Dossier especial "La democracia argentina"
La democracia por venir

Por Eduardo Rinesi (UNGS-UNC), Gabriela Rodríguez Rial (CONICET/UBA), Alejandro Kaufman (UBA-UNQ), Cecilia Abdo Ferez (CONICET/UBA-UNA) y Martín Plot (Idaes/Unsam-Conicet)

  • Golpe a golpe, Eduardo Rinesi (UNGS-UNC)
  • Transición eterna a quien lea estas páginas, Gabriela Rodríguez Rial (CONICET/UBA)
  • Para un estatuto analítico de la democracia realmente existente, Alejandro Kaufman (UBA-UNQ)
  • “Una alternativa sana de poder”, Cecilia Abdo Ferez (CONICET/UBA-UNA)
  • La mentira en política, Martín Plot (Idaes/Unsam-Conicet)

Golpe a golpe

Por Eduardo Rinesi (UNGS-UNC)

Para Rocco Carbone y Leo Eiff, para seguir conversando.

La palabra “democracia” viene dominando el terreno de las discusiones teóricas y políticas en América Latina desde el fin de las dictaduras de los años 70 del siglo XX hasta hoy mismo. Por supuesto, la democracia se dice de muchas maneras, y los modos en los que la hemos dicho entre los años de la “transición” y los de los populismos latinoamericanos más recientes han sido muy diversos: en la región y en la Argentina se ha pensado la democracia, sucesivamente, como el nombre de un cierto tipo de orden durante los años de las dictaduras, como una utopía de la libertad durante los años que siguieron, como una rutina institucional durante la última década del siglo pasado, como un espasmo participativo durante los meses en los que, en nuestro país, una fuerte movilización popular consiguió sepultar la experiencia de aquellos gobiernos “neoliberales” y abrir un tiempo nuevo y como un proceso de ampliación de libertades y derechos durante los tres primeros lustros de este siglo.

Después, el triunfo electoral de la derecha introdujo una primicia en relación con los posibles significados de la palabra “democracia”. No me interesa reponer las discusiones que tuvimos en torno a la fórmula “nueva derecha democrática”: me quedo con la idea de Leonardo Eiff de que el fervor por calificar como “democrática” a esta derecha que nos gobernó estos años parece haber sido menor dentro de sus propias filas que entre los politólogos necesitados de que esa derecha fuera democrática para que pudiera ser un objeto legítimo de sus disquisiciones, incluso al costo de reducir el significado de la palabra “democracia” a la constatación de que un “equipo” que no parecía estar, y que en efecto no estuvo ni un poquito, preocupado por garantizar (ni mucho menos expandir) las libertades y los derechos de los ciudadanos había llegado al gobierno del Estado a través del voto popular. Nunca antes, desde el inicio del ciclo de la “transición”, la palabra “democracia” había querido decir tan poco.

Como fuera, ese poco que todavía quería decir era lo que permitía establecer una diferencia, que nadie podía considerar menor, entre la experiencia del cada vez más gritonamente autoritario gobierno de la “nueva derecha democrática” argentina y algunas otras experiencias que desde hace unos cuantos años empezaron a conmocionar a toda la región, y que consistieron en el desplazamiento, por vías diversas que, con todo, buscaban guardar por lo menos parcialmente las formas institucionales, de algunos líderes populares que habían sido elegidos por sus pueblos y que venían desarrollando políticas progresistas y avanzadas: el presidente Zelaya en Honduras, el presidente Lugo en Paraguay, la presidenta Rousseff en Brasil, en todos los casos a través de procedimientos que escondían mal el espíritu destituyente de los actores que los pusieron en marcha, por mucho que estuvieran previstos, de un modo u otro, en las leyes de sus países.

En Brasil, al escandaloso “impeachment” a la presidenta se agregó la arbitraria detención del anterior presidente “Lula” da Silva, que de este modo quedó injustamente alejado del proceso electoral que completó toda la opereta. Mientras tanto, no solo la desquiciada retórica del presidente Bolsonaro, sino la orientación efectiva de sus políticas, expresan un autoritarismo que hacía muchas décadas no campeaba con tanto desparpajo en el Brasil ni en la región. No deja de ser inquietante, y revelador de una profunda comunidad de ideas y valores, que presidentes de derecha elegidos por sus pueblos (y elegidos por sus pueblos en elecciones libres, no en elecciones en las que se hubiera proscripto al candidato mayoritario), que presidentes, entonces, de derecha “democrática”, se hayan apurado, como lo hizo el presidente Macri, que fue el primero de todos, o el presidente Piñera, de Chile, a reconocer y a saludar al ilegítimo presidente del Brasil.

Por lo demás, los gobiernos de estos dos últimos países desplegaron un conjunto de políticas de ataque sistemático a las libertades y a los derechos con cuya defensa y promoción solemos asociar, en usos menos amarretes de la palabra, a la democracia. En la Argentina la represión a la protesta popular alcanzó niveles de brutalidad e ilegalidad inimaginables poco tiempo atrás. En Chile, hemos visto últimamente recrudecer la violencia ejercida desde el aparato del Estado contra las más notables manifestaciones de protesta que se hayan desarrollado allí en el último medio siglo. Así, nuestros gobiernos avalaron los procesos de derrocamiento y proscripción de los líderes populares en otros países de la región y violaron las libertades y los derechos de los ciudadanos de sus propios países. “Sin embargo…” ¿Sin embargo qué? Sin embargo, se nos repetía, habían sido elegidos por el voto popular: con eso parecía bastar para calificarlos como “democráticos”.

Por eso, podría uno preguntarse si acaso tiene sentido seguir insistiendo con la palabra “democracia”, que puede utilizarse para nombrar experiencias, ideas o gobiernos tan extraordinariamente diferentes entre sí. ¿Vale de algo una palabra que puede calificar, consignados dos o tres matices, o indicados sus distintos significados, oscilantes en el tiempo, tanto al gobierno de Raúl Alfonsín como al de Cristina Fernández o al de Mauricio Macri? ¿Es interesante el ejercicio de especificar, en todo caso, cual aplicados practicantes de la “conceptual history” (módicos Reinhart Kossellecks de las pampas, entusiastas Quentin Skinners del subdesarrollo), que entre tal año y tal otro la palabra “democracia” sirvió para decir tal cosa, que después vino a querer indicar tal otra, y que después…? ¿No deberíamos más bien abandonar de una vez esa palabra y las discusiones sobre esa palabra y recuperar otras, que en nuestro entusiasmo democrático de las últimas décadas quizás hayamos olvidado?

Entre ésas, mi amigo Rocco Carbone ha destacado la importancia y el interés de la palabra “socialismo”. Ciertamente, como dice Rocco con razón, esta palabra había movilizado mayores entusiasmos, antes de las dictaduras, que la palabra “democracia”, que se volvió la voz de orden de nuestras discusiones teóricas y políticas después de ellas. Después de esas dictaduras, en efecto, la centralidad de la palabrita “democracia” obligó a quienes en años anteriores habían sostenido la bandera de la otra, “socialismo”, a preguntarse por la relación entre lo que nombraban una y otra. La historia de esa discusión ocupa un lugar no despreciable en ciertas zonas de la izquierda intelectual argentina y latinoamericana de fines del siglo pasado, donde se conversó mucho sobre esta cuestión, sea para decir que había que abandonar el socialismo y abrazar la democracia, sea para sugerir que la democracia era el verdadero nombre que debía adoptar un socialismo que hubiera aprendido las lecciones de la historia.

Del socialismo a la democracia, entonces, incluso sin tener que abandonar del todo el primero de esos nombres como saludo a una cierta identidad o como recuerdo de una cierta tradición. De los escritos del investigador italiano Pasquale Serra aprendemos a preguntarnos si acaso ciertas específicas modulaciones de esa tradición (por ejemplo: ciertos específicos modos de leer a Gramsci entre los intelectuales cuyas biografías transitan por el andarivel que va de Pasado y Presente a La Ciudad Futura, y que Serra opone al modo de leer a Gramsci de nuestro amigo y maestro Horacio González) no contenían ya, desde el inicio, el impulso hacia una deriva no solo “democrática”, sino más precisamente democrático-liberal, de todas esas discusiones, que pudieron terminar en la adhesión a un liberalismo político liso y llano en el que la palabra “socialismo” ya solo funcionaba como el retintín lejano de la pertenencia a una identidad que había abandonado todas las notas que alguna vez la habían distinguido.

En cambio, observa Rocco, y justo contra esta asimilación del socialismo a la democracia liberal, el siglo XXI asistió en América Latina a la vuelta al ruedo de la palabra “socialismo” en un sentido reivindicativo y fuerte en dos experiencias muy potentes: la del “Socialismo del siglo XXI” en Venezuela y la del Movimiento al Socialismo en Bolivia. Entonces, ¿no deberíamos, más que seguir dando vueltas sobre la palabra “democracia”, volver sobre las posibilidades que trae consigo esa otra palabra, que en su momento la dinámica política de la región había dejado atrás con demasiada prisa? A esto querría responder dos cosas. La primera es que sí: que por supuesto que me parece de lo más interesante e importante retomar la palabra “socialismo”, o estudiar el modo en que lo han hecho esas experiencias, para pensar, contra los modos más pasteurizados y pobres de recuperación del legado que esa palabra trae consigo, modos más interesantes y más potentes de pensarla.

La segunda es que haciendo esto no nos desplazaríamos del ejercicio de tratar de precisar los distintos sentidos de una palabra al suelo firme de una lengua política en la que por fin cada palabra tendría su significado verdadero, sino del esfuerzo por precisar los significados de la palabra “democracia” a los esfuerzos por precisar los de la palabra “socialismo”, que ni en Venezuela ni en Bolivia parece haberse usado en un sentido que podamos suponer evidente. Por lo pronto, ni en Venezuela ni en Bolivia hubo una socialización de los medios de producción ni una superación de las condiciones de producción capitalistas, y eso vuelve difícil hablar, en un sentido más o menos propio, de ningún “socialismo” en ninguno de esos dos países. Lo que en ambos casos se nombró con esa palabra fueron más bien ciertos modos de organización política, ciertas formas de estímulo a la participación popular y comunitaria, cierta transformación en los criterios de legitimidad de los gobiernos. Es decir: cierto tipo de democracia.

En otras palabras: que lo que los dirigentes de las importantísimas experiencias venezolana y boliviana de los últimos quince o veinte años han puesto bajo el nombre de “socialismo” es un conjunto de posibilidades de nuestras democracias políticas cuando éstas asumen una orientación avanzada y un formato de fuerte base popular, y que si es interesante –como yo creo que sin duda lo es– el estudio de las posibilidades que abre el uso de la palabra “socialismo” en la presente coyuntura latinoamericana es porque lo que esa palabra hace es ampliar las exigencias que podemos tener hacia nuestras formas democráticas de convivencia, que no tienen por qué ser tan mezquinas como vienen siéndolo en materia de distribución del ingreso y de lucha por mayores niveles de igualdad y de justicia ni consistir apenas –como se pretendió cuando se usó la palabra “democracia” con menos exigencias– en el respeto a un conjunto de procedimientos o en la elección de las autoridades a través del voto popular.

Entonces: la palabra “democracia” parece cubrir hoy, en América Latina, un amplio campo de posibilidades entre los gobiernos de los que apenas puede alegarse, a favor de su condición de democráticos, que han sido elegidos por el voto de los ciudadanos (aunque después desplieguen políticas ferozmente antipopulares, aunque después se apuren a avalar los modos en los que en otros países de la región se tumban gobiernos populares, aunque después se nieguen a llamar golpes a los golpes), y los gobiernos que, calificando como “socialistas” a sus programas, han impulsado el desarrollo de formas políticas de amplia base popular, alentado la participación de los ciudadanos y de las comunidades en los asuntos públicos e incorporado al pueblo, de mil modos distintos, a la vida política de sus países. Lo que hoy nombra la palabra “socialismo”, en esas dos experiencias políticas tan interesantes, es una de las posibilidades más potentes para las democracias de nuestra región.

En el momento en que escribo estas líneas, el golpe de Estado en Bolivia busca todavía su propia legitimación y avanza con dificultades en medio de una fuerte resistencia popular. Como sea: se trata de un golpe de Estado clásico, con el Ejército en las calles y reclamando al presidente su renuncia, y con un clima general de violencia desatada y de represión durísima a las expresiones populares de apoyo al gobierno elegido por la ciudadanía, que ciertamente no se detuvieron después de la renuncia, acompañada de un llamamiento al cese de la barbarie, del presidente Morales. Este golpe de Estado (que difiere entonces, por estas características, de los de Honduras, Paraguay, Brasil) es el primero de este tipo después de los que poblaron América Latina de dictaduras en los años 70 del siglo pasado, y en ese sentido hay o podría haber en él algo de la evidencia de un “fin de ciclo”, o del fin de una era de democracias políticas que se había instalado después del fin del ciclo de dictaduras anteriores.

Vale la pena señalar, sobre la cuestión de la democracia y sus significados, la novedad que representa el hecho de que quienes protagonizaron o apoyaron ese golpe hayan podido pretender que lo hacían, que el golpe mismo se desarrollaba… ¡en nombre de la democracia!: La palabra “democracia”, al mismo tiempo que las instituciones, las libertades y los derechos con los que la asociamos son destruidos con una saña con la que hay que retroceder muchas décadas para encontrar un parangón, pasa a indicar, como cuando la usaban los militares golpistas de los años 70, una forma del orden, del que se ha extirpado cualquier vestigio de insolencia plebeya. Así, hasta el último límite (el que permitía decir que un gobierno antipopular podía ser democrático porque había sido votado por el pueblo) ha caído: en las últimas semanas hemos oído celebrar la destitución de un gobierno votado por el pueblo en nombre de la democracia. ¿Queríamos “significantes vacíos”? Ahí está: “democracia”. Más vacío, imposible.

¿Y entonces? ¿No deberíamos dejarnos de macanas y abandonar (la discusión sobre las distintas valencias de) la palabra “democracia”, que puede ser usada, desde la teoría a la política y desde la izquierda a la derecha, en tantos sentidos incluso contrapuestos? Yo creo que no. Los significantes vacíos lo están para hacernos posible luchar por ellos, y el significante “democracia”, vacío como está entre nosotros, sigue teniendo sin embargo una connotación positiva que hace necesario, política y no solo académicamente necesario, luchar por él. Seguir luchando por él: igual que anteayer no queríamos regalarle el significante “democracia” a los liberales, igual que ayer nomás no quisimos regalárselo a los conservadores, hoy no debemos regalárselo a los golpistas. Que es justo a quienes, en el inicio mismo del ciclo abierto con el fin de las últimas dictaduras, les sacamos ese significante de una vez, y (yo espero: yo creo, en todo caso, que vale la pena seguir discutiendo para que sea) para siempre.

En este sentido, me parece interesante la insistencia de Alberto Fernández en reivindicar la figura de Raúl Alfonsín. Porque en la figura de Alfonsín se condensan, en relación con los temas de esta discusión, dos cosas: una, la terminante oposición entre democracia y dictadura. Entre democracia y usurpación. Entre democracia y golpe. En el interior del primer término de estos pares, las opciones que se abren para la presidencia de Fernández son muy amplias: puede ser que el presidente entrante termine revelándose un demócrata liberal más cercano al polo “democracia = reglas de juego” o un demócrata participativista más cercano al polo “democracia = socialismo del siglo XXI”. O también, seguramente, que termine ocupando algún punto intermedio entre esos dos “tipos ideales”. Pero hay una cosa que la referencia a Alfonsín quiere decir y es que la democracia no tolera la violación de la voluntad del pueblo, y en este contexto regional semejante cosa no me parece menor.

Lo otro que la figura de Alfonsín condensa es la tensión entre esas dos posibilidades que yo esquematizaba recién nombrando como dos polos una alternativa más liberal-representacionalista y otra más popular-participativista. El debate es viejo como la historia misma de la democracia en nuestros países. El alfonsinismo y el kirchnerismo (para mencionar las dos experiencias más recuperables de estos años argentinos) coquetearon con la idea de participación y acaso buscaron alentarla, pero a ambos los terminó ganando su propia propensión más bien jacobina, y el grado en que lograron construir una democracia efectivamente participativa fue menor al que hoy necesitamos. Ojalá sepamos encontrar el mejor conjuro a la amenaza que representa el avance de las derechas golpistas y neo-golpistas en toda la región en el aliento a formas de participación popular deliberativa y activa que vuelvan a nuestras democracias más estables y más fuertes.


Transición eterna a quien lea estas páginas

Por Gabriela Rodríguez Rial (CONICET/UBA)

A la memoria de mi madre que era tan valiente que miró al miedo de frente

Cada diez de diciembre, aunque no sea una fecha celebrada en el calendario oficial de las efemérides, es imposible evitar la evocación. Pero ¿qué evocamos? ¿El retorno a la democracia de 1983?; ¿El nacimiento de un régimen político radicalmente nuevo?; o ¿El fin de la dictadura y del miedo visceral que esa experiencia produjo en tres generaciones de argentines? Más allá de los recuerdos y traumas que todavía atraviesan la historia de la Argentina reciente, hay una memoria político- institucional del proceso político que empezó hace treinta y seis años en diciembre. Por ello, desde 1983, según el gobierno y el momento democrático en que nos encontrábamos, el diez de diciembre se evocó, festejó y olvidó.

Durante la primavera alfonsinista cada diez de diciembre era una fiesta cívica, la fiesta de la democracia. Sin embargo, mi memoria personal se choca con esta representación oficial. Mis padres, peronistas renovadores, una más setentista que el otro, nos llevaban a mi hermana y a mí, niñas de primaria y jardín, a festejar la democracia el diez de diciembre a la plaza de los Dos Congresos y una vez, creo que fuimos a Plaza de Mayo. En el año 1986, no puedo recordarlo absoluta certeza, me atreví a preguntar: “¿por qué si es la fiesta de la democracia, no hay nada del peronismo?” Mi mamá, la más sabia de todos nosotros, me miró y se rio mientras de fondo se escuchaba “somos la vida, somos la paz”. Ese y otros cánticos remitían a la juventud radical como las banderas moradas predominaban por doquier. Y casi todos los presentes llevaban boinas blancas en su cabeza. Mi padre, que es muy institucionalista, quizás porque fue un joven comunista, respondió con severidad: “porque ellos ganaron las elecciones, pero la democracia es de todos y nosotros tenemos que estar aquí porque somos parte de lo mismo”. Hoy podría decir que lo que entendí en ese entonces era que la evocación del diez de diciembre como un momento fundacional de la democracia argentina que (re)nacía en 1983, era a la vez una fiesta cívica y un acto político partidario. En ese momento, lo entendí parecido pero lo dije diferente. Cuando al día siguiente vi al único compañero peronista (militante y con conciencia) de la escuela nro. 8 Distrito escolar primero de la CABA, mi amigo Guillermo, le conté lo qué pasó y le comenté: “aunque era un acto radical, los peronistas también estábamos invitados a festejar la democracia”. Cabe aclarar que entre 1987 y 1989  la antinomia escolar que competía a la par de River-Boca era radicales vs peronistas, alfonsinistas vs cafieristas. Con la llegada del menemismo y la adolescencia nuestras fidelidades cambiaron para volverse a enamorar del peronismo después del 2003. Pero, esa es otra historia. En todo caso, la semana santa de 1987 nos encontró a todos unidos en la plaza defendiendo a la democracia contra un, por suerte, fallido, golpe militar. Entonces, comprendí, y lo digo con pesar porque no me gusta admitirlo, que mi padre tenía razón.

Durante el menemismo el diez de diciembre fue una fecha olvidada. Quizás porque la transmisión del mando se había adelantado seis meses en 1989 y porque un mismo presidente se sucedió a sí mismo en 1995. Ya no se evocaba oficialmente el diez de diciembre de 1983 como un momento fundacional de la nueva argentina. Este silencio continúo en los años de la Alianza, aunque Fernando de la Rúa haya asumido el gobierno un diez de diciembre de 1999, hace ya veinte años. Pero llegó otro diciembre que se impuso con sonido y furia, uno en el que los jóvenes de entonces vivimos en peligro. En  diciembre 2001, aunque el  día diez había pasado prácticamente desapercibido, se produjo un hecho que la Ciencia Política tuvo que explicar con el arsenal conceptual que hasta entonces tenía: un gobierno se derrumbó, con consecuencias sociales e institucionales gravísimas, pero el régimen democrático no se quebró. Lo que en otra coyuntura histórica hubiera producido lo que Juan Linz llamó –aunque pensándolo mejor seguramente lo tradujeron mal-la “quiebra de las democracias” no sucedió. El régimen sobrevivió a múltiples cambios de elencos gubernamentales hasta que la ley de acefalía consagró presidente a un ex gobernador bonaerense, Eduardo Duhalde. Duhalde fue el único caso de un ex gobernador de la provincia de Buenos Aires que llegó a la presidencia de la Nación desde 1868. Pero como su consagración presidencial fue sin elecciones mediante puede decirse que la maldición: “quien gobierna la provincia de Buenos Aires no llega a la presidencia” sigue vigente. Poco menos de un año y medio después del 20 de diciembre de 2001 se convocó a elecciones, y llegó al poder ejecutivo, un presidente esperable, un gobernador de una provincia periférica y peronista- pero, inesperado: Néstor Carlos Kirchner.

En los primeros años del kichnerismo, cuando estaba construyendo épica, el diez de diciembre no significó mucho. Néstor Kichner fue electo un 27 de abril y asumió un 25 de mayo como Héctor Cámpora en 1973. Con Cristina Fernández de Kirchner el diez de diciembre recobró cierta centralidad como el día en que un gobierno terminaba y empezaba otro, primero del mismo signo político (2007), luego en manos de la misma persona (2011). Se trataba de una fecha más bien burocrática, aunque la asunción de 2007 tuvo cierta pompa similar a los discursos de apertura de sesiones del primero de marzo ante la asamblea legislativa y también fue un momento de felicidad familiar que sería recordado una y otra vez tras la muerte de Néstor Kirchner, el 27 de Octubre de 2010. En 2015 hubo un conflicto -más propio de un vaudeville que de una tragedia- el presidente electo y la presidenta saliente no se pusieron de acuerdo en cómo y en dónde debía producirse el traspaso del mando y- por ese motivo, hubo un presidente interino- el presidente provisional del Senado-que se hizo cargo de ungir al nuevo mandatario. Este hecho, que algunos politólogos, sin razón, siguen juzgando como un severo atentado a la institucionalidad más riesgoso para el Estado de Derecho que la persecución judicial de los opositores, se transformó en una anécdota en 2019. Tampoco mañana el presidente saliente pondrá la banda presidencial al electo, sino que lo hará la vicepresidenta que lo acompañó en la fórmula ganadora el 27 de octubre.

En los años de la alianza Cambiemos el diez de diciembre no fue parte de la efemérides oficialistas. Esta situación no deja de extrañar, si se piensa que el partido radical es un miembro importante de esta coalición político electoral y que su presencia no fue desdeñada a la hora de calificar, tanto en el campo político como en el académico, como derecha democrática al gobierno de Mauricio Macri y sus socios. Algunos analistas dicen que Propuesta Republicana mira al futuro y no al pasado, como una especie de rechazo o espejo invertido del historicismo kirchnerista, o más bien cristinista. Pero, el anti-historicismo macrista no es del todo cierto. El macrismo tiene otros fanatismos históricos: los emprendedores alberdianos y “la revolución libertadora” reemplazan a los héroes de mayo de 1810 que tanto fascinan a Cristina Fernández de Kirchner. Tampoco Macri se olvidó del todo de 1983 cuando, tras el triunfo en las elecciones de medio término de 2017, se propuso construir el nuevo relato para seguir “cambiando la Argentina” y habló de Alfonsín:

El destino elegía al doctor Alfonsín para comenzar lo que hoy viene siendo el período más extenso de nuestra democracia, pero estamos aquí por todas las deudas que todavía tenemos a pesar de todas estas décadas (…). Confirmamos que empezamos un nuevo tiempo, que ya no aceptamos más ‘el no se puede’ que tanto daño nos hizo durante décadas, confirmamos que queremos desafiar el dogma melancólico y desesperanzado que cree que lo mejor sucedió en el pasado.

Así comenzaba el discurso que Macri dio en el Centro Cultural Kirchner para sus aliados el 30 de Octubre de 2017. Inmediatamente después de la reivindicación de la historia reciente, el entonces presidente invitaba a los presentes y a quienes veían en el discurso a través de los medios masivos de comunicación a abandonar el culto tan argentino por el pasado y sustituirlo por la idolatría de un futuro que rompía con todo lo anterior. Así pues, esta evocación de la democracia de 1983, sin dejar de ser relevante, fue más puntual que habitual en los años Cambiemos en el poder

Ahora bien, ¿a qué nos referimos cuando hablamos de transición? El periodismo en los últimos días ponderó lo pacífico que terminó resultando- a pesar de alguna pirotecnia verbal- el cambio de gobierno. Sin embargo, para la Ciencia Política resulta erróneo calificar el pasaje de un gobierno de un signo político a otro como una transición. No disiento en lo absoluto con esta corrección que varios/as/colegas han hecho a los periodistas. Pero, sigo creyendo que la democracia argentina que supimos conseguir está en transición. Nos guste o no.

Primero, el régimen, inaugurado el diez de diciembre de 1983, que fue mucho más estable de lo esperado, es, sin lugar a dudas, democrático pero no es, como aspiraban los politólogos y sociólogos políticos -mayormente hombres- al final de la última dictadura, una democracia sin adjetivos. Es una democrática pletórica de adjetivaciones en conflicto y, por qué no decirlo, en contradicción consigo mismas. Nuestra democracia es claramente electoral y no es, ni lo fue hace cinco años, un autoritarismo competitivo. Es una democracia capitalista, atravesada y en anclada en las lógicas y las rapiñas propias de un capitalismo periférico, que también, y como casi siempre, está en transición hacia no sé sabe dónde y, por eso, quizás, tenga un aspecto tan monstruoso. La democracia argentina es y ha sido, más en otros momentos que en los últimos cuatro años, liberal. Y gracias a ese liberalismo pudieron ampliarse derechos a quienes no tenían casi ninguno y hacer más diversos y menos formales nuestros modos de ejercer ciudadanía. Y, aunque suele calificársela así, si la democracia argentina es populista, lo es más en las palabras que en las cosas. Aunque en varios momentos re-fundacionales apeló al civismo-humanista, liberal o popular, el carácter republicano de nuestra democracia todavía es indecidible.

Segundo, en trigésimo sexto aniversario y en la coyuntura de la llegada del Frente de Todos al ejecutivo nacional, la democracia argentina está frente a una transición necesaria y, por lo menos para quien escribe estas líneas, deseable. La democracia argentina debe reconciliarse con el Estado de Derecho, tras los duros embates que este sufrió en los últimos años. Pero, para que el Estado de Derecho deje ser, al menos para algunos, porque para quienes son objeto de arbitrarias violencias cotidianas nunca lo ha sido, una cáscara vacía es necesario que se alíe con la Justicia Social. Estado de Derecho, Democracia y Justicia Social son parte de un mismo paradigma político que tiene como máxima: mejores y más derechos para un mayor número. Si entre los tres se crea una vínculo perdurable será mucho más difícil que en el futuro las alternancias de gobiernos tengan consecuencias sociales e institucionales tan desbastadoras como el paso de Cambiemos por el ejecutivo nacional.

Y finalmente, vivir en transición no es malo, aunque produzca miedo. La transición es un camino que sabemos dónde empieza pero no dónde termina, como la vida misma. Por eso, parafraseando el título de una novela que Manuel Puig publicó en 1982, mi deseo del 2020 para nuestres lectores es que vivan en una transición eterna y los más feliz posible.


Para un estatuto analítico de la democracia realmente existente

Por Alejandro Kaufman (UBA-UNQ)

Mentar la democracia en la Argentina supone en principio referir a un logro emancipatorio sobre el que no es necesario abundar: de ello dan fe la instauración ininterrumpida desde 1983 de una institucionalidad que culmina en estos días con la finalización a término de un gobierno de derecha por primera vez desde entonces, la subordinación que parece inequívoca y estable de las fuerzas armadas a los gobiernos civiles, los juicios por crímenes de lesa humanidad, cierta vigencia –aunque precaria- de las libertades de prensa y de expresión, una ausencia de violencia política organizada. En aquello reconocible y legítimo hay bastante –mucho más- que decir sobre lo logrado en estos años. También es posible admitir sin más trámite que la precariedad que ha tenido y tiene esta institucionalidad, no obstante, ha resistido múltiples ocasiones de riesgo, las cuales no han sido menores, como es el caso de los levantamientos carapintadas y la crisis de 2001, entre tantas otras. El momento actual es interesante en que las urnas sirvieron como contención y alternativa frente a padecimientos multitudinarios que normalmente hubieran derivado en un estallido social como los que vemos en otros países latinoamericanos, o en la emergencia de modalidades neofascistas que en nuestro país han sido relativamente discretas y minoritarias a diferencia de otros de nuestra región. Algo que no se suele advertir explícitamente con frecuencia es que el sufragio universal argentino es una condición estructural de la continuidad política, dado que es valorada ampliamente por nuestra cultura pública y se vela por las condiciones de su legitimidad. Es necesario, en un país en que recurrentemente nos flagelamos sobre nuestros talantes transgresores y no respetuosos de la ley, manifestar cuáles son los aspectos en que prevalece una consistencia sin fisuras importantes. El sufragio universal es uno de ellos. La educación pública y gratuita es otro. El rechazo a toda censura es otro. Hay menos de lo que quisiéramos.

La actual coyuntura de derivación contenedora, a través del voto, del extendido malestar social nos plantea un riesgo de sobrestimar o de pasar por alto sus rasgos específicos y peculiares, de modo que la vigencia de la institucionalidad democrática quede planteada como una generalización, como una abstracción desarticulada de la materialidad histórico social. Tal derivación fue fundacional desde 1983. Primero ignorando que los golpes militares argentinos desde 1955, por lo menos, no fueron constituyentes de regímenes totalitarios sino de transiciones alegadamente restauradoras de una institucionalidad democrática que habría sido lesionada por los gobiernos civiles derrocados. En todos los casos la causa subyacente fue el mismo propósito que ahora le dio la victoria al macrismo en 2015 y el 40 por ciento de los votos en 2019: abolir, suprimir, olvidar el “populismo”. Convertir a la presunta “peronia” en una Argentina verdaderamente capitalista chilena like. Esta alegación democratista de los golpes suele ser sistemáticamente excluida de la mayoría de nuestros discursos públicos, como si los golpes fueran ajenos por un lado en su génesis sociohistórica, pero además como si fueran también ajenos a tantos de los actores políticos convencionales, como si estos no tuvieran nada que ver, ninguna responsabilidad. Cada vez que mencionamos el carácter cívico combinado con lo militar de los golpes resulta no saberse bien a qué se refiere, a quiénes. Ahora, que ya no importa porque ganan igual con elecciones, podríamos observar que la desconexión se produce en términos de series históricas. Es por lo que multitudes populares al principio de este gobierno y mucho antes cantaron durante años contra Macri vinculándolo con la dictadura. La legitimación obtenida por el macrismo gracias al apoyo electoral alcanzado llevó a esa consigna a un relativo olvido, llevándose consigo de hecho la falacia del apoyo electoral ausente o presente en los golpes en el sentido de que es el mismo que antes, cuando se expresaba a través de los golpes militares, lo hacía mediante un consentimiento silencioso, sin el cual los golpes hubieran sido de imposible realización.

La nuestra es una sociedad con un gran componente movimientista y cada vez más adquirimos cierta conciencia pública compartida al respecto, aunque la meta que tienen las derechas de abolir tal característica vemos que no ceja. De un modo u otro los gobiernos militares fueron desgastados y finalmente cayeron por la presencia de las multitudes movilizadas o en oposición de diversas formas. Podemos hablar de democraticidad en la Argentina con la condición –y esto suele tener dispares presencias en los discursos públicos- de entender a las múltiples modalidades de las acciones sociales que irrumpen una y otra vez como garantes de la vigencia de tal institucionalidad en nuestro país. De ahí que las fuerzas antidemocráticas no necesitan pronunciarse contra la institucionalidad ni deben preocuparse demasiado en interferir con sus estructuras formales. Lo que hacen mediante prácticas políticas específicas que se presentan como discursos mediáticos, jurídicos y expertos en general es procurar intervenciones eficaces para desarticular el movimientismo argentino. Y esto ocurre con tantas variaciones como las que continuamente producen las propias multitudes argentinas en su incesante creatividad.

Así que por un lado tenemos un discurso normativista de la democracia, negligente respecto de la vitalidad societal civil efectiva, negligente en el sentido ideológico de la supresión o resignificación de los enunciados y prácticas pertinentes. A esto contribuyen discursos expertos hegemónicos que han acompañado a la institucionalidad democrática desde 1983, disipando todo vector disruptivo, neutralizándolo, convirtiendo la creatividad colectiva de la vida sociopolítica argentina en cristalizaciones inocuas siempre que pudieron. Tales discursos mantienen vínculos recíprocos con actores y actoras de la política y se intercalan de manera matricial en el magma movimientista que caracteriza a la Argentina y que tanto desconcierto produce en el resto del mundo más allá de los Andes o del Río de la Plata. Los oleajes de ida y vuelta, las oscilaciones pendulares entre emancipación y opresión, las re-re-distribuciones regresivas de la riqueza, la emergencia de nuevos derechos y los retrocesos cíclicos, todo ello no ocurre en nuestro país de maneras identitariamente delimitadas sino imbricadas en ese magma que nos constituye y que motivaba la célebre anécdota de Perón acerca de que en la Argentina “peronistas somos todos”. En ese sentido los discursos normativistas identitarios sobre la democraticidad, que prevalecen en los léxicos expertos, reproducen y exportan incomprensión y extrañamiento sobre las singularidades argentinas en nombre de las ciencias sociales o históricas, bajo la pretensión de que los protocolos universalistas que las fundamentan requieren desconsiderar el movimientismo argentino en su singularidad, y asimilarlo conceptualmente a descripciones que nos son al menos parcialmente ajenas. Tales conflictos conceptuales también interactúan magmáticamente con el flujo societal, con la consecuencia de que no tenemos una teoría sobre la politicidad argentina. Semejante constatación no debe ser necesariamente considerada como el señalamiento de una vacancia, aunque lo es en el sentido de que se recurre a tramas conceptuales explicativas que no son articulables con las experiencias materialmente verificables en nuestra vida en común.

Es inocuo oponer al democratismo de corte socialdemócrata, directa o indirectamente anti -o contra, o hétero- popular teorías generales del poder y la política, aunque todo intento, todo ensayo y todo esfuerzo conjetural concierne a la necesaria tarea del intelecto, tanto experto como cuanto intelecto general, tanto público como cuanto privado. Las alternativas habitables, realizables, surgen de los movimientos sociales, de su inventiva, de su inclaudicable deseo emancipatorio vectorial. Así ha sucedido en la Argentina con el movimiento de los derechos humanos, cuya deriva desmiente el supuesto socialdemócrata acerca de que el enunciado del nunca más consistiría en una renuncia voluntarista y consensual a las prácticas de la violencia política. Nunca existió tal cosa salvo en la ausencia de imaginación política respectiva: solo es pronunciable el enunciado del nunca más respecto del terrorismo de estado, es decir, de lo que no debería suceder justamente si la violencia política volviera a tener lugar. Nunca más terrorismo de estado frente a conflictividades crecientes, por indeseable y metodológicamente inadecuada que consideremos la violencia política. Ya vimos como alcanzada esta situación la noción de violencia política se extiende a cualquier cosa que no sea una inmovilidad corporal subyugada y muda. Sobre esto hay un desacuerdo banal porque quienes se pronuncian por la presunción de haber dejado atrás toda violencia política lo hacen de un modo desprovisto de seriedad histórico social, aunque su ademán experto pretenda lo contrario. Los cuatro años transcurridos habrán de ser relevados históricamente respecto de lo sucedido en este sentido: un talante esclavista con propósitos de implantar una parálisis corporal abyecta ante la ley, con caución de pena de muerte de hecho. Esto ha sido resistido y desarticulado hasta donde sabemos y creemos, aunque sin mayores esperanzas todavía por encima de lo sensatamente aceptable, que no es tanto como querríamos.

Otra cuestión decisiva de la caracterización de una posible institucionalidad democrática ha ido ofreciendo -entre oscilaciones pendulares- un saldo negativo. La desigualdad, la desposesión y la precariedad para millones de personas no ha hecho más que aumentar, lo mismo que su consecuencia inmediata, la creciente distancia entre los más ricos y los más pobres. Los discursos esgrimidos hegemónicamente refuerzan la segregación y naturalización de este estado de las cosas, sin que los discursos expertos estén a la altura de las circunstancias. Los gestos exhibidos en estos días de cordialidad entre opositores y oficialismo entrantes y salientes operan mucho más como una denegación coyunturalmente necesaria para evitar males mayores que como una perspectiva de realización en tal dirección, que es como las derechas y algunas almas incautas se apresuran a asumir, deleitadas por los apretones de manos, los abrazos y las sonrisas constitutivos de un logro vaticano. Es un logro no desdeñable en algunos de sus efectos recuperables pero sin expectativas desde el punto de vista de un balance acríticamente afirmativo de tales puentes dibujados sobre arena. La espera apunta a la organización de las economías populares, terreno fértil para que de ahí surjan modalidades singulares de lucha efectiva por la igualdad. Contienen el correlato propio culturalmente de aquello que en otras partes se debate como renta básica universal, propósito que articula experiencias culturales de la existencia con intervenciones estatales, experimento que sigue un rumbo creciente y que en nuestro ámbito parece estar sometido a una censura tácita, un silencio conveniente, pero de indeterminado origen. Compensa constatar que el movimientismo de la economía popular, en sus diversas vertientes, logró instalarse en forma protagónica en la vida pública argentina. Logró sobrevivir a obstáculos formidables. Es un movimiento titánico que constituirá en su devenir una clave decisiva de la viabilidad institucional democrática en el mediano y el largo plazo, aunque derechas socialdemócratas e incautos crean lo contrario. La vida democrática argentina se cuece algo más en el piquete que en los salones alfombrados y con aire acondicionado.

La cuestión de la violencia simbólica, los límites político culturales de la expresión pública y las prácticas difamatorias ejercidas de modo sistemático para socavar gobiernos populares están a la orden del día. Las derrotas infligidas al movimientismo popular han congelado las conciencias críticas respectivas. Las herramientas institucionales han sido neutralizadas. El estado mismo no se encuentra en la actualidad en condiciones de ponerse a la altura de la ola verde, tributaria decisiva de estas problemáticas e impulsora ontológica de profundas transformaciones en ese terreno. Las condiciones son desfavorables, y remontar esta cuesta no parece estar en el horizonte. Mil indicios lo sugieren y nos perturban. Nuestro actual estado celebratorio no debe obstar para perseverar en perforar los muros que nos sofocan y se refuerzan mientras no se los someta a una observación tan indispensable como difícil.

El terreno que atravesamos en cuanto a la democraticidad argentina está minado por todas partes de trampas letales, cazas bobos, obstáculos explosivos. Una ímproba tarea sobre la cultura política y el lenguaje, tarea que nos desvela, tarea que tendría, si se politizara de manera razonable, un destino promisorio o al menos expectante. Nada indica que los vientos soplen en esa dirección. Digámoslo con claridad, no se trata de si le “va bien o no le va bien” sino de lo que siempre hagamos por habitar el lazo social.


“Una alternativa sana de poder”

Por Cecilia Abdo Ferez (CONICET/UBA-UNA)

En los últimos días en el gobierno, Juntos por el Cambio ha subrayado una de las estrategias comunicacionales que más le han servido: el subjetivismo. Como si no existiese un gobierno, ni siquiera un “equipo”, sino sólo un presidente y su familia nuclear, se difundió por Twitter un video de resumen del período 2015-19. Las imágenes son, en su mayoría, sólo de Macri. Incluso hay un plano en que se le da una vuelta de 360 grados a su cabeza. No hay obras a registrar en la memoria ciudadana, ni presupuestos, ni siquiera hechos colectivos de estos últimos años, en los que Cambiemos quisiera inscribirse simbólicamente. Lo que importa es sólo él, sus estados de ánimo, sus valores, sus estrechones de mano, su emoción, su círculo íntimo. Estamos ante un gobierno de subjetividades y emociones personales que, en el último tiempo, se restringieron a Macri y su núcleo doméstico: “siento que”, “me sentí bien”, “fue una gran experiencia”, “fui auténtico a mis valores”.

Finalmente, Macri habló por cadena nacional. Como obligado, como si fuese una carga republicana a cumplir, tal como lo explicó en el decreto para su creación. En la transmisión, se definió como una “alternativa sana de poder”, frente a Alberto Fernández. Repitió la descripción higienista en la plaza del 7D. Lo sano versus lo enfermo. Lo sano sería el yo; lo enfermo, el colectivismo corporativo. Lo sano sería el poder que se ejerce sin amarrarlo, porque se lo tuvo y tendrá siempre; lo enfermo, el poder al que aspiran los arribistas, que manotean voraces lo que no les corresponde. Sano sería la no dependencia explícita de las estructuras políticas de poder. La capacidad de “entrar y salir” de la política. El “tener una vida” fuera de la Casa Rosada. Sano sería saber ocupar el lugar en “el mundo”; un lugar fijo, que se presume asignado en esa entelequia exclusivamente ubicada en el norte. Sano sería ser feliz con el casillero que cada quién tendría asignado en el orden social, vuelto natural. El no tener ninguna urgencia material, o asumirlas como pedidos armoniosos de solidaridad y cooperación (y nunca como conflicto de derechos). Ser una alternativa sana de poder no es sólo una descripción de cómo Juntos por el Cambio imagina al peronismo, sino también un modelo moral para que adopten los seguidores propios, que no son siempre ricos, sino también aspiracionales.

Sano sería también sostener los valores de la familia; lo enfermo, rezagarla por el compromiso público. Una familia que dejó ver en estos días (también en fotos de ocasión, diseminadas por las redes sociales), que dejaba Olivos “mucho más linda” de lo que la encontró. La decoración es clave: la huerta autogestionada por Juliana Awada, el verde perfecto del césped, las recetas que recibimos por Instagram, la luz radiante de las fotos con escenas cotidianas, que parecen publicidades. Sano sería tener una pareja en la que las mujeres saben qué lugar ocupan y gozan de su segundo plano con una elegancia distante. Sanas serían las vidas en las que se nota que no hubo grandes problemas, lo que forja caracteres suaves y amables. Vidas para las que la política es un lugar a ocupar, cuando no queda más remedio. Vidas para las que el Estado es exclusivamente una carga en la que se representa la “pasividad culpable” de los otros. Sano sería ser despojado siempre, incluso en la traición y la derrota porque, al fin y al cabo, hay un gran colchón en el que sentarse a esperar otra oportunidad. Que seguro vendrá, porque así son las telarañas frondosas y cerradas de las elites.

Sin embargo, Juntos por el Cambio está lleno de los que no entienden el concepto. Y que se han dedicado a mostrar, luego de la elección, que sí se puede cambiar de bando, que sí se puede no ser equipo y que sí están preocupados por el de qué van a vivir, porque no tienen paisajes en Italia con visas disponibles. A los saltos en garrocha de tres diputadxs al peronismo (que se vio por los medios como la clásica voracidad e incivilización de esa especie enferma de poder), se le pueden sumar otros miembros fuertes de la coalición, con sus declaraciones “a lo Vandor”, que no estarían dispuestos a dejarse seguir gobernando por un liderazgo discutido. Finalmente, esto es política y acá se perdió. Se perdió por mucho, aunque la remontada haya sido también respetable. Y se enfrenta a un peronismo que viene en malón y que parece haber aprendido que no es bueno el encapsulamiento en la identidad, que corta y fija un movimiento que se caracteriza por su amplitud ideológica, superponiéndose casi con la del país. El lado enfermo del poder suena tentador y alardea de sus manos abiertas, que ni siquiera piden carnet de afiliación indefinida. Es que no vuelve sólo Cristina, vuelve también Alberto, y eso se replica como santo y seña de que todos pueden ser perdonados o bautizados.

En el mismo momento que Macri decía que no estuvo tan mal, por cadena nacional, se anunciaba el porcentaje mayor al 40 por ciento de pobres. No hizo tanto ruido esta vez. Macri ya perdió y ahora hay que ver cómo se reconstruye lo que queda. Entre eso que queda, está el 40 por ciento de pobres. Y una deuda agobiante, un país fragmentado en todo sentido, una economía parada, ciudadanxs sobreendeudadxs para llegar a fin de mes. Por eso, las señales son de moderación de expectativas. De necesidad de reordenar y volver a mostrar públicamente otra jerarquía de cuestiones: jubilados, salarios, urgencia social. Nadie espera la revolución y, sin embargo, volver a encontrarle un cauce a este país no sería un desafío menor a ese.

La región estalla y se suele pensar a la Argentina como excepción. Ecuador, Venezuela, Perú. Bolsonaro y su articulación teológico-política en Brasil. Bolivia, en un escenario desconcertante, luego del golpe. Chile, con estructuras políticas resistentes a todo, incluso a los más de 30 muertos en la calle por represión institucional, lxs muchxs enceguecidxs, violadxs y torturadxs. Hasta en el siempre estable Uruguay (al menos visto de este lado del charco), el Frente Amplio finalmente perdió y antes, incluso, se animaron a cacarear los militares. Los militares han reaparecido como actores en el continente, en un protagonismo político que tiene su contraparte en las iglesias, capaces de mover las conciencias colectivas quizá mucho más que los feminismos. Un fantasma recorre el continente y no se parece en nada al de hace 200 años atrás. En este contexto regional pesadillesco, va a haber que hacer alianzas, establecer cooperaciones y generar un aire para la Argentina. México es clave, pero está lejos y en medio de una captura narco desde hace ya demasiado tiempo.

La Argentina no es una burbuja. Y, sin embargo, tiene que recrear imaginaria y materialmente (y por esta vez, para bien), las condiciones de su excepcionalidad. No como las veces anteriores, para desmarcarse del destino y las fisonomías latinoamericanas, porque le estaría reservado una diferencia modernista, por origen. Esta vez precisa recrear las condiciones de una excepcionalidad para una democracia vigorosa, en la que haya conflictos, pero que puedan tener escucha y atención. En la que haya una política creativa y movimientos sociales fuertes y lúcidos en las calles, que no esperen, pero que tampoco desesperen. Estimular la imaginación colectiva para que muchos podamos pensar que esta vez sí estamos en el mismo barco y que no nos vamos a hundir. En el que los esfuerzos sean válidos, porque compartidos. En la que tengamos claro los límites y qué no queremos más.

La Argentina resistió 4 años a un gran intento por mercantilizar todas las esferas de la vida. También así se pensó “lo sano”: como responsabilización de cada quién del derrotero de su vida. El macrismo instauró la individualización meritocrática como criterio imaginario de selección de los más aptos y reforzó la división social en un sentido favorable a los ya favorecidos. Hay más pobreza, pero también mayor flexibilización laboral, precariedad y deudas por cabeza, con organizaciones sociales que se destacan en la región, pero también acusan la pérdida de los lazos sociales orgánicos. Hay un sistema público que parece destinarse a los más pobres. Hay un Estado que debe reorganizarse mientras atiende una urgencia social acuciante. Hay desconfianza social, cinismo e intolerancia.

El macrismo fue más que un gobierno: permanecerá en sus efectos y también continuará siendo operativo, si no se lo toma también como problema cultural, extendido a ambos lados de la grieta. Si no se lo toma como fenómeno político anclado en la historia argentina moderna, que encuentra por primera vez un cauce institucional y hasta sale a las calles para demostrarlo. Ahora que electoralmente se dio vuelta la taba, lo que viene tiene que ser no sólo reconstruir, sino pensar cómo esa reconstrucción se vuelva más consensuada y pueda durar en el tiempo. Se le llama a esto un “nuevo pacto social”: probablemente esa sea sólo una descripción institucional, escueta, de un llamado a volver a generar una solidaridad social, que se quebró.


La mentira en política

Por Martín Plot (Idaes/Unsam-Conicet)

I

A pesar de su poca repercusión, el discurso de despedida en cadena nacional de Mauricio Macri fue un acontecimiento político notable. Lo que él y/o sus asesores se propusieron fue fijar un sentido, hacer del tembladeral interpretativo que caracteriza a todo período de transición algo imaginariamente controlable desde el enunciador. Salvando las distancias, porque no estoy diciendo que el gobierno saliente haya sido otra cosa que un gobierno democrático, verlo a Macri con su power point televisado me transportó a una experiencia televisiva semejante de mi infancia: el anuncio en cadena nacional, con imágenes y palabras cuidadosamente coreografiadas, de la Ley de Autoamnistía (oficialmente Ley de Pacificación Nacional) promulgada en septiembre de 1983 por la última dictadura militar. El objetivo, discursivamente hablando, era semejante. El tiempo no es un devenir lineal, un antes, un durante y un después fragmentado en el que la sucesión de los momentos se da con la rigidez rítmica del segundero. El antes, el durante y el después se entrelazan en la madeja de lo posible, lo probable y lo improbable. Lo que hoy es está impregnado de lo que será y lo que será, a veces todavía notablemente abierto al actuar de hoy, otras veces se presenta como arena entre los dedos, como algo que todavía no es pero que ya se percibe muy difícil de evitar.

Si hay algo que la dictadura experimentó en septiembre del 83’, eso fue que la interpretación de su accionar represivo era un sentido que se le escurría entre los dedos, algo cada vez más impregnado por la mirada de los otros, cada vez más incomprensible desde la perspectiva propia. Si hay algo que el gobierno de Macri experimentó la noche de las PASO de agosto de 2019, eso fue que el sentido de su experiencia de gobierno se le escurría entre los dedos, que ese sentido estaba ya saturado por la mirada de los otros, que la mirada propia cada vez resultaba más incomprensible para los demás. Ese fue el sentido de la espectacular puesta en escena de aquella noche, coronada por la también espectacular conferencia de prensa de Macri y Pichetto al día siguiente. La derrota electoral era mucho más que una derrota, ésta revelaba un cambio de sentido en la madeja de lo posible, lo probable y lo improbable que es el tiempo. A partir de esa noche, el mundo se veía distinto, incluso para el oficialismo, que ahora no podía ignorar la tridimensionalidad que le había devuelto la palabra de las urnas. Lo que desde acá era un “hacemos lo que hay que hacer”, desde allá, allá y allá—la realidad no es percibida de manera dicotómica, como nos quieren hacer creer los schmittianos sofisticados o espontáneos—se veía como impericia, fanatismo, interés de clase o mera banalidad, o como una combinación de algunas de ellas.

A partir de esa noche el objetivo ya sería otro. Ya no se trataba de ganar las elecciones sino de preservar la inteligibilidad de la mirada propia. En eso reside la belleza poética de la frase plagiada por Macri a Obama y por éste a Cesar Chávez, líder chicano del movimiento de los derechos civiles en los años sesenta en los Estados Unidos y dirigente del United Farm Workers de California. El “sí se puede” es tan polifuncional que puede mutar de una lucha democrática por la visibilización e incorporación de vastos sectores sociales en una sociedad segregada, a la llegada de un dirigente joven y afroamericano, pero proveniente de las elites, a la presidencia de esa misma sociedad segregada, hasta finalmente ser cooptada por una élite económica sudamericana que se propone impulsar una profunda reforma neoliberal en una sociedad diagnosticada como insosteniblemente plebeya y redistributiva. A partir de la noche de las PASO de agosto de 2019, lo que se podía ya no era ganar las elecciones sino evitar que la arena terminase de escurrirse completamente entre los dedos.

La campaña del “sí se puede”, los 30 actos en 30 ciudades, el “empate técnico” de algunos comunicadores, la cadena nacional, el acto de despedida en Plaza de Mayo, el video “Momentos”, todo ello fue una estrategia política, en un contexto democrático, destinada a hacer de septiembre a diciembre de 2019 lo que la dictadura ya era completamente incapaz de hacer durante esos mismos meses de 1983: disputar el sentido de lo que llegaba a su fin. Esa incapacidad, de todos modos, es algo que se reveló solo retrospectivamente. Tanto en aquel lejano momento como en la irrupción de aquel recuerdo durante la cadena nacional de hace unos días, en ambas circunstancias lo que se experimenta es la inestabilidad misma del sentido de la vida en común. La dictadura terminaba, las elecciones se aproximaban y tanto los actos partidarios como las marchas de derechos humanos a las que asistía indicaban que la arena del sentido de lo acontecido se le escurría entre los dedos a quienes todavía tenían la capacidad de sentarnos a todos a ver qué tenían todavía por decir—y por hacer, ya que la ley fue una acción, luego crucialmente resignificada en la primera acción del congreso democrático; pero no es a ello a lo que me estoy refiriendo aquí, sino a lo que estaba en juego en su presentación comunicacional. Y lo que los actores políticos a punto de abandonar el poder tenían por decir en aquel lejano 83’, algo que dijeron de manera articulada coreográficamente con imágenes, cifras y palabras escogidas cuidadosamente, indicaba que el sentido de un proceso político no está nunca completamente cerrado, que la apertura de la sociedad al sentido de su propio devenir temporal es el elemento mismo de la vida política. Es solamente gracias a la siempre provisional consolidación de una mirada crítica de la acción represiva de la dictadura que debemos la institucionalización de una vida política democrática y pacífica que ya lleva casi cuatro décadas de duración.

II

Reitero, la analogía aquí utilizada alude a la temporalidad y a la dinámica de lo posible, lo probable y lo improbable, no al contenido de lo que estaba en juego en cada momento de la misma. Pero la cuestión de la temporalidad y la dinámica de lo posible también iluminan un aspecto crucial de la situación política de la Argentina de hoy. Hace varias décadas, en los años que se encaminaban al fin de la guerra de Vietnám, la pensadora política Hannah Arendt escribió un ensayo de una relevancia poco reconocida en la literatura más usual acerca de su obra. Ese ensayo se titula “Lying in Politics”—titulo que tomo aquí unilateralmente prestado para mi propio texto. Allí Arendt respondía a un hecho político sorprendente: la publicación de los Papeles del Pentágono, documentos secretos producidos por analistas trabajando para el propio Estado norteamericano, documentos que detallaban con claridad, desde hacía muchos años, que la guerra de Vietnám no solo estaba siendo perdida sino que era efectivamente inganable. Estos documentos tenían solo un destinatario: los miembros del gobierno de los Estados Unidos a cargo de la conducción de la guerra—aunque Arendt se pregunta si siquiera ellos mismos los habrían leído. El interrogante abierto por su filtración a la prensa era evidente: ¿por qué un gobierno al que sus principales expertos dicen que una guerra está perdida, de todas maneras siguen adelante con la misma durante más de una década, sacrificando en ese gesto la vida de decenas de miles de estadounidenses y masacrando la de millones de vietnamitas y camboyanos? La razón era que un aspecto central de la relación entre ideología y política en las sociedades contemporáneas es que, cuando las circunstancias de la realidad ponen en jaque la consistencia ideológica de aquellos en el ejercicio del poder, lo que cuenta en esas circunstancias es el saving face—el salvar las apariencias. La justificación de este salvar las apariencias es, a su vez, también ideológica: la realidad no se condice momentáneamente con lo prometido, pero una vez superado el escollo, la capacidad predictiva de la ideología recuperará su vigencia.

Como Arendt, pienso que no debe sorprendernos la estrecha relación entre mentira y política: los actores políticos quieren cambiar el mundo y a veces se les va la mano y quieren hacer con el mundo de los hechos ya ocurridos lo que solo puede hacerse con los hechos por venir—cambiarlos. Esto no quiere decir que no haya que rechazar el uso de la mentira en política, simplemente quiere decir que esta es una “deformación profesional” de los actores políticos y que no es razonable esperar que desaparezca por completo alguna vez. Como Arendt, de todos modos, también creo que hay algo de otro orden en los siguientes rasgos de la vida política contemporánea, rasgos que ella consideró revelados por los Papeles del Pentágono y yo veo manifestarse en la forma en que el macrismo ejerció y abandona hoy el poder: el autoengaño, la mentira sistematizada y el reemplazo ideológico de la verdad factual en toda su contingencia por la consistencia lógica de la ideología deliberadamente desplegada. El que miente, dice Arendt, tiene un privilegio sobre el que dice la verdad, y esto reside en que quien miente puede darse el lujo de construir un relato más verosímil que el presentado por quien dice la verdad, muchas veces contradictoria y sorprendente.

Como Arendt, finalmente creo que el problema no es moral sino político—o que no es solo moral sino también y fundamentalmente político. Lo que está en juego cuando el despliegue ideológico lleva al autoengaño, a la sistematización de un uso cínico de la información y a la sustitución ideológica del sufrimiento presente por un paraíso imaginario futuro no es la integridad personal del o la involucrado/a sino la relativa estabilidad del mundo compartido, su dependencia, con toda la precariedad que eso implica, del carácter multiperspectivo y abierto de aquello a lo que llamamos realidad. El gobierno que hoy termina exhibe indicadores catastróficos en cada una de las dimensiones relevantes de su ejercicio—incluyendo, y sobre todo, esa vida institucional de la que cínicamente se erigen en paladines y a la que han dañado más que ningún otro desde la institución de la democracia moderna en 1983. Estos indicadores, particularmente en lo referente a la cuestión social, aluden, más que ningún otro aspecto de su estrategia discursiva, al carácter ideológico del gobierno saliente y al proyecto político que le sobrevive: el sufrimiento a gran escala y en tiempo presente de los sectores más vulnerables de la sociedad es un pequeño precio a pagar—por otros, no por ellos mismos, por supuesto—en pos del objetivo, garantizado ideológicamente, de un futuro de mercado desregulado y libre de intervención estatal, un futuro que finalmente llegará cuando la sociedad y el Estado hayan finalmente hecho lo que había que hacer.

III

La realidad política es a la vez una y muchas. Es una porque es común a todos, porque le da sentido al mundo compartido de una comunidad política. Pero también es muchas, porque este mundo compartido es plural y cambiante, siempre tercamente reorganizado por aglomeraciones relativamente estables y relativamente cambiantes de perspectivas coincidentes. El gobierno que hoy comienza tiene una tarea inmensa y, aunque parezca mentira, la parte más difícil de esa tarea no será solucionar la trampa financiera o más generalmente económica heredada del gobierno que hoy termina. La parte más difícil de la tarea que el nuevo gobierno enfrentará será la de no caer en otra trampa preparada cuidadosamente por el gobierno anterior: la trampa ideológica. Pero la trampa ideológica es una trampa de dos caras. Por un lado, el nuevo gobierno tendrá por supuesto que asegurarse que el intento de resignificación de la experiencia de gobierno intentada por el macrismo durante los últimos meses no prospere. Todo indica que esto no presentará mayores dificultades, ya que la mirada de los otros revelada durante el año electoral parece haber puesto al macrismo y a su mirada en el lugar minoritario del que sorprendentemente logró salir en 2015. Por otro lado, la trampa ideológica proviene de la lógica misma de su articulación de sentido: que el nuevo gobierno se vea tentado a responder a la camisa de fuerza ideológica del gobierno saliente con una camisa de fuerza semejante. Y, como puede verse, ambas caras son parte de una misma secuencia: el macrismo salió sorprendentemente de su carácter minoritario como resultado del aislamiento no diría ideológico pero sí sectario del gobierno anterior. Solo la repetición de ese aislamiento, creo, podría relegitimar el discurso ideológico del gobierno hoy saliente y volver a hacer que una mayoría de argentinos añoren el regreso de un proyecto político-social como el que hoy abandona el poder.

El gobierno de Macri fue la irrupción en la democracia argentina de una mirada política hasta ese entonces poco e impuramente representada en la vida política. Esa mirada, que el día de las PASO de 2019 pareció herida de muerte, comprendió que no todo estaba perdido, que una cosa era ser desplazados del gobierno y otra muy distinta claudicar en su intento por transformar de raíz el carácter plebeyo de su sociedad y el carácter redistributivo de su Estado. Esta situación fue la que el macrismo enfrentó desde aquella desconcertante noche. La primera respuesta a esta situación comenzó con la conferencia de prensa del lunes post-PASO y pretendió culminar provisoriamente con el video circulado en las redes sociales dos días antes del traspaso de gobierno. El video titulado “Momentos” es la manifestación quizás,  pero no necesariamente, involuntaria de un sentido inocultable: Macri no es solamente una persona de dinero, Macri es fundamentalmente alguien cuya mirada—algo que el video no cesa de presentarnos: Momentos es un video sobre su mirada—no puede cesar de ver la vida interpersonal a través del cristal del privilegio naturalizado. Su relación de pareja con Juliana Awada, su relación diaria con la vida doméstica, su relación con los otros en la vida social, desde Boca hasta la política nacional, su relación con el padre/patrón, su mirada de quienes disienten con su proyecto político, durante todo el relato su mirada es la de alguien que ha naturalizado una relación jerárquica con los otros, jerarquía que no encuentra otra justificación que la de un escencialismo de clase y de género: desde sus propios ojos fluye el sentido de una identidad personal basada en alguien que es ayudado por todos a seguir a su vez a flote pero a cargo, zafando pero en el poder, alguien que nadie sabe bien por qué pero tiene que seguir mandando.

La subjetividad desplegada por la última pieza comunicacional hecha pública por el macrismo antes del traspaso del poder a Alberto Fernández es la de alguien que es un privilegiado entre los privilegiados, alguien destinado, por razones independientes de todo mérito o resultado, a mandar incluso a los que mandan. El video tiene una duración de 50 minutos y durante la totalidad del mismo no hay ni una pregunta ni se oye ninguna otra voz que no sea la de Macri. El objetivo de la pieza comunicacional es evidente: confirmar, a quienes tienen una visión jerárquica naturalizada del orden social, que la argentina plebeya y redistributiva tiene un adversario a su vez “republicano” y providencial, que no pierdan las esperanzas, que aunque “tengan miedo por lo que viene” él estará allí para encabezar la defensa de “la libertad”. El sentido de la estrategia discursiva del macrismo tiene un trasfondo a su vez declamativamente republicano y veladamente temerario: nosotros somos democráticos, tolerantes, respetuosos de los otros y de las instituciones, pero curiosamente vemos a nuestros adversarios políticos como ineludiblemente deshonestos, violentos, autoritarios y como una amenaza para la libertad. No puedo seguir avanzando aquí sobre estas incertidumbres, pero la pregunta es ineludible: ¿qué idea de libertad tienen Macri y los que se ven cada más representados por su figura? En la última frase del video, Macri literalmente dice: “Nosotros somos distintos, no los vamos a dejar. No tenemos miedo, porque sabemos que somos muchos y, además, porque estamos orgullosos de lo que hemos hecho. Y tenemos que defender estos valores y eso nos tiene que dar el coraje y la fuerza para detener cualquier cosa que sea realmente autodestructiva.” Permítanme simplemente desconfiar de la idea que los partidarios más fervientes del gobierno saliente tienen tanto de la libertad como de lo que Macri llama “autodestrucción”.

 


 

Imágenes: León Frerrari

Comentarios: