Género y sistema penal
Infraestructura carcelaria con perspectiva de género

Por Ludmila Azcue

Aportes para repensar el sistema penal en clave feminista 1

La cárcel fue concebida a partir de una mirada androcéntrica, que vulnera derechos fundamentales de las mujeres y diversidades, y que requiere por lo tanto de una crítica informada, capaz de impulsar transformaciones radicales. Ludmila Azcue presenta algunas de las críticas que se vienen señalando desde diferentes sectores (especialmente desde los feminismos), analiza ciertos hechos históricos y presentes que hacen evidente “la insensibilidad hacia las particularidades de los géneros por parte de los dispositivos de encierro y considera alternativas de transformación posibles. 

Los feminismos pusieron en crisis los estudios tradicionales sobre el sistema penal -en general- y sobre el sistema carcelario -en particular- evidenciando que estos responden a una mirada androcéntrica no representativa de la totalidad de la especie humana. Develaron que la cárcel -como institución social- fue diseñada respondiendo a las características y necesidades propias de las masculinidades en detrimento de las características y necesidades de aquellas personas que no se identifican con el género socialmente dominante. Esta insensibilidad hacia las particularidades de los géneros por parte de los dispositivos de encierro puede significar un sinnúmero de vulneraciones de derechos fundamentales tanto para mujeres como para diversidades en contextos de encierro carcelario. 

Algunos de los primeros intentos por estudiar la cárcel con perspectiva de género se centraron en aquellas vulneraciones de derechos directamente vinculadas con la condición de maternidad de mujeres privadas de libertad. A ello se suma que los informes producidos por organismos de derechos humanos sobre la situación de encierro suelen contener un apartado específico dedicado a la situación de quienes maternan en contexto de encierro. Incluso nuestra normativa de ejecución penal contempla la posibilidad de acceder a un régimen de “menor rigurosidad” para aquellas mujeres que acreditan que son madres y/o cuidan de otras personas. 

Estos primeros aportes para repensar la cárcel desde un enfoque no androcéntrico se edificaron principalmente sobre la observación de que los centros penitenciarios no suelen disponer de espacios de cuidados infantiles y/u otras instalaciones funcionales para la cohabitación con hijas/os intramuros, aun cuando la propia legislación en materia de ejecución de la pena les “concede” a las mujeres la posibilidad de permanecer privadas de libertad junto a sus hijas/os más pequeñas/os. 

Los centros penitenciarios tampoco suelen disponer de espacios diseñados en función de los intereses de las infancias y juventudes que visitan a integrantes de sus familias en contexto de encierro, lo cual dificulta el sostenimiento de vínculos familiares en ambientes cálidos y saludables a la par que desalienta que las personas privadas de libertad sean visitadas por las/os integrantes más jóvenes de sus familias -entre ellas/os, sus hijas/os-.  

Corresponde considerar que, entre 1860 y mediados del siglo XX, las cárceles de mujeres en América Latina fueron gestionadas por la Orden del Buen Pastor. Durante casi cien años, los gobiernos regionales delegaron en esta congregación religiosa el tratamiento penitenciario o “correccional” de las mujeres “desviadas”. Tanto monasterios como conventos y otros espacios eclesiásticos fueron transformados en prisiones y asilos para mujeres y niñas, y su administración fue confiada a estas congregaciones religiosas provenientes de Europa Occidental. A modo ilustrativo, puede mencionarse la Cárcel Correccional de Mujeres de Córdoba (Argentina), que compartía edificio con el Asilo de Mujeres del Buen Pastor, y que fue administrada por la Congregación del Buen Pastor de Angers (Francia) entre los años 1892 y 1910.  

Esto significó que mujeres y niñas institucionalizadas por diversos motivos permaneciesen bajo la órbita de instituciones religiosas para “purificar sus almas descarriadas”, recibiesen tratamientos fuertemente ligados con la moral católica, tuviesen que realizar tareas exclusivamente ligadas con las tareas domésticas y/o de confección de pequeñas manualidades, fuesen “reeducadas” por monjas para cumplir mandatos sociales acordes a su género. Todo ello en instalaciones que inicialmente no estaban diseñadas como cárceles de mujeres, sino que se adaptaron para cumplir tal función. Esta administración penitenciaria fue casi exclusivamente religiosa, ocupando el Estado un rol prácticamente subsidiario toda vez que su intervención se reducía al otorgamiento de un exiguo financiamiento económico que buscaba garantizar ciertas condiciones básicas para el sostenimiento de estos centros penitenciarios/religiosos  

Incorporar la perspectiva de género en la infraestructura carcelaria implica diseñar espacios físicos que posibiliten a las personas ejercer plenamente su derecho a maternar y/o paternar en contexto de encierro, aunque no se reduce exclusivamente a ello puesto que son múltiples las barreras arquitectónicas que obstaculizan el ejercicio de derechos básicos especialmente por parte de mujeres y diversidades alojadas en centros penitenciarios. Por ello, este trabajo pretende identificar diversos elementos androcéntricos en la infraestructura carcelaria que actualmente obturan el acceso a derechos fundamentales por parte de mujeres y diversidades en contexto de encierro.  

El hecho de que mujeres y diversidades representen el cinco por ciento de la población privada de libertad ha pretendido explicar que exista una menor cantidad de centros penitenciarios destinados al alojamiento de aquéllas, que sean detenidas en cárceles extremadamente alejadas de sus domicilios y/o sus redes de contención socialy que para su detención suela recurrirse a pabellones inicialmente destinados al alojamiento de quienes representan el noventa y cinco por ciento de la población privada de libertad -es decir, los varones cisgénero-. La literatura sobre el encierro carcelario expone que las prisiones, unidades o módulos de mujeres suelen contar con una menor cantidad de recursos e instalaciones de peor calidad que las de los varones debido a que dependen de prisiones masculinas, los recursos se reparten en función de las necesidades de los varones.2 

Para ilustrar este punto puede observarse la situación del Complejo Penitenciario Zona Este emplazado en el Partido de General Pueyrredón de la Provincia de Buenos Aires. Este Complejo se compone de tres unidades penales: la Unidad XV aloja actualmente alrededor de mil cuatrocientos varones, la Unidad 44 cuenta con cerca de quinientas personas privadas de libertad -entre ellas, unas veinte mujeres trans y travestis detenidas en un pabellón específico-, y la Unidad 50 aloja unas ochenta y cinco mujeres y varones transgénero. Al no gestionarse las prisiones con perspectiva de género, los recursos e insumos son divididos atendiendo a la mayor cantidad de personas alojadas en cada unidad penal. 

Entonces, sbien en la Unidad Penal 50 se encuentran alojadas personas que no se identifican como “mujeres cisgénero” y así lo manifiestan -ya sea expresamente y/o mediante sus “expresiones de género” (según lo establecido por el artículo 2° de la Ley 26.743 de Identidad de Género)-, el servicio penitenciario les otorga un tratamiento homólogo a todas las personas allí detenidas: las menciona como “internas”, las encierra en espacios físicos compartidos con mujeres cisgénero -sin ser consensuado y/o consultado, no proveyendo de los elementos de cuidado personal necesarios para el mantenimiento de características físicas que se correspondan con el género autopercibido, entre otros tratamientos penitenciarios insensibles a las particularidades genéricas 

Una de las principales manifestaciones del androcentrismo en nuestra infraestructura carcelaria se halla en el predominio de las celdas y/o duchas colectivas,3 lo que colisiona directamente contra las características, necesidades y experiencias de las femineidades. Las mujeres han sido socializadas de manera tal que suelen sentir pudor al exhibir sus cuerpos desnudos delante de otras personas -en especial, las mujeres mayores que representan una importante proporción de la población carcelaria femenina-. También se espera de ellas que “oculten” procesos fisiológicos naturales como lo es la menstruaciónexpectativa de difícil cumplimiento cuando solamente se dispone de celdas y duchas compartidas con otras personas. Especial atención requiere la situación de aquellas personas cuya genitalidad no se corresponde con el género autopercibido -tal es el caso de los varones trans alojados en pabellones femeninos-, que son forzadas a exponer sus cuerpos en espacios como duchas colectivas de pabellones integrados principalmente por mujeres cisgénero. 

Estos espacios carcelarios colectivos pueden incluso atentar contra la integridad de quienes han atravesado situaciones de violencia sexual antes y/o durante su detención. Los cuerpos encarcelados están marcados por múltiples violencias, algunas de las cuales son imperceptibles a simple vista, algunas son previas a su detención y otras son impresas en la misma. La exhibición del cuerpo desnudo frente a otras personas puede ser un episodio especialmente traumático para quienes han padecido y/o padecen violencia sexual, a la par que es un acto de violencia sexual en sí mismo (en función de lo dispuesto por el artículo 5.3 de la Ley 26.485 de Protección Integral de las Mujeres). Estos espacios colectivos también facilitan las condiciones materiales para que la violencia sexual sea ejercida contra las mujeres detenidas, ya sea por parte de otras personas privadas de libertad con las que se cohabita y/o personal penitenciario con acceso a tales instalaciones.  

Estos espacios de higiene y descanso colectivos dificultan la privacidad, particularmente necesaria para gestionar la menstruación. Suele sostenerse que para gestionar la menstruación se requiere acceder a suficientes productos para contener y/o absorber la misma, pero también instalaciones para deshacerse de los residuos e higienizar la ropa, el cuerpo y los productos menstruales reutilizables. Desde el Programa de Género y Acción Comunitaria4 se mostró que la copa menstrual es un elemento más económico, ecológico y saludable para gestionar la menstruación en las cárceles bonaerenses que las toallas descartables que escasamente provee el servicio penitenciario. Sin embargo, pensar la copa menstrual en las cárceles requiere que sean vencidas no solamente barreras económicas y culturales asociadas con su uso por ejemplo: posibilidad de invertir alrededor de mil pesos en su compra, contacto directo con la genitalidad y la sangre menstrual, sino también barreras arquitectónicas entre ellas: privacidad, acceso a agua potable, instalaciones que posibiliten la higiene 

Como adelantamos, la normativa de ejecución penal reproduce estereotipos de género al disponer que las mujeres deben cumplir con su rol de cuidadoras de otras personas aun cuando se encuentran privadas de libertad, puesto que dispone que las mujeres pueden cohabitar con sus hijas/os más pequeñas/os y les brinda la posibilidad de solicitar condiciones de encierro “menos rigurosas” cuando acreditan que son responsables de la crianza y/o el cuidado de otras personas integrantes de sus familias. En diálogo con estas “concesiones legales que refuerzan roles estereotipados de género, se advierte otra manifestación del androcentrismo carcelario como es la existencia de pabellones específicos destinados a quienes cuidan y/o a quienes son castigadas por “no cuidar”. 

Por un lado, corresponde señalar que algunas prisiones cuentan con pabellones específicos destinados al alojamiento de mujeres que cohabitan con sus hijas/os pero que la única diferencia arquitectónica está dada por la existencia de un “jardín maternal” (en los términos del artículo 195 de la Ley 24.660 de Ejecución de la Pena Privativa de la Libertad). Un estudio realizado en cárceles federales de mujeres de nuestro país muestra, por ejemplo, que las celdas de la Unidad Penal 31 de Ezeiza no reflejan la presencia de niñas/os -ni en tamaño ni en condiciones de seguridad-, y que la única particularidad es la presencia de un “jardín maternal” –el cual se encuentra alejado de los pabellones de alojamiento, lo que hace que las mujeres no conozcan el lugar donde sus hijas/os pasan varias horas del día-.  

Por otro lado, estos estereotipos de género vinculados con el cuidado son reforzados por quienes gestionan los centros penitenciarios al disponer de un pabellón específico para alojar a las “infanto, siendo éste un apelativo empleado para denominar peyorativamente a aquellas mujeres criminalizadas por conductas u omisiones vinculadas con el cuidado de niñeces por ejemplo: mujeres detenidas por interrupción de embarazo, abandono de persona, omisión de prevenir abusos sexuales sobre sus hijas/os. Quienes son alojadas en este pabellón suelen ser segregadas, excluidas de la vida social carcelaria, e imposibilitado el acceso a actividades culturales y/o recreativas con quienes se alojan en otros pabellones. 

Liliana Cabrera reflexiona que las mujeres “debemos ser buenas madres aunque estemos adentro de un penal” y que las propias mujeres privadas de libertad reproducen estos mandatos patriarcales castigando incluso físicamente a quienes han sido “malas madres”. Se sobrevalora así la maternidad y se la convierte en un proyecto de vida para diferenciarse de quienes son “sentenciadas por infanto”. Explica la integrante de la Colectiva YoNoFui: “Así tratamos de zafar de que nos cataloguen como la manzana podrida, lo anómalo, “lo no blanco” que según el resto de la sociedad es lo único que habita las cárceles, gobernado por un Servicio Penitenciario que tira a la cancha a esas mujeres, con la carátula de infanto, contando detalles de su causa y su expediente a todo un pabellón común para que los rumores crucen como reguero de pólvora los pasillos de la cárcel, en un circuito de crueldad donde serán bienvenidas para recibir la penitencia que las obligará a expiar el delito que allí no se acepta”.5 

La infraestructura carcelaria dialoga íntimamente con uno de los principales tabúes de nuestra sociedad como lo es el ejercicio de una sexualidad libre y plena por parte de las femineidades -entendiendo que las mujeres deben” mantener relaciones sexuales únicamente con fines reproductivos y castigando a aquellas que disfrutan de los encuentros sexuales-. El estudio en cárceles federales arriba mencionado indica que algunos centros penitenciarios no cuentan con instalaciones adecuadas para que las mujeres y diversidades sostengan el ejercicio de su sexualidad con personas que las visitan -las comúnmente conocidas como “visitas íntimas” y/o “visitas higiénicas-. A ello se suma que muchas mujeres continúan siendo detenidas en comisarías debido a las distancias físicas que existen entre los centros penitenciarios femeninos y los domicilios de las mujeres, y que aquéllas no cuentan con instalaciones específicas para que las detenidas puedan recibir visitas de carácter sexo-afectivo.    

Otro elemento ausente en la arquitectura carcelaria androcéntrica son los espacios diseñados para la atención de la salud de las mujeres y diversidades. Por ejemplo, la inexistencia de instalaciones físicas diseñadas para que las mujeres y otras personas gestantes accedan a partos seguros y respetados, implica que las previsiones de la Ley 25.929 de Parto Humanizado sean de imposible cumplimiento para quienes paren en contexto de encierro. En nuestro país las mujeres presas no pueden elegir ni dónde ni cómo parir así como tampoco quiénes las acompañan durante el parto, puesto que son conducidas a hospitales públicos y paren encadenadas y acompañadas por personal penitenciario.  

Estos elementos arquitectónicos que develan el androcentrismo carcelario deben ser puestos en crisis y repensados en clave feminista, en tren de evitar que mayores vulneraciones de derechos se materialicen sobre los cuerpos y las subjetividades de mujeres y disidencias en contexto de encierro, profundizando cada vez más fuertemente las inequidades sociales.  

Un aporte de cara a la deconstrucción de los androcentrismos carcelarios es la adecuación de un espacio físico de la Unidad Penal 50 de Batán, impulsada por el ya mencionado Programa de Género y Acción Comunitaria durante el 2016, con la intención de favorecer las visitas de niñas/os: se ofrece un entorno cálido y amigable que busca potenciar la vinculación con sus madres privadas de libertad, y que no convierta la visita en un evento traumático.  

Las insalubres condiciones de las cárceles latinoamericanas resultaron masivamente expuestas gracias a los reclamos de las propias personas privadas de libertad y sus familias en el marco de la pandemia mundial derivada del COVID-19. Esto colaboró, sin dudas, con la problematización del uso de la pena privativa de libertad como estrategia de resocialización de quienes despliegan una conducta prevista en nuestro catálogo de conductas delictivas. De hecho, diferentes han sido las instancias académicas convocadas para repensar la sociedad en la post pandemia y ello conduce invariablemente a repensar el futuro de la cárcel -en tanto institución social. 

Mientras avanzamos en la construcción de nuevos modos de gestionar los conflictos en términos menos violentos y/o menos lesivos de derechos fundamentales en tren de consolidar una sociedad cada vez más justa y equitativaresulta impostergable repensar los actuales modos de gestión de los conflictos mediante lógicas no androcéntricas y/o con perspectiva de género, que consideren especial y fundamentalmente las experiencias, expresiones y memorias de mujeres y diversidades en contexto de encierro.  

 


Ludmila Azcue es abogada por la Universidad Nacional de Mar del Plata, y estudiante del doctorado en Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Se desempeña como Secretaria de Extensión de la Facultad de Cs. de la Salud y Trabajo Social de la UNMdP. Integra el grupo de investigación Crítica Penal (Facultad de Derecho, UNMdP) y el grupo Extensión Crítica Feminista (Facultad de Cs. de la Salud y Trabajo Social). Es autora de trabajos sobre sistema penal y género. Correo: lud.azcue@gmail.com 

Ig: lud.azcue 


1 Estas reflexiones surgen de estudios realizados por la autora en proyectos de investigación del grupo Crítica Penal (Facultad de Derecho de la UNMdP) y experiencias de extensión en contexto de encierro desde el Programa de Género y Acción Comunitaria (Facultad de Cs. de la Salud y Trabajo Social de la UNMdP). La autora agradece a su amigo Arq. Gonzalo Velasco (graduado y docente de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la UNMdP) por sus aportes disciplinares esenciales para la elaboración de este trabajo.    

2 Bodelón, E. (2012). La violencia contra las mujeres en situación de prisión. R. EMERJ, volumen 15 (número 57). (pp. 111-129).  

3 CELS-MPD-PPN (2011). Mujeres en prisión. Los alcances del castigo. Buenos Aires: Siglo XXI. 

4 Este Programa se creó en el 2012 en la órbita de la Secretaría de Extensión de la Facultad de Cs. de la Salud y Trabajo Social de la UNMdP, y desde el 2013 trabaja junto a mujeres y diversidades privadas de libertad en la Unidad Penal 50 de Batán. 

5 Cabrera, L.  (s/f). Madres fatales. Recuperado de http://cosecharoja.org/madres-fatales/ 

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