Estado nación
La cuestión Mapuche (y la de todos nosotros)

Por Rolando Silla (CONICET/UNSAM)

La desaparición de Santiago Maldonado el 1 de agosto del presente año tras la represión de Gendarmería en la ruta 40 por una protesta mapuche en la provincia de Chubut, ha desatado un debate que no es nuevo para quienes estamos en las temáticas referentes a las poblaciones que habitan la Patagonia. Específicamente los mapuches tienen una disputa centenaria por conseguir el reconocimiento de sus territorios, usurpados por los Estados argentino y chileno. La cuestión de los terratenientes privados, empresas petroleras, mineras y emprendimientos de desarrollo turístico en gran escala agrava el problema (y en rigor no solo para los mapuches, sino para todos los que allí habitan).

Hace por lo menos una década que los hoy denominados pueblos originarios están denunciando, sin mucho éxito, la usurpación de tierras, represión y muerte. Y no solamente en la Patagonia. Recordemos las decenas de denuncias de los qom en Formosa, el pedido por el referente wichi Agustín Santillán o la prisión ilegal de Milagro Salas en Jujuy, perseguida por adherir al gobierno anterior pero además, y al parecer con mayor ensañamiento que a otros dirigentes kischneristas, por ser indígena. En síntesis, la represión y la expulsión de poblaciones indígenas y campesinas no es monopolio del actual gobierno ni del neoliberalismo; y ningún gobierno, más allá de su ideología, ha sabido, o le ha interesado, realmente lidiar con los pueblos originarios. En el mejor de los casos, los gobiernos han pensado que son simplemente una parte más de los sectores subalternos. Los han reducido a un problema de clase, pensando que con dar derecho mínimo – y aún en los mejores gobiernos fue mínimo – a la salud, la educación y la vivienda, el problema estaba resuelto. No han tenido en cuenta que la cuestión indígena es más que eso: es el reclamo de territorio por un lado, pero es también la demanda de la posibilidad efectiva de desplegar una forma particular de vida, no necesariamente igual a la del resto de la población. Esto no los hace tradicionales.

 

Es erróneo reducir la cuestión de los Pueblos originarios a una cuestión de clase y, en el caso de la represión, a una cuestión Universal de Derechos Humanos. La variable étnica tiene su propia especificidad, y si refiere a conglomerados de población que son pre-existentes a los Estados – nación (nótese que estoy diferenciando al Estado de la nación) requiere una especificidad aún mayor. Por ejemplo, los gitanos, de origen europeo pero que habitan el territorio argentino, también tienen una especificidad étnica – y también requieren de una política propia – pero no son equiparables a mapuches, qom o tehuelches, ya que los primeros no son una población preexistente. Por otro lado, cada pueblo originario tiene su propia especificidad. Ninguno tiene las mismas demandas, las mismas necesidades, las mismas formas de existencia y de pensar el pasado, de vivir el presente y de proyectar el futuro. Sí, vivimos en un territorio particularmente grande y de una gran diversidad social y cultural. Es que el problema de los pueblos originarios – y lo que aquí asevero no sólo es válido para el caso argentino sino para toda América – refiere al propio estatuto y conformación de los Estados nación. Lo que está en crisis es la visión nacio-céntrica de los problemas de identidad; y todos debemos hacer frente a esa cuestión, de la cual solo un par de países de la región – Bolivia y Ecuador – han avanzado de forma seria en pensar alternativas y al plantear la posibilidad de Estados plurinacionales (observen nuevamente la distinción entre Estado único y naciones múltiples) y se han colocado así en la vanguardia con respecto al tratamiento de esta cuestión. Lo que han comprendido, pensado y están desarrollando específicamente es la posibilidad de concebir y vivir en un territorio en dónde el aparato burocrático-institucional (el Estado) sea uno, pero las naciones (con sus territorios, sus particularidades de existir) sean muchas. Claro que esto incide sobre el propio Estado, que ya no puede aplicar sólo una política para todos los grupos. Porque lo que las demandas indígenas cuestionan es la propia noción de unidad y de igualdad. Para estar unidos ¿tenemos que ser todos iguales?

Se trata de una crisis muy dura para los argentinos. El proyecto de unidad se consolida a partir del llamado Estado Moderno. Como sabemos éste se desarrolló a partir de la denominada generación del `80. Para que se consolidara debió antes acontecer la derrota del Paraguay en la Guerra de la Triple Alianza y posteriormente de los caudillos criollos del interior y los lonkos de la Pampa y la Patagonia, así como la ocupación del Chaco. El agente movilizador de esta serie de acontecimientos puede centrarse en el accionar de las elites del puerto de Buenos Aires. Se da inició con ello al proceso de ascenso y consolidación de la, aún vigente, hegemonía porteña. A mi entender, este nuevo período se caracterizará por cobijar la de idea de que la Argentina, para desarrollarse, para ser moderna, debe asimilar a toda su población a un territorio, una lengua y una religión. La población en su conjunto debía compartir valores culturales similares. Tal asimilación se efectuó tanto con los contingentes de inmigrantes europeos y asiáticos que arribaron entre finales del Siglo XIX y mediados del XX como con indígenas y campesinos del territorio preexistente, a partir del accionar de  instituciones de diversa índole, entre las que podemos destacar, el servicio militar obligatorio, la escuela o el higenismo. Quienes resisten el nuevo entramado normativo serán nominados, de aquí en más, enemigos internos o, como en el caso de los mapuches, enemigos externos e invasores. Así el invadido se convierte en invasor.

 

Ahora bien, lo que ha perdido vigencia  para los pueblos originarios (y para muchos de los que no somos originarios) es este ideal de unidad y de asimilación, del cual la noción de crisol de razas es su principal herramienta: concebir que venimos de diferentes lugares pero que todos terminamos amalgamándonos en una unidad, la de los argentinos. Frente a esta ideología central de la nación, que excede tanto el liberalismo como el populismo, el desafío actual será bosquejar  nuevas formar de habitar. Debemos animarnos a concebir nuevos modos de organización de nuestra convivencia dirigidos a erigirse en alternativas que vuelvan sustituible el actual Estado nacional único; régimen que, en rigor de verdad,  no alcanza en nuestro territorio los doscientos años de antigüedad. Nuestra historia detenta un recorrido de mayor extensión. En el Cono Sur existen asentamientos humanos de cazadores recolectores que datan de finales del Pleistoceno, luego nuestro territorio y población fue anexado como fracción subordinada de un imperio, sin embargo un importante número de grupos indígenas mantuvieron su independencia relativa – como los actuales mapuches -, luego y durante buena parte del siglo XIX, se conformó una Confederación, en la que los diferentes caudillos criollos provinciales – más los lonkos  de la Pampa y la Patagonia – pactaban sus formas de gobernabilidad; y recién hacia fines del Siglo XIX adviene a nuestro territorio como modo de organización hegemónica la República.

Pero no estoy proponiendo un retorno al pasado, ni de la población argentina en su conjunto ni de la población mapuche en particular. Lo que ocurrió entre los Siglos XVIII y XIX en las extensísimas regiones que conocemos como la Pampa, la Patagonia y la Araucanía es de una complejidad tal que su explicación excede las posibilidades de este artículo. Digamos de modo sumario que, a causa de las olas invasora españolas que ingresaron desde el norte del continente y se dirigieron desde  el Altiplano hacia el sur del Pacífico a partir del siglo XVI; los grupos autóctonos cruzaron la cordillera de los Andes hacia el oriente por motivos de seguridad frente a los invasores y de búsqueda de caballos para la guerra con estos. En esta migración se mezclaron, pacíficamente o por la guerra, con los indígenas del Atlántico. Al cruzar la cordillera (del actual Chile a la actual Argentina) difundieron su lengua, vestimentas y rituales mágico-religiosos. Lo hicieron sobre un territorio muy amplio y poblaciones diversas. Así, durante el siglo XIX existieron fuertes alianzas entre mapuches de un lado y del otro de la cordillera. Esto les permitió una gran capacidad de negociación, primero con los españoles y luego con los gobiernos argentino y chileno.

Ahora bien, los que hoy se denominan mapuches ¿provienen originariamente de Chile? ¿son chilenos? La pregunta es un tanto capciosa – es como preguntar si los Kollas son invasores peruanos ya que en algún momento de la historia fueron parte del imperio Inca que tenía su sede central en Cuzco. Pero evitarla no soluciona nada. Porque si bien es una cuestión ya saldada en el mundo académico no lo está en el sentido común. Voy a intentar responder fácilmente. Primero, la región que se comprende entre la Cordillera de los Andes y el Pacífico fue denominada, probablemente incluso antes de la llegada de los españoles, como “Chile”. Pero este es un toponímico, el nombre de una región, no el de un Estado nacional. Como anteriormente anuncié, hacia mediados del Siglo XVIII las poblaciones autóctonas de un lado y del otro de la Cordillera se habían fusionado y controlaban lo que hoy es la Pampa, la Patagonia norte y la Araucanía. Si habían nacido del otro lado de la Cordillera y venían para este lado decían que venían de Chile y que eran chilenos; si iban desde aquí para el Pacífico allí decían que eran de las pampas. Pero estos eran toponímicos de regiones que ellos controlaban, política, militar y económicamente. Cuando los criollos del pacífico se independizan de España también se denominan chilenos y llaman a su país República de Chile – y recordemos que durante la colonia se llamó también a esa región Capitanía de Chile. Pero como espero quede claro, no es lo mismo Chile toponímico de una región controlado por los que hoy denominaríamos Pueblos originarios que República de Chile, un Estado nación creado principalmente por criollos, al igual que nuestra República Argentina.

 

Es preciso resaltar: los pueblos originarios también cambian, también tienen historia, no son grupos humanos estáticos. Por ello no es lo mismo un indígena del Siglo XVIII que uno actual, como tampoco se podría decir que yo vivo de manera similar a la que vivía mi abuelo. Eso no significa que no reconozca a mi abuelo como mi antecesor, como algo a lo que estoy unido.

Vayamos a otra de las discusiones que también están saldadas en el mundo académico pero no en el sentido común: si los actuales mapuches son otra cosa diferente a la del pasado podríamos alegar que no tienen derechos diferentes a los nuestros. ¿Cuál es entonces la diferencia entre ellos y por ejemplo yo, descendiente de bisabuelos italianos que arribaron a la Argentina hacia 1870? La diferencia es que, si yo me remonto a mis antepasados, los voy a encontrar fundamentalmente en Europa, aunque hoy me sienta americano, porque de hecho mi familia hace más de cien años que está aquí. Ahora bien, con seguridad los primeros pobladores americanos que llegaron a esta región hacia finales del Plesitoceno – hace más de 12000 años – no se denominaban mapuches y su forma de vida no era igual a la de los pueblos originarios actuales; pero con seguridad también un mapuche actual puede alegar, y con fundamento, que desciende de esas primeras poblaciones: su línea de descendencia es preexistente a los Estados nación actuales.

Aunque sumariamente, hemos tratado de discernir el pasado. Ahora hablemos del futuro, porque debemos asumir que los mapuches son un proyecto futuro. Parafraseo aquí la frase del etnólogo brasileño Eduardo Viveiros de Castro quien dice que “la indianidad es un proyecto de futuro”. Tomando esta idea y trasladándola a la cuestión mapuche considero que debemos priorizar el futuro de los mapuches – así como el de todos nosotros – y no el pasado. Los mapuches no son un resabio del pasado, coterráneos  que desean vivir como antes. Por el contrario, son nuestros contemporáneos, tan modernos como nosotros, solo que tal vez no conciban qué es ser moderno de la misma manera que nosotros. Nadie tiene el monopolio de la modernidad, y no existe sólo una forma de ser moderno. Los intelectuales mapuches están reconstruyendo su pasado para proyectar su futuro, al igual que nosotros. Y no hay por qué entender esto en la clave de un falso constructivismo, pensando que cada cual puede inventar su pasado para fundamentar cualquier arbitrariedad. Volviendo a parafrasear a Viveiros de Castro, creo que es mapuche quien se dice mapuche, pero también quién puede sostenerlo, ante él mismo y ante los demás a través del tiempo y de su propio actuar. Los mapuches están hurgando en su pasado, viviendo un presente duro y planeando su futuro, que esperemos sea más promisorio. Proyectar un futuro implica analizar posibilidades alternativas de existencia y de organización, de la cual un Estado nación no tiene por qué ser la única forma posible. Tenemos la obligación de respetar sus proyectos. Porque, además, las nuevas alternativas que ellos formulen podrían servirnos para nosotros pensar también nuevas opciones. Y es que tenemos que imaginar, proyectar y experimentar en una región en la cual quepamos todos, no solo los argentinos, no solo los mapuches; y menos aún, no un territorio en el que solo hagan negocios los terratenientes y unos pocos brokers financieros. Este proyecto implica inevitablemente replantearnos aquello que programó la generación del `80 para nosotros y abandonemos el principio de asimilación, de Estado nación único y uniforme. Si no hacemos esto, los tradicionales, los atados al pasado, no serán los mapuches sino los argentinos.

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