Dossier especial "La democracia argentina"
Para un estatuto analítico de la democracia realmente existente

Por Alejandro Kaufman (UBA-UNQ)

Mentar la democracia en la Argentina supone en principio referir a un logro emancipatorio sobre el que no es necesario abundar: de ello dan fe la instauración ininterrumpida desde 1983 de una institucionalidad que culmina en estos días con la finalización a término de un gobierno de derecha por primera vez desde entonces, la subordinación que parece inequívoca y estable de las fuerzas armadas a los gobiernos civiles, los juicios por crímenes de lesa humanidad, cierta vigencia –aunque precaria- de las libertades de prensa y de expresión, una ausencia de violencia política organizada. En aquello reconocible y legítimo hay bastante –mucho más- que decir sobre lo logrado en estos años. También es posible admitir sin más trámite que la precariedad que ha tenido y tiene esta institucionalidad, no obstante, ha resistido múltiples ocasiones de riesgo, las cuales no han sido menores, como es el caso de los levantamientos carapintadas y la crisis de 2001, entre tantas otras. El momento actual es interesante en que las urnas sirvieron como contención y alternativa frente a padecimientos multitudinarios que normalmente hubieran derivado en un estallido social como los que vemos en otros países latinoamericanos, o en la emergencia de modalidades neofascistas que en nuestro país han sido relativamente discretas y minoritarias a diferencia de otros de nuestra región. Algo que no se suele advertir explícitamente con frecuencia es que el sufragio universal argentino es una condición estructural de la continuidad política, dado que es valorada ampliamente por nuestra cultura pública y se vela por las condiciones de su legitimidad. Es necesario, en un país en que recurrentemente nos flagelamos sobre nuestros talantes transgresores y no respetuosos de la ley, manifestar cuáles son los aspectos en que prevalece una consistencia sin fisuras importantes. El sufragio universal es uno de ellos. La educación pública y gratuita es otro. El rechazo a toda censura es otro. Hay menos de lo que quisiéramos.

La actual coyuntura de derivación contenedora, a través del voto, del extendido malestar social nos plantea un riesgo de sobrestimar o de pasar por alto sus rasgos específicos y peculiares, de modo que la vigencia de la institucionalidad democrática quede planteada como una generalización, como una abstracción desarticulada de la materialidad histórico social. Tal derivación fue fundacional desde 1983. Primero ignorando que los golpes militares argentinos desde 1955, por lo menos, no fueron constituyentes de regímenes totalitarios sino de transiciones alegadamente restauradoras de una institucionalidad democrática que habría sido lesionada por los gobiernos civiles derrocados. En todos los casos la causa subyacente fue el mismo propósito que ahora le dio la victoria al macrismo en 2015 y el 40 por ciento de los votos en 2019: abolir, suprimir, olvidar el “populismo”. Convertir a la presunta “peronia” en una Argentina verdaderamente capitalista chilena like. Esta alegación democratista de los golpes suele ser sistemáticamente excluida de la mayoría de nuestros discursos públicos, como si los golpes fueran ajenos por un lado en su génesis sociohistórica, pero además como si fueran también ajenos a tantos de los actores políticos convencionales, como si estos no tuvieran nada que ver, ninguna responsabilidad. Cada vez que mencionamos el carácter cívico combinado con lo militar de los golpes resulta no saberse bien a qué se refiere, a quiénes. Ahora, que ya no importa porque ganan igual con elecciones, podríamos observar que la desconexión se produce en términos de series históricas. Es por lo que multitudes populares al principio de este gobierno y mucho antes cantaron durante años contra Macri vinculándolo con la dictadura. La legitimación obtenida por el macrismo gracias al apoyo electoral alcanzado llevó a esa consigna a un relativo olvido, llevándose consigo de hecho la falacia del apoyo electoral ausente o presente en los golpes en el sentido de que es el mismo que antes, cuando se expresaba a través de los golpes militares, lo hacía mediante un consentimiento silencioso, sin el cual los golpes hubieran sido de imposible realización.

La nuestra es una sociedad con un gran componente movimientista y cada vez más adquirimos cierta conciencia pública compartida al respecto, aunque la meta que tienen las derechas de abolir tal característica vemos que no ceja. De un modo u otro los gobiernos militares fueron desgastados y finalmente cayeron por la presencia de las multitudes movilizadas o en oposición de diversas formas. Podemos hablar de democraticidad en la Argentina con la condición –y esto suele tener dispares presencias en los discursos públicos- de entender a las múltiples modalidades de las acciones sociales que irrumpen una y otra vez como garantes de la vigencia de tal institucionalidad en nuestro país. De ahí que las fuerzas antidemocráticas no necesitan pronunciarse contra la institucionalidad ni deben preocuparse demasiado en interferir con sus estructuras formales. Lo que hacen mediante prácticas políticas específicas que se presentan como discursos mediáticos, jurídicos y expertos en general es procurar intervenciones eficaces para desarticular el movimientismo argentino. Y esto ocurre con tantas variaciones como las que continuamente producen las propias multitudes argentinas en su incesante creatividad.

Así que por un lado tenemos un discurso normativista de la democracia, negligente respecto de la vitalidad societal civil efectiva, negligente en el sentido ideológico de la supresión o resignificación de los enunciados y prácticas pertinentes. A esto contribuyen discursos expertos hegemónicos que han acompañado a la institucionalidad democrática desde 1983, disipando todo vector disruptivo, neutralizándolo, convirtiendo la creatividad colectiva de la vida sociopolítica argentina en cristalizaciones inocuas siempre que pudieron. Tales discursos mantienen vínculos recíprocos con actores y actoras de la política y se intercalan de manera matricial en el magma movimientista que caracteriza a la Argentina y que tanto desconcierto produce en el resto del mundo más allá de los Andes o del Río de la Plata. Los oleajes de ida y vuelta, las oscilaciones pendulares entre emancipación y opresión, las re-re-distribuciones regresivas de la riqueza, la emergencia de nuevos derechos y los retrocesos cíclicos, todo ello no ocurre en nuestro país de maneras identitariamente delimitadas sino imbricadas en ese magma que nos constituye y que motivaba la célebre anécdota de Perón acerca de que en la Argentina “peronistas somos todos”. En ese sentido los discursos normativistas identitarios sobre la democraticidad, que prevalecen en los léxicos expertos, reproducen y exportan incomprensión y extrañamiento sobre las singularidades argentinas en nombre de las ciencias sociales o históricas, bajo la pretensión de que los protocolos universalistas que las fundamentan requieren desconsiderar el movimientismo argentino en su singularidad, y asimilarlo conceptualmente a descripciones que nos son al menos parcialmente ajenas. Tales conflictos conceptuales también interactúan magmáticamente con el flujo societal, con la consecuencia de que no tenemos una teoría sobre la politicidad argentina. Semejante constatación no debe ser necesariamente considerada como el señalamiento de una vacancia, aunque lo es en el sentido de que se recurre a tramas conceptuales explicativas que no son articulables con las experiencias materialmente verificables en nuestra vida en común.

Es inocuo oponer al democratismo de corte socialdemócrata, directa o indirectamente anti -o contra, o hétero- popular teorías generales del poder y la política, aunque todo intento, todo ensayo y todo esfuerzo conjetural concierne a la necesaria tarea del intelecto, tanto experto como cuanto intelecto general, tanto público como cuanto privado. Las alternativas habitables, realizables, surgen de los movimientos sociales, de su inventiva, de su inclaudicable deseo emancipatorio vectorial. Así ha sucedido en la Argentina con el movimiento de los derechos humanos, cuya deriva desmiente el supuesto socialdemócrata acerca de que el enunciado del nunca más consistiría en una renuncia voluntarista y consensual a las prácticas de la violencia política. Nunca existió tal cosa salvo en la ausencia de imaginación política respectiva: solo es pronunciable el enunciado del nunca más respecto del terrorismo de estado, es decir, de lo que no debería suceder justamente si la violencia política volviera a tener lugar. Nunca más terrorismo de estado frente a conflictividades crecientes, por indeseable y metodológicamente inadecuada que consideremos la violencia política. Ya vimos como alcanzada esta situación la noción de violencia política se extiende a cualquier cosa que no sea una inmovilidad corporal subyugada y muda. Sobre esto hay un desacuerdo banal porque quienes se pronuncian por la presunción de haber dejado atrás toda violencia política lo hacen de un modo desprovisto de seriedad histórico social, aunque su ademán experto pretenda lo contrario. Los cuatro años transcurridos habrán de ser relevados históricamente respecto de lo sucedido en este sentido: un talante esclavista con propósitos de implantar una parálisis corporal abyecta ante la ley, con caución de pena de muerte de hecho. Esto ha sido resistido y desarticulado hasta donde sabemos y creemos, aunque sin mayores esperanzas todavía por encima de lo sensatamente aceptable, que no es tanto como querríamos.

Otra cuestión decisiva de la caracterización de una posible institucionalidad democrática ha ido ofreciendo -entre oscilaciones pendulares- un saldo negativo. La desigualdad, la desposesión y la precariedad para millones de personas no ha hecho más que aumentar, lo mismo que su consecuencia inmediata, la creciente distancia entre los más ricos y los más pobres. Los discursos esgrimidos hegemónicamente refuerzan la segregación y naturalización de este estado de las cosas, sin que los discursos expertos estén a la altura de las circunstancias. Los gestos exhibidos en estos días de cordialidad entre opositores y oficialismo entrantes y salientes operan mucho más como una denegación coyunturalmente necesaria para evitar males mayores que como una perspectiva de realización en tal dirección, que es como las derechas y algunas almas incautas se apresuran a asumir, deleitadas por los apretones de manos, los abrazos y las sonrisas constitutivos de un logro vaticano. Es un logro no desdeñable en algunos de sus efectos recuperables pero sin expectativas desde el punto de vista de un balance acríticamente afirmativo de tales puentes dibujados sobre arena. La espera apunta a la organización de las economías populares, terreno fértil para que de ahí surjan modalidades singulares de lucha efectiva por la igualdad. Contienen el correlato propio culturalmente de aquello que en otras partes se debate como renta básica universal, propósito que articula experiencias culturales de la existencia con intervenciones estatales, experimento que sigue un rumbo creciente y que en nuestro ámbito parece estar sometido a una censura tácita, un silencio conveniente, pero de indeterminado origen. Compensa constatar que el movimientismo de la economía popular, en sus diversas vertientes, logró instalarse en forma protagónica en la vida pública argentina. Logró sobrevivir a obstáculos formidables. Es un movimiento titánico que constituirá en su devenir una clave decisiva de la viabilidad institucional democrática en el mediano y el largo plazo, aunque derechas socialdemócratas e incautos crean lo contrario. La vida democrática argentina se cuece algo más en el piquete que en los salones alfombrados y con aire acondicionado.

La cuestión de la violencia simbólica, los límites político culturales de la expresión pública y las prácticas difamatorias ejercidas de modo sistemático para socavar gobiernos populares están a la orden del día. Las derrotas infligidas al movimientismo popular han congelado las conciencias críticas respectivas. Las herramientas institucionales han sido neutralizadas. El estado mismo no se encuentra en la actualidad en condiciones de ponerse a la altura de la ola verde, tributaria decisiva de estas problemáticas e impulsora ontológica de profundas transformaciones en ese terreno. Las condiciones son desfavorables, y remontar esta cuesta no parece estar en el horizonte. Mil indicios lo sugieren y nos perturban. Nuestro actual estado celebratorio no debe obstar para perseverar en perforar los muros que nos sofocan y se refuerzan mientras no se los someta a una observación tan indispensable como difícil.

El terreno que atravesamos en cuanto a la democraticidad argentina está minado por todas partes de trampas letales, cazas bobos, obstáculos explosivos. Una ímproba tarea sobre la cultura política y el lenguaje, tarea que nos desvela, tarea que tendría, si se politizara de manera razonable, un destino promisorio o al menos expectante. Nada indica que los vientos soplen en esa dirección. Digámoslo con claridad, no se trata de si le “va bien o no le va bien” sino de lo que siempre hagamos por habitar el lazo social.

 

Imagen de portada: León Frerrari

Comentarios: