Dossier especial "La democracia argentina"
Golpe a golpe

Por Eduardo Rinesi (UNGS-UNC)

Para Rocco Carbone y Leo Eiff, para seguir conversando.

 

La palabra “democracia” viene dominando el terreno de las discusiones teóricas y políticas en América Latina desde el fin de las dictaduras de los años 70 del siglo XX hasta hoy mismo. Por supuesto, la democracia se dice de muchas maneras, y los modos en los que la hemos dicho entre los años de la “transición” y los de los populismos latinoamericanos más recientes han sido muy diversos: en la región y en la Argentina se ha pensado la democracia, sucesivamente, como el nombre de un cierto tipo de orden durante los años de las dictaduras, como una utopía de la libertad durante los años que siguieron, como una rutina institucional durante la última década del siglo pasado, como un espasmo participativo durante los meses en los que, en nuestro país, una fuerte movilización popular consiguió sepultar la experiencia de aquellos gobiernos “neoliberales” y abrir un tiempo nuevo y como un proceso de ampliación de libertades y derechos durante los tres primeros lustros de este siglo.

Después, el triunfo electoral de la derecha introdujo una primicia en relación con los posibles significados de la palabra “democracia”. No me interesa reponer las discusiones que tuvimos en torno a la fórmula “nueva derecha democrática”: me quedo con la idea de Leonardo Eiff de que el fervor por calificar como “democrática” a esta derecha que nos gobernó estos años parece haber sido menor dentro de sus propias filas que entre los politólogos necesitados de que esa derecha fuera democrática para que pudiera ser un objeto legítimo de sus disquisiciones, incluso al costo de reducir el significado de la palabra “democracia” a la constatación de que un “equipo” que no parecía estar, y que en efecto no estuvo ni un poquito, preocupado por garantizar (ni mucho menos expandir) las libertades y los derechos de los ciudadanos había llegado al gobierno del Estado a través del voto popular. Nunca antes, desde el inicio del ciclo de la “transición”, la palabra “democracia” había querido decir tan poco.

Como fuera, ese poco que todavía quería decir era lo que permitía establecer una diferencia, que nadie podía considerar menor, entre la experiencia del cada vez más gritonamente autoritario gobierno de la “nueva derecha democrática” argentina y algunas otras experiencias que desde hace unos cuantos años empezaron a conmocionar a toda la región, y que consistieron en el desplazamiento, por vías diversas que, con todo, buscaban guardar por lo menos parcialmente las formas institucionales, de algunos líderes populares que habían sido elegidos por sus pueblos y que venían desarrollando políticas progresistas y avanzadas: el presidente Zelaya en Honduras, el presidente Lugo en Paraguay, la presidenta Rousseff en Brasil, en todos los casos a través de procedimientos que escondían mal el espíritu destituyente de los actores que los pusieron en marcha, por mucho que estuvieran previstos, de un modo u otro, en las leyes de sus países.

En Brasil, al escandaloso “impeachment” a la presidenta se agregó la arbitraria detención del anterior presidente “Lula” da Silva, que de este modo quedó injustamente alejado del proceso electoral que completó toda la opereta. Mientras tanto, no solo la desquiciada retórica del presidente Bolsonaro, sino la orientación efectiva de sus políticas, expresan un autoritarismo que hacía muchas décadas no campeaba con tanto desparpajo en el Brasil ni en la región. No deja de ser inquietante, y revelador de una profunda comunidad de ideas y valores, que presidentes de derecha elegidos por sus pueblos (y elegidos por sus pueblos en elecciones libres, no en elecciones en las que se hubiera proscripto al candidato mayoritario), que presidentes, entonces, de derecha “democrática”, se hayan apurado, como lo hizo el presidente Macri, que fue el primero de todos, o el presidente Piñera, de Chile, a reconocer y a saludar al ilegítimo presidente del Brasil.

Por lo demás, los gobiernos de estos dos últimos países desplegaron un conjunto de políticas de ataque sistemático a las libertades y a los derechos con cuya defensa y promoción solemos asociar, en usos menos amarretes de la palabra, a la democracia. En la Argentina la represión a la protesta popular alcanzó niveles de brutalidad e ilegalidad inimaginables poco tiempo atrás. En Chile, hemos visto últimamente recrudecer la violencia ejercida desde el aparato del Estado contra las más notables manifestaciones de protesta que se hayan desarrollado allí en el último medio siglo. Así, nuestros gobiernos avalaron los procesos de derrocamiento y proscripción de los líderes populares en otros países de la región y violaron las libertades y los derechos de los ciudadanos de sus propios países. “Sin embargo…” ¿Sin embargo qué? Sin embargo, se nos repetía, habían sido elegidos por el voto popular: con eso parecía bastar para calificarlos como “democráticos”.

Por eso, podría uno preguntarse si acaso tiene sentido seguir insistiendo con la palabra “democracia”, que puede utilizarse para nombrar experiencias, ideas o gobiernos tan extraordinariamente diferentes entre sí. ¿Vale de algo una palabra que puede calificar, consignados dos o tres matices, o indicados sus distintos significados, oscilantes en el tiempo, tanto al gobierno de Raúl Alfonsín como al de Cristina Fernández o al de Mauricio Macri? ¿Es interesante el ejercicio de especificar, en todo caso, cual aplicados practicantes de la “conceptual history” (módicos Reinhart Kossellecks de las pampas, entusiastas Quentin Skinners del subdesarrollo), que entre tal año y tal otro la palabra “democracia” sirvió para decir tal cosa, que después vino a querer indicar tal otra, y que después…? ¿No deberíamos más bien abandonar de una vez esa palabra y las discusiones sobre esa palabra y recuperar otras, que en nuestro entusiasmo democrático de las últimas décadas quizás hayamos olvidado?

Entre ésas, mi amigo Rocco Carbone ha destacado la importancia y el interés de la palabra “socialismo”. Ciertamente, como dice Rocco con razón, esta palabra había movilizado mayores entusiasmos, antes de las dictaduras, que la palabra “democracia”, que se volvió la voz de orden de nuestras discusiones teóricas y políticas después de ellas. Después de esas dictaduras, en efecto, la centralidad de la palabrita “democracia” obligó a quienes en años anteriores habían sostenido la bandera de la otra, “socialismo”, a preguntarse por la relación entre lo que nombraban una y otra. La historia de esa discusión ocupa un lugar no despreciable en ciertas zonas de la izquierda intelectual argentina y latinoamericana de fines del siglo pasado, donde se conversó mucho sobre esta cuestión, sea para decir que había que abandonar el socialismo y abrazar la democracia, sea para sugerir que la democracia era el verdadero nombre que debía adoptar un socialismo que hubiera aprendido las lecciones de la historia.

Del socialismo a la democracia, entonces, incluso sin tener que abandonar del todo el primero de esos nombres como saludo a una cierta identidad o como recuerdo de una cierta tradición. De los escritos del investigador italiano Pasquale Serra aprendemos a preguntarnos si acaso ciertas específicas modulaciones de esa tradición (por ejemplo: ciertos específicos modos de leer a Gramsci entre los intelectuales cuyas biografías transitan por el andarivel que va de Pasado y Presente a La Ciudad Futura, y que Serra opone al modo de leer a Gramsci de nuestro amigo y maestro Horacio González) no contenían ya, desde el inicio, el impulso hacia una deriva no solo “democrática”, sino más precisamente democrático-liberal, de todas esas discusiones, que pudieron terminar en la adhesión a un liberalismo político liso y llano en el que la palabra “socialismo” ya solo funcionaba como el retintín lejano de la pertenencia a una identidad que había abandonado todas las notas que alguna vez la habían distinguido.

En cambio, observa Rocco, y justo contra esta asimilación del socialismo a la democracia liberal, el siglo XXI asistió en América Latina a la vuelta al ruedo de la palabra “socialismo” en un sentido reivindicativo y fuerte en dos experiencias muy potentes: la del “Socialismo del siglo XXI” en Venezuela y la del Movimiento al Socialismo en Bolivia. Entonces, ¿no deberíamos, más que seguir dando vueltas sobre la palabra “democracia”, volver sobre las posibilidades que trae consigo esa otra palabra, que en su momento la dinámica política de la región había dejado atrás con demasiada prisa? A esto querría responder dos cosas. La primera es que sí: que por supuesto que me parece de lo más interesante e importante retomar la palabra “socialismo”, o estudiar el modo en que lo han hecho esas experiencias, para pensar, contra los modos más pasteurizados y pobres de recuperación del legado que esa palabra trae consigo, modos más interesantes y más potentes de pensarla.

La segunda es que haciendo esto no nos desplazaríamos del ejercicio de tratar de precisar los distintos sentidos de una palabra al suelo firme de una lengua política en la que por fin cada palabra tendría su significado verdadero, sino del esfuerzo por precisar los significados de la palabra “democracia” a los esfuerzos por precisar los de la palabra “socialismo”, que ni en Venezuela ni en Bolivia parece haberse usado en un sentido que podamos suponer evidente. Por lo pronto, ni en Venezuela ni en Bolivia hubo una socialización de los medios de producción ni una superación de las condiciones de producción capitalistas, y eso vuelve difícil hablar, en un sentido más o menos propio, de ningún “socialismo” en ninguno de esos dos países. Lo que en ambos casos se nombró con esa palabra fueron más bien ciertos modos de organización política, ciertas formas de estímulo a la participación popular y comunitaria, cierta transformación en los criterios de legitimidad de los gobiernos. Es decir: cierto tipo de democracia.

En otras palabras: que lo que los dirigentes de las importantísimas experiencias venezolana y boliviana de los últimos quince o veinte años han puesto bajo el nombre de “socialismo” es un conjunto de posibilidades de nuestras democracias políticas cuando éstas asumen una orientación avanzada y un formato de fuerte base popular, y que si es interesante –como yo creo que sin duda lo es– el estudio de las posibilidades que abre el uso de la palabra “socialismo” en la presente coyuntura latinoamericana es porque lo que esa palabra hace es ampliar las exigencias que podemos tener hacia nuestras formas democráticas de convivencia, que no tienen por qué ser tan mezquinas como vienen siéndolo en materia de distribución del ingreso y de lucha por mayores niveles de igualdad y de justicia ni consistir apenas –como se pretendió cuando se usó la palabra “democracia” con menos exigencias– en el respeto a un conjunto de procedimientos o en la elección de las autoridades a través del voto popular.

Entonces: la palabra “democracia” parece cubrir hoy, en América Latina, un amplio campo de posibilidades entre los gobiernos de los que apenas puede alegarse, a favor de su condición de democráticos, que han sido elegidos por el voto de los ciudadanos (aunque después desplieguen políticas ferozmente antipopulares, aunque después se apuren a avalar los modos en los que en otros países de la región se tumban gobiernos populares, aunque después se nieguen a llamar golpes a los golpes), y los gobiernos que, calificando como “socialistas” a sus programas, han impulsado el desarrollo de formas políticas de amplia base popular, alentado la participación de los ciudadanos y de las comunidades en los asuntos públicos e incorporado al pueblo, de mil modos distintos, a la vida política de sus países. Lo que hoy nombra la palabra “socialismo”, en esas dos experiencias políticas tan interesantes, es una de las posibilidades más potentes para las democracias de nuestra región.

En el momento en que escribo estas líneas, el golpe de Estado en Bolivia busca todavía su propia legitimación y avanza con dificultades en medio de una fuerte resistencia popular. Como sea: se trata de un golpe de Estado clásico, con el Ejército en las calles y reclamando al presidente su renuncia, y con un clima general de violencia desatada y de represión durísima a las expresiones populares de apoyo al gobierno elegido por la ciudadanía, que ciertamente no se detuvieron después de la renuncia, acompañada de un llamamiento al cese de la barbarie, del presidente Morales. Este golpe de Estado (que difiere entonces, por estas características, de los de Honduras, Paraguay, Brasil) es el primero de este tipo después de los que poblaron América Latina de dictaduras en los años 70 del siglo pasado, y en ese sentido hay o podría haber en él algo de la evidencia de un “fin de ciclo”, o del fin de una era de democracias políticas que se había instalado después del fin del ciclo de dictaduras anteriores.

Vale la pena señalar, sobre la cuestión de la democracia y sus significados, la novedad que representa el hecho de que quienes protagonizaron o apoyaron ese golpe hayan podido pretender que lo hacían, que el golpe mismo se desarrollaba… ¡en nombre de la democracia!: La palabra “democracia”, al mismo tiempo que las instituciones, las libertades y los derechos con los que la asociamos son destruidos con una saña con la que hay que retroceder muchas décadas para encontrar un parangón, pasa a indicar, como cuando la usaban los militares golpistas de los años 70, una forma del orden, del que se ha extirpado cualquier vestigio de insolencia plebeya. Así, hasta el último límite (el que permitía decir que un gobierno antipopular podía ser democrático porque había sido votado por el pueblo) ha caído: en las últimas semanas hemos oído celebrar la destitución de un gobierno votado por el pueblo en nombre de la democracia. ¿Queríamos “significantes vacíos”? Ahí está: “democracia”. Más vacío, imposible.

¿Y entonces? ¿No deberíamos dejarnos de macanas y abandonar (la discusión sobre las distintas valencias de) la palabra “democracia”, que puede ser usada, desde la teoría a la política y desde la izquierda a la derecha, en tantos sentidos incluso contrapuestos? Yo creo que no. Los significantes vacíos lo están para hacernos posible luchar por ellos, y el significante “democracia”, vacío como está entre nosotros, sigue teniendo sin embargo una connotación positiva que hace necesario, política y no solo académicamente necesario, luchar por él. Seguir luchando por él: igual que anteayer no queríamos regalarle el significante “democracia” a los liberales, igual que ayer nomás no quisimos regalárselo a los conservadores, hoy no debemos regalárselo a los golpistas. Que es justo a quienes, en el inicio mismo del ciclo abierto con el fin de las últimas dictaduras, les sacamos ese significante de una vez, y (yo espero: yo creo, en todo caso, que vale la pena seguir discutiendo para que sea) para siempre.

En este sentido, me parece interesante la insistencia de Alberto Fernández en reivindicar la figura de Raúl Alfonsín. Porque en la figura de Alfonsín se condensan, en relación con los temas de esta discusión, dos cosas: una, la terminante oposición entre democracia y dictadura. Entre democracia y usurpación. Entre democracia y golpe. En el interior del primer término de estos pares, las opciones que se abren para la presidencia de Fernández son muy amplias: puede ser que el presidente entrante termine revelándose un demócrata liberal más cercano al polo “democracia = reglas de juego” o un demócrata participativista más cercano al polo “democracia = socialismo del siglo XXI”. O también, seguramente, que termine ocupando algún punto intermedio entre esos dos “tipos ideales”. Pero hay una cosa que la referencia a Alfonsín quiere decir y es que la democracia no tolera la violación de la voluntad del pueblo, y en este contexto regional semejante cosa no me parece menor.

Lo otro que la figura de Alfonsín condensa es la tensión entre esas dos posibilidades que yo esquematizaba recién nombrando como dos polos una alternativa más liberal-representacionalista y otra más popular-participativista. El debate es viejo como la historia misma de la democracia en nuestros países. El alfonsinismo y el kirchnerismo (para mencionar las dos experiencias más recuperables de estos años argentinos) coquetearon con la idea de participación y acaso buscaron alentarla, pero a ambos los terminó ganando su propia propensión más bien jacobina, y el grado en que lograron construir una democracia efectivamente participativa fue menor al que hoy necesitamos. Ojalá sepamos encontrar el mejor conjuro a la amenaza que representa el avance de las derechas golpistas y neo-golpistas en toda la región en el aliento a formas de participación popular deliberativa y activa que vuelvan a nuestras democracias más estables y más fuertes.

 

Imagen de portada: León Frerrari

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