Dossier especial "La democracia argentina"
La mentira en política

Por Martín Plot (Idaes/Unsam-Conicet)

I

A pesar de su poca repercusión, el discurso de despedida en cadena nacional de Mauricio Macri fue un acontecimiento político notable. Lo que él y/o sus asesores se propusieron fue fijar un sentido, hacer del tembladeral interpretativo que caracteriza a todo período de transición algo imaginariamente controlable desde el enunciador. Salvando las distancias, porque no estoy diciendo que el gobierno saliente haya sido otra cosa que un gobierno democrático, verlo a Macri con su power point televisado me transportó a una experiencia televisiva semejante de mi infancia: el anuncio en cadena nacional, con imágenes y palabras cuidadosamente coreografiadas, de la Ley de Autoamnistía (oficialmente Ley de Pacificación Nacional) promulgada en septiembre de 1983 por la última dictadura militar. El objetivo, discursivamente hablando, era semejante. El tiempo no es un devenir lineal, un antes, un durante y un después fragmentado en el que la sucesión de los momentos se da con la rigidez rítmica del segundero. El antes, el durante y el después se entrelazan en la madeja de lo posible, lo probable y lo improbable. Lo que hoy es está impregnado de lo que será y lo que será, a veces todavía notablemente abierto al actuar de hoy, otras veces se presenta como arena entre los dedos, como algo que todavía no es pero que ya se percibe muy difícil de evitar.

Si hay algo que la dictadura experimentó en septiembre del 83’, eso fue que la interpretación de su accionar represivo era un sentido que se le escurría entre los dedos, algo cada vez más impregnado por la mirada de los otros, cada vez más incomprensible desde la perspectiva propia. Si hay algo que el gobierno de Macri experimentó la noche de las PASO de agosto de 2019, eso fue que el sentido de su experiencia de gobierno se le escurría entre los dedos, que ese sentido estaba ya saturado por la mirada de los otros, que la mirada propia cada vez resultaba más incomprensible para los demás. Ese fue el sentido de la espectacular puesta en escena de aquella noche, coronada por la también espectacular conferencia de prensa de Macri y Pichetto al día siguiente. La derrota electoral era mucho más que una derrota, ésta revelaba un cambio de sentido en la madeja de lo posible, lo probable y lo improbable que es el tiempo. A partir de esa noche, el mundo se veía distinto, incluso para el oficialismo, que ahora no podía ignorar la tridimensionalidad que le había devuelto la palabra de las urnas. Lo que desde acá era un “hacemos lo que hay que hacer”, desde allá, allá y allá—la realidad no es percibida de manera dicotómica, como nos quieren hacer creer los schmittianos sofisticados o espontáneos—se veía como impericia, fanatismo, interés de clase o mera banalidad, o como una combinación de algunas de ellas.

A partir de esa noche el objetivo ya sería otro. Ya no se trataba de ganar las elecciones sino de preservar la inteligibilidad de la mirada propia. En eso reside la belleza poética de la frase plagiada por Macri a Obama y por éste a Cesar Chávez, líder chicano del movimiento de los derechos civiles en los años sesenta en los Estados Unidos y dirigente del United Farm Workers de California. El “sí se puede” es tan polifuncional que puede mutar de una lucha democrática por la visibilización e incorporación de vastos sectores sociales en una sociedad segregada, a la llegada de un dirigente joven y afroamericano, pero proveniente de las elites, a la presidencia de esa misma sociedad segregada, hasta finalmente ser cooptada por una élite económica sudamericana que se propone impulsar una profunda reforma neoliberal en una sociedad diagnosticada como insosteniblemente plebeya y redistributiva. A partir de la noche de las PASO de agosto de 2019, lo que se podía ya no era ganar las elecciones sino evitar que la arena terminase de escurrirse completamente entre los dedos.

La campaña del “sí se puede”, los 30 actos en 30 ciudades, el “empate técnico” de algunos comunicadores, la cadena nacional, el acto de despedida en Plaza de Mayo, el video “Momentos”, todo ello fue una estrategia política, en un contexto democrático, destinada a hacer de septiembre a diciembre de 2019 lo que la dictadura ya era completamente incapaz de hacer durante esos mismos meses de 1983: disputar el sentido de lo que llegaba a su fin. Esa incapacidad, de todos modos, es algo que se reveló solo retrospectivamente. Tanto en aquel lejano momento como en la irrupción de aquel recuerdo durante la cadena nacional de hace unos días, en ambas circunstancias lo que se experimenta es la inestabilidad misma del sentido de la vida en común. La dictadura terminaba, las elecciones se aproximaban y tanto los actos partidarios como las marchas de derechos humanos a las que asistía indicaban que la arena del sentido de lo acontecido se le escurría entre los dedos a quienes todavía tenían la capacidad de sentarnos a todos a ver qué tenían todavía por decir—y por hacer, ya que la ley fue una acción, luego crucialmente resignificada en la primera acción del congreso democrático; pero no es a ello a lo que me estoy refiriendo aquí, sino a lo que estaba en juego en su presentación comunicacional. Y lo que los actores políticos a punto de abandonar el poder tenían por decir en aquel lejano 83’, algo que dijeron de manera articulada coreográficamente con imágenes, cifras y palabras escogidas cuidadosamente, indicaba que el sentido de un proceso político no está nunca completamente cerrado, que la apertura de la sociedad al sentido de su propio devenir temporal es el elemento mismo de la vida política. Es solamente gracias a la siempre provisional consolidación de una mirada crítica de la acción represiva de la dictadura que debemos la institucionalización de una vida política democrática y pacífica que ya lleva casi cuatro décadas de duración.

II

Reitero, la analogía aquí utilizada alude a la temporalidad y a la dinámica de lo posible, lo probable y lo improbable, no al contenido de lo que estaba en juego en cada momento de la misma. Pero la cuestión de la temporalidad y la dinámica de lo posible también iluminan un aspecto crucial de la situación política de la Argentina de hoy. Hace varias décadas, en los años que se encaminaban al fin de la guerra de Vietnám, la pensadora política Hannah Arendt escribió un ensayo de una relevancia poco reconocida en la literatura más usual acerca de su obra. Ese ensayo se titula “Lying in Politics”—titulo que tomo aquí unilateralmente prestado para mi propio texto. Allí Arendt respondía a un hecho político sorprendente: la publicación de los Papeles del Pentágono, documentos secretos producidos por analistas trabajando para el propio Estado norteamericano, documentos que detallaban con claridad, desde hacía muchos años, que la guerra de Vietnám no solo estaba siendo perdida sino que era efectivamente inganable. Estos documentos tenían solo un destinatario: los miembros del gobierno de los Estados Unidos a cargo de la conducción de la guerra—aunque Arendt se pregunta si siquiera ellos mismos los habrían leído. El interrogante abierto por su filtración a la prensa era evidente: ¿por qué un gobierno al que sus principales expertos dicen que una guerra está perdida, de todas maneras siguen adelante con la misma durante más de una década, sacrificando en ese gesto la vida de decenas de miles de estadounidenses y masacrando la de millones de vietnamitas y camboyanos? La razón era que un aspecto central de la relación entre ideología y política en las sociedades contemporáneas es que, cuando las circunstancias de la realidad ponen en jaque la consistencia ideológica de aquellos en el ejercicio del poder, lo que cuenta en esas circunstancias es el saving face—el salvar las apariencias. La justificación de este salvar las apariencias es, a su vez, también ideológica: la realidad no se condice momentáneamente con lo prometido, pero una vez superado el escollo, la capacidad predictiva de la ideología recuperará su vigencia.

Como Arendt, pienso que no debe sorprendernos la estrecha relación entre mentira y política: los actores políticos quieren cambiar el mundo y a veces se les va la mano y quieren hacer con el mundo de los hechos ya ocurridos lo que solo puede hacerse con los hechos por venir—cambiarlos. Esto no quiere decir que no haya que rechazar el uso de la mentira en política, simplemente quiere decir que esta es una “deformación profesional” de los actores políticos y que no es razonable esperar que desaparezca por completo alguna vez. Como Arendt, de todos modos, también creo que hay algo de otro orden en los siguientes rasgos de la vida política contemporánea, rasgos que ella consideró revelados por los Papeles del Pentágono y yo veo manifestarse en la forma en que el macrismo ejerció y abandona hoy el poder: el autoengaño, la mentira sistematizada y el reemplazo ideológico de la verdad factual en toda su contingencia por la consistencia lógica de la ideología deliberadamente desplegada. El que miente, dice Arendt, tiene un privilegio sobre el que dice la verdad, y esto reside en que quien miente puede darse el lujo de construir un relato más verosímil que el presentado por quien dice la verdad, muchas veces contradictoria y sorprendente.

Como Arendt, finalmente creo que el problema no es moral sino político—o que no es solo moral sino también y fundamentalmente político. Lo que está en juego cuando el despliegue ideológico lleva al autoengaño, a la sistematización de un uso cínico de la información y a la sustitución ideológica del sufrimiento presente por un paraíso imaginario futuro no es la integridad personal del o la involucrado/a sino la relativa estabilidad del mundo compartido, su dependencia, con toda la precariedad que eso implica, del carácter multiperspectivo y abierto de aquello a lo que llamamos realidad. El gobierno que hoy termina exhibe indicadores catastróficos en cada una de las dimensiones relevantes de su ejercicio—incluyendo, y sobre todo, esa vida institucional de la que cínicamente se erigen en paladines y a la que han dañado más que ningún otro desde la institución de la democracia moderna en 1983. Estos indicadores, particularmente en lo referente a la cuestión social, aluden, más que ningún otro aspecto de su estrategia discursiva, al carácter ideológico del gobierno saliente y al proyecto político que le sobrevive: el sufrimiento a gran escala y en tiempo presente de los sectores más vulnerables de la sociedad es un pequeño precio a pagar—por otros, no por ellos mismos, por supuesto—en pos del objetivo, garantizado ideológicamente, de un futuro de mercado desregulado y libre de intervención estatal, un futuro que finalmente llegará cuando la sociedad y el Estado hayan finalmente hecho lo que había que hacer.

III

La realidad política es a la vez una y muchas. Es una porque es común a todos, porque le da sentido al mundo compartido de una comunidad política. Pero también es muchas, porque este mundo compartido es plural y cambiante, siempre tercamente reorganizado por aglomeraciones relativamente estables y relativamente cambiantes de perspectivas coincidentes. El gobierno que hoy comienza tiene una tarea inmensa y, aunque parezca mentira, la parte más difícil de esa tarea no será solucionar la trampa financiera o más generalmente económica heredada del gobierno que hoy termina. La parte más difícil de la tarea que el nuevo gobierno enfrentará será la de no caer en otra trampa preparada cuidadosamente por el gobierno anterior: la trampa ideológica. Pero la trampa ideológica es una trampa de dos caras. Por un lado, el nuevo gobierno tendrá por supuesto que asegurarse que el intento de resignificación de la experiencia de gobierno intentada por el macrismo durante los últimos meses no prospere. Todo indica que esto no presentará mayores dificultades, ya que la mirada de los otros revelada durante el año electoral parece haber puesto al macrismo y a su mirada en el lugar minoritario del que sorprendentemente logró salir en 2015. Por otro lado, la trampa ideológica proviene de la lógica misma de su articulación de sentido: que el nuevo gobierno se vea tentado a responder a la camisa de fuerza ideológica del gobierno saliente con una camisa de fuerza semejante. Y, como puede verse, ambas caras son parte de una misma secuencia: el macrismo salió sorprendentemente de su carácter minoritario como resultado del aislamiento no diría ideológico pero sí sectario del gobierno anterior. Solo la repetición de ese aislamiento, creo, podría relegitimar el discurso ideológico del gobierno hoy saliente y volver a hacer que una mayoría de argentinos añoren el regreso de un proyecto político-social como el que hoy abandona el poder.

El gobierno de Macri fue la irrupción en la democracia argentina de una mirada política hasta ese entonces poco e impuramente representada en la vida política. Esa mirada, que el día de las PASO de 2019 pareció herida de muerte, comprendió que no todo estaba perdido, que una cosa era ser desplazados del gobierno y otra muy distinta claudicar en su intento por transformar de raíz el carácter plebeyo de su sociedad y el carácter redistributivo de su Estado. Esta situación fue la que el macrismo enfrentó desde aquella desconcertante noche. La primera respuesta a esta situación comenzó con la conferencia de prensa del lunes post-PASO y pretendió culminar provisoriamente con el video circulado en las redes sociales dos días antes del traspaso de gobierno. El video titulado “Momentos” es la manifestación quizás,  pero no necesariamente, involuntaria de un sentido inocultable: Macri no es solamente una persona de dinero, Macri es fundamentalmente alguien cuya mirada—algo que el video no cesa de presentarnos: Momentos es un video sobre su mirada—no puede cesar de ver la vida interpersonal a través del cristal del privilegio naturalizado. Su relación de pareja con Juliana Awada, su relación diaria con la vida doméstica, su relación con los otros en la vida social, desde Boca hasta la política nacional, su relación con el padre/patrón, su mirada de quienes disienten con su proyecto político, durante todo el relato su mirada es la de alguien que ha naturalizado una relación jerárquica con los otros, jerarquía que no encuentra otra justificación que la de un escencialismo de clase y de género: desde sus propios ojos fluye el sentido de una identidad personal basada en alguien que es ayudado por todos a seguir a su vez a flote pero a cargo, zafando pero en el poder, alguien que nadie sabe bien por qué pero tiene que seguir mandando.

La subjetividad desplegada por la última pieza comunicacional hecha pública por el macrismo antes del traspaso del poder a Alberto Fernández es la de alguien que es un privilegiado entre los privilegiados, alguien destinado, por razones independientes de todo mérito o resultado, a mandar incluso a los que mandan. El video tiene una duración de 50 minutos y durante la totalidad del mismo no hay ni una pregunta ni se oye ninguna otra voz que no sea la de Macri. El objetivo de la pieza comunicacional es evidente: confirmar, a quienes tienen una visión jerárquica naturalizada del orden social, que la argentina plebeya y redistributiva tiene un adversario a su vez “republicano” y providencial, que no pierdan las esperanzas, que aunque “tengan miedo por lo que viene” él estará allí para encabezar la defensa de “la libertad”. El sentido de la estrategia discursiva del macrismo tiene un trasfondo a su vez declamativamente republicano y veladamente temerario: nosotros somos democráticos, tolerantes, respetuosos de los otros y de las instituciones, pero curiosamente vemos a nuestros adversarios políticos como ineludiblemente deshonestos, violentos, autoritarios y como una amenaza para la libertad. No puedo seguir avanzando aquí sobre estas incertidumbres, pero la pregunta es ineludible: ¿qué idea de libertad tienen Macri y los que se ven cada más representados por su figura? En la última frase del video, Macri literalmente dice: “Nosotros somos distintos, no los vamos a dejar. No tenemos miedo, porque sabemos que somos muchos y, además, porque estamos orgullosos de lo que hemos hecho. Y tenemos que defender estos valores y eso nos tiene que dar el coraje y la fuerza para detener cualquier cosa que sea realmente autodestructiva.” Permítanme simplemente desconfiar de la idea que los partidarios más fervientes del gobierno saliente tienen tanto de la libertad como de lo que Macri llama “autodestrucción”.

 

 

Imagen de portada: León Frerrari

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