de la mitad del encarcelamiento de todo el país. Por eso, la verdadera transformación sustantiva de los procesos penales, se juega en las provincias y no en el sistema federal.

Aclarado esto, los objetivos declarados de la ley son reconocer y garantizar en el fuero federal los derechos de las víctimas, garantizando su asesoramiento, asistencia y representación; establecer y coordinar los mecanismos, acciones y medidas necesarios para garantizar y permitir el efectivo ejercicio de esos derechos; lograr una investigación eficaz y dictar recomendaciones y protocolos para aquellos organismos que intervengan en procedimientos relacionados con víctimas de delitos. Puntualmente, establece que los derechos de las víctimas son, entre otros, recibir un trato digno y respetuoso, que se reciba su denuncia sin dilaciones, a ser informada, a recibir medidas de protección y a ser escuchada; mereciendo una especial tutela aquellas víctimas que la ley define como vulnerables: aquellas menores de edad o mayores de setenta años, o aquellas que tienen una relación que implica algún tipo de dependencia o subordinación con el presunto autor. Además, precisa que la actuación de las autoridades debe responder a los principios de rápida intervención, al enfoque diferencial en función de la clase de víctima que se trate y a evitar la revictimización, como así también obliga a adoptar medidas en ciertos casos (delitos contra la vida, la integridad sexual o cometidos en un contexto de violencia de género, entre otros) en que se presume la existencia de peligro para la víctima.

También establece que las víctimas tienen el derecho a contar con un patrocinio gratuito para ejercer sus derechos y querellar si ese es su deseo. Para cumplir este objetivo la ley crea la figura del Defensor Público de Víctimas, en el seno del Ministerio Público de la Defensa de la Nación. Este aspecto quizás sea uno de los más discutibles en virtud de que existe todo un debate en torno a si la función de la Defensa Pública debe limitarse sólo a la defensa de los intereses de sus asistidos en el marco del proceso penal y eventualmente querellar sólo cuando sus defendidos sean víctimas de un delito vinculado, por caso, con sus condiciones de detención (como sostienen Harfuch y García en La defensa pública penal) o por el contrario si la Defensa Pública también puede asumir funciones de asesoramiento y patrocinio a víctimas.

La ley también dispone que durante la etapa de ejecución de la pena la víctima tiene derecho a ser informada y a expresar su opinión ante el juez de ejecución cuando se sustancie cualquier planteo relativo a la libertad del imputado.

La figura de la víctima que está en la mirada de la concepción de esta ley es pensada en función de la actitud vindicativa: prevé la intervención de la víctima en el proceso penal, aun sin constituirse en querellante, para perseguir o impulsar medidas y sanciones más gravosas; pero omite legislar sobre la posible intervención de la víctima en clave no punitiva. Por ejemplo, no se prevé la conciliación o reparación integral entre acusado y víctima, no se reglamenta, por tanto la extinción de la acción penal por estas causas, lo que provocará que algunos jueces, haciendo una lectura lineal de la ley, no apliquen esa causal de extinción de la acción penal. O dicho de otro modo, aun cuando la víctima y el imputado deciden poner fin a su conflicto de un modo compositivo y no punitivo algunos jueces podrán hacer una interpretación lineal de la ley por sobre la voluntad de la propia víctima y continuar con la persecución. Es decir, hay víctimas a las que se les da voz y hay víctimas silenciadas. O aún mejor, a la víctima se le da voz para perseguir, pero no para perdonar.

Qué víctima

La historia de “la víctima” y su aparición como actor de políticas públicas penales es curiosa, hasta paradójica.

A nivel de los discursos expertos, de los reformistas penales, “la víctima” (la aparición de la víctima en la resolución del conflicto, el reclamo de mayor centralidad a la víctima en el proceso penal, darle mayor poder –de definición, de resolución, de decisión- a la víctima de un delito concreto) aparece como una apelación fuerte en los años 70 de la mano del abolicionismo penal. El credo abolicionista, que influiría todo el pensamiento crítico de la cuestión penal, soñaba que, cuando la víctima apareciera en el proceso, el Estado se replegaría. O a la inversa, que el principal problema del proceso era la presencia del Estado, y que por tanto, para desarmarlo, habría que hacer aparecer a la víctima. Si la aparición del Estado históricamente significó una “expropiación” de los conflictos a los particulares, una vez consumada esa expropiación, el Estado habría puesto a funcionar al sistema penal en función de sus propios intereses de crear, mantener o acumular poder. Esto supone la base del pensamiento abolicionista: la intervención del Estado en un conflicto no resuelve el conflicto, ni las violencias, si no que las agrava, las aumenta, al imponer sobre esa operación sus propios intereses de mantenimiento de la autoridad. Al hacerlo desplaza a la víctima y anula las posibilidades de que el conflicto sea resuelto a favor de alguna de las partes, que en general, no buscan la violencia como respuesta, si no que buscan recuperar lo perdido, que se les compense el daño causado y evitar a futuro repetir esa situación. El abolicionismo, hay que decirlo, está pensando cuando así razona, en lazos de cercanía, en comunidades, en la interacción cara a cara, en los lazos de afecto de la comunidad. Está pensando en una víctima concreta, de carne y hueso (aunque sea colectiva), que tiene lazos afectivos (o puede tenerlos) con aquel que ha provocado el daño, que también es siempre una persona de carne y hueso, un individuo con historia, y de quien también hay que recuperar su voz, su palabra, su trayectoria, su definición del conflicto, para llegar a la mejor solución.

Desde los años 90, pero sobre todo en el cambio de siglo, la víctima aparece, sin embargo, como una apelación general, como un fantasma colectivo, y sobre todo, como un mandatario de la voluntad general, un representante algo indefinido, que reclama castigo como forma de hacer justicia. Es decir, la aparición de esta víctima como actor de reformas penales se genera en clave represiva. Aparecen actores que frente a las demandas por la inseguridad imputan al abolicionismo y al garantismo ser su fuente o causa: haber influido demasiado en los jueces, y por lo tanto, volverlos permisivos o suaves para castigar, luego, la inseguridad devendría como consecuencia de esta alegada suavidad (adjudicaciones, por cierto, sabidamente falsas para los expertos, aun los conservadores). Como sea, la inseguridad aparece en la política, y la demanda debe ser atendida con explicaciones y promesas, y la víctima aparece como un buen punto de apoyo para esta intervención.

En estos discursos y propuestas “la víctima”, no es la víctima del abolicionismo que busca la mejor solución para sí misma, y que en el fondo no busca hacer el daño. Esta víctima que aparece en la escena política desde los años noventa es una víctima que sufre, sufre el crimen, pero también sufre la incertidumbre, el miedo, de ser víctima de un delito cotidiano. Es una víctima doble: la persona de carne y hueso que sufre un delito o un crimen atroz, y que quiere justicia, no reparación, y que entiende que la justicia es el castigo del otro. Y también es la sociedad-víctima, la víctima colectiva que tiene miedo de que le ocurra lo mismo, o a la que le ocurrió lo mismo, o a la que le ocurrirá lo mismo, y reclama que alguien haga algo para que eso no pase más o no vuelva a pasar. Tiene una doble demanda, un doble reclamo: castigar al autor (castigarlo duramente, castigarlo en proporción no al hecho que ha cometido, sino al dolor que ha provocado; no él ya, individualmente, él como representante de todo un colectivo que lo produce: los chorros, los negros, los inmigrante/extranjeros), y que ese castigo sirva como promesa de que “no pase más”. Si este “que no pase más” nos resulta radicalmente irracional, no importa, el efecto actúa en el plano de lo simbólico. Lo que importa es comunicar la voluntad de “que no pase más”, no el hecho efectivo de reducir el delito. La discusión por el resultado preventivo efectivo no sólo no aparece, si no que es activamente rechazada, introducirla implica una traición moral, el reclamo emocional que pide justicia-castigo exige adhesión y cualquier racionalización que parezca cuestionarlo es sentida y castigada como una traición al grupo.

Esta víctima “abstracta”, colectiva y animosamente represiva, sólo puede ser entendida como parte de un proceso de representación colectiva: su fuerza radica en que se ha convertido en fiel representante de un sentimiento generalizado “de toda la sociedad”. Para decirlo en razón de un caso conocido: no se trata de Juan Carlos Blumberg, nunca se trató de él. Ni siquiera se trata de Axel Blumberg. Se trata de la enorme representatividad que Blumberg, y los blumbergs anónimos, cotidianos, permanentes, logran. Ese sentimiento (miedos desplegados en la vida cotidiana, miedo o desprecio al otro-marginal, incertidumbres sociales e identitarias que reclaman un foco para poder ser encauzadas) es el que aparece en la categoría insuperablemente difusa de “inseguridad”.

Qué justicia

Cuando se habla públicamente de “acordarse de las víctimas” o “tener en cuenta a las víctimas” en el juicio penal hoy se habla en esta segunda clave “punitivista”. Así fue pensada esta ley. Sin embargo, algunos movimientos están nuevamente empezando a disputar este sentido ganado por la derecha de lo que significa “la víctima” en el proceso penal. La iniciativa que entendemos más relevante es la aparición de la organización “Víctimas por la Paz” (cuyo empuje debe reconocérsele al juez Mario Juliano), al reunir e intentar organizar a una serie de víctimas de crímenes o delitos que afirman que su problema no se soluciona con un castigo duro, si no que intentan nuevamente reconstruirse a partir del perdón, de la compensación, de tender lazos afectivos, de comprender la realidad propia y del otro más allá del hecho del cual se ha sido víctima. Es decir, aquella víctima en la que confiaron los abolicionistas. La gracia, el “más allá de la justicia” del que hablaba Nietzsche.

En esta breve reseña hemos dejado de lado muchos aspectos que nos resultan interesantes sobre la víctima en el proceso y en la arena política, y sus significados cambiantes (de la que sólo adelantaremos que, por cierto, como aglutinante de conflictos colectivos, las víctimas más representativas de cada período son aquellas que permiten disputar o confrontar al poder político dominante en cada etapa). Sin embargo nos parece importante remarcar que cuando se habla de “la víctima en el sistema penal”, no todos están pensando en la misma víctima. Y esto es central para entender esta ley de víctimas: ha sido pensada para funcionar selectivamente.

En síntesis, es por un lado, una ley que en su efecto general será más simbólica que efectiva. En segundo lugar es una ley que piensa a la víctima abstracta y la vuelve concreta en función de su potencial represivo dentro del proceso penal, en función de una noción de justicia-castigo. Justicia como castigo, castigo como dolor, y dolor del otro como compensación para aquel que ha sido víctima.

Curiosamente -o no tanto- el neoliberalismo convierte una vez más en pesadilla los sueños libertarios: menos Estado, sí, pero para que aparezca entre las partes no el afecto (o algo parecido) si no la violencia. Eso sí, vestida de justicia.

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