El sistema judicial
La reforma de la Justicia Penal

Por Gabriel Ignacio Anitua
(UBA/UNPAZ)

Es evidente que la articulación de una justicia penal independiente e imparcial, que medie entre la conflictividad social a la vez que actúe en un concreto Estado de derecho, en un mundo que globaliza los derechos fundamentales y que se enfrenta contra los poderes públicos y privados salvajes, requiere de muchas previsiones, medidas y reformas. Pero también parece necesario que, al hacerlas, se tomen las debidas precauciones.

Estas precauciones provienen, por un lado, de la crónica diaria, definida en nuestros márgenes como también en otros países por un protagonismo judicial multicausado y peligroso. Los fenómenos asociados de la denominada “politización de la justicia” (cuando los actores políticos influyen sobre o instrumentalizan las decisiones judiciales, o nombran jueces partidistas para doblegar las decisiones políticas que no aprueban) o la “judicialización de la política” (cuando algún juez o una especie de “partido judicial” se torna en protagonista del juego político y decide sobre políticas concretas, o actúa, extralimitándose en sus funciones, para deslegitimar al enemigo político), constituyen una especie de “circulo vicioso” para la justicia penal. A la vez, deja más empoderados y expuestos a los jueces como actores, en igualdad de condiciones que los de los otros poderes públicos y de los poderes salvajes privados, de un nuevo “escenario” que, sea cual sea, no es el estrictamente reservado a quien debe terciar entre las partes individuales o colectivas. Ello se refleja en esa “cifra brillante” de la actuación judicial, que es la que se corresponde con esa esfera de lo político partidario y es muy conocida. Pero también en una “cifra oscura” en que, con mayores consecuencias prácticas, se abusa del encierro bajo las demandas mediatizadas de seguridad, y que es mucho menos conocida.

Por otro lado, estas precauciones también provienen de la constatación histórica y de una memoria activa que muestra que bajo el nombre de “justicia penal” se han realizado más daños que los que se han podido evitar. Incluimos ahí esa suma de atrocidades y de infamias -torturas, suplicios, expoliaciones, masacres- que provocaron la mayor parte de los sistemas de justicia, empezando por el de la recuperación del sistema imperial romano a los fines de la Edad Media europea y con la Inquisición, trasladados a nuestro continente en la represión de las mayorías sociales bajo el esquema de imperialismo colonial. Y finalmente, con estructuras burocráticas ampliadas con el modelo positivista y de legalismo conservador tras las reformas imperiales napoleónicas. Y que llegó a su paroxismo en la justificación y permisividad del nazismo alemán, el fascismo italiano, el franquismo español, el salazarismo portugués, el petainismo francés y el stalinismo soviético, así como nuestros regímenes dictatoriales cívico-militares. Y que perviven también en poderes judiciales acomodados a democracias de desigualdades sociales, fortaleciéndose como corporación en contextos de justicias sumisas con los poderes públicos y privados, a la vez que selectivamente represoras con los sectores vulnerables, débiles o derrotados.

Esta doble constatación implica cautela pero, también, una mayor necesidad de practicar reformas. Para ello también puede ser útil la reflexión histórica, ya que no sería sensato plantear políticas de cambios sin recuperar de la historia las tradiciones que fueron derrotadas, las ocultas, pero también las visibles pero nunca implementadas. En casi todas las etapas, pero especialmente en la crítica liberal del XIX y en la reflexión social de la post-guerra mundial, se puede reconocer una misma dinámica sobre la administración de justicia. Una lucha constante entre los movimientos de crítica al sistema judicial heredado y las resistencias conservadoras. Estas resistencias han logrado abortar o desviar los intentos de cambio en todas las etapas, pero cada uno de estos enfrentamientos ha modificado, al menos en lo prescriptivo, la configuración de la administración de justicia.

La tarea de recuperación de lo mejor de las propuestas reformistas y progresistas del pasado debe prestar atención a sus principales errores. Tanto en el presente como en el pasado, y me refiero a los reformistas ilustrados del XVIII, se incurrió e incurre en el grave error de relacionar la tarea de la justicia con la agenda securitaria o de prevención del delito. Tal vez en aquel entonces se articuló tal relación pues de esa forma la transformación de la justicia y de los castigos se presentaba como apetecible desde cánones utilitarios y especialmente en vinculación con la supuesta eficacia de la idea de la “disuasión”. Actualmente no parece razonable caer en aquella trampa del poder punitivo, y se ha contrastado que la jurisdicción penal lejos de identificarse con el castigo solamente puede justificarse si demuestra capacidad para limitar sus excesos y peligros.

Sin aprender de estos errores, cuando se plantea la “crisis” de la administración de justicia y cuando en nuestros países se llegó a estadios democráticos, se vincularon, otra vez, sus funciones con aquella actividad de prevención y castigo.

Prisión de Alcatraz, 2014 - Foto de Anabella Cerrato
Prisión de Alcatraz, 2014 – Foto de Anabella Cerrato

No parece del todo inocente que muchas de esas reformas se relacionan con el sistema democrático pero, también, con las reformas neoliberales que hicieron especialmente hincapié en la idea de eficiencia, y que pueden ser vinculadas con un nuevo “imperialismo” ahora globalizador y a la estadounidense. La sospecha surge al observar que las instituciones que más se vincularon con el nuevo orden económico mundial, como el Banco Interamericano de Desarrollo o el Banco Mundial, promovían esas reformas de organización de la justicia.

Es así que las políticas de reforma judicial adquieren el discurso y la práctica necesarios para introducir mecanismos de gestión del mundo de la empresa en la estructura organizacional de la administración de justicia. Esas estrategias apuntaron a una “eficiencia” que se podría lograr evitando la secular “demora judicial”, lo que se tradujo simplemente en hacer lo mismo, pero más rápido y con algunos visos de aplicación local de “gerencialismo”. Pero también con una apelación a la eficiencia que se vinculaba expresamente con la pretensión de desvío de los problemas sociales hacia la punitividad de las clases subalternas y vulnerando garantías que eran vistas como un costo.

Proponer la reforma de la justicia penal dentro de la agenda de seguridad produce, a la vez, y como en los Estados Unidos, ahondar en la mencionada y sempiterna crisis, así como imposibilitar la verdadera reflexión sobre la importante tarea que le compete a la justicia. Incluso puede empeorar ese otro tema de la seguridad el abordar mal, y responder peor, a la cuestión judicial. Si hay una relación tangencial y mínima entre estas importantes cuestiones, podría decirse que la constante y reiterada deslegitimación de la justicia penal contribuye a la inseguridad. Esa relación de crisis y de denunciada inutilidad (para lo que no puede ontológica ni históricamente ser útil) aumenta la percepción de inseguridad, porque la deslegitimación del sistema contribuye al aumento de la percepción de vulnerabilidad de víctimas y terceros, causando una sensación pública de que “estamos solos frente al crimen”, “nadie puede ayudarnos” o que “nada funciona”. Todo ello potenciado irresponsablemente por actores sociales y políticos que desde los medios de comunicación potencian el temor al delito, que debería de ser atendido por otras agencias públicas y también por actores no gubernamentales. La falsa creencia en que la justicia puede resolver el problema de la inseguridad resulta nociva para esas, indudablemente necesarias, políticas de seguridad. Y también para las políticas de reforma y democratización del servicio de justicia.

Otra contrastada dificultad para reformar y democratizar el sistema judicial se revela también en el abordaje histórico, pues se advierte que no hay nada más conservador ni más resistente a las reformas que el poder judicial. Y así como en un reciente contexto local hemos visto cómo se imposibilitaron las reformas “populistas” de la justicia, especialmente cuando tocaban privilegios de casta y se favorecía la participación, no será de extrañar una idéntica resistencia a las reformas “gerencialistas” si avanzan sobre los privilegios y los mecanismos de rendición de cuentas. La apelación a la “productividad” puede ser utilizada a favor de los intereses corporativos y en contra de una efectiva reforma. De hecho, el recurso a lo punitivo no hace sino mantener lo que se hizo históricamente, y ello se advierte no solo en la efectiva represión de los más pobres, sino también en la intervención simbólica con el discurso punitivo sobre la misma clase política y la llamada corrupción. Lo punitivo se convierte, como discurso anti-político y desmovilizador, en principal herramienta contra cualquier cambio.

Con esa excusa se impide tanto la reforma eficientista cuanto la democratizadora de la jurisdicción penal. Las “resistencias” dan cuenta de situaciones privilegiadas, de “pertenencias” a un acogedor sistema burocrático de castas y, también, de una ejemplar “capacidad adaptativa” a las mismas demandas sociales y políticas. La imagen de Lampedusa, en El gatopardo, es aplicable a un ámbito especializado en cambiar para que todo siga igual. La necesidad de responder a la cuestión judicial, involucrándose en su reforma, debe estar atenta, también, a no ser parte de “tratativas pespunteadas de tiroteos inocuos, y, después, todo será igual pese a que todo habrá cambiado”, como decía el genial italiano.

La reforma debe, por tanto, rechazar el modelo autoritario de confiscación de conflictos, y que solo ofrece más de lo mismo a las urgencias, temores y anhelos de los habitantes, y romper con la tendencia de la burocracia judicial a seguir haciendo lo mismo, pero con distinta racionalidad u otros nombres. En ese sentido, la transformación más radical de la justicia no puede prescindir de la relación de la legitimidad con su efectividad. Legitimidad y eficacia son respuestas aparentemente contradictorias, y no solamente por lo ya señalado sino también porque la primera parece adscribir más a un modelo participativo, y la segunda se adecua perfectamente al burocrático.

Pero más allá de esa pugna, hay que logar una respuesta conjunta que redefina la eficacia a los objetivos políticos de la legitimidad. Así, mientras que los tecnócratas actuariales entienden la eficiencia como reducción de costos y capacidad de pronunciar más arrestos preventivos y sentencias condenatorias, también es posible entender la eficiencia como mayor respeto tanto de las garantías de los imputados en el proceso, cuanto de las funciones políticas, simbólicas y de control del juicio penal.

Foto Paula Szewach
Foto Paula Szewach

La idea de participación de las personas comunes en la justicia debería de ser la clave, nueva y a la vez antigua, de las reformas del judiciario penal. La pregunta por la buena justicia debe responderse afirmando esa clave democratizadora, aunque también que sea rápida y eficiente, siempre que esto se acompañe del respeto garantista a la verdad, de la democratización, de la accesibilidad e igualdad, de la cercanía con todas las personas, y de la protección del más débil. Ese modelo de resolución de conflictos que emerge en la administración de justicia con pretensiones de dar respuesta a las demandas de legitimidad democrática, será producto de un nuevo cambio pero remite a las siempre postergadas reformas de la justicia y que van desde las teorías liberales a las social-democráticas, que deben adecuarse a los tiempos actuales de participación y acercamiento a las personas comunes y a su control y escrutinio.

En lo que hace a la participación democrática, además de recuperar experiencias como el juzgamiento por jurados legos, que no obstante su antigüedad y resistencia desde diversos sectores tiene un potencial derivado de esa ritualidad expresiva, es necesario prestar atención a algunas apuestas del neoconstitucionalismo latinoamericano (Ecuador, Bolivia), que también se entroncan con la tradición democrática estadounidense como la elección directa tanto de jueces cuanto de órganos de control, o la existencia de mandatos acotados en el tiempo, o mecanismos para que el judicial medie con los poderes políticos para una última palabra constitucional (como en Canadá). Estas prácticas institucionales, pese a sus problemas de implementación, tienen un gran potencial y podrían impedir los abusos de jueces en favor de poderes salvajes privados y públicos -empezando por los propios-.

Esa buena justicia, efectiva y eficiente, democrática y participativa podría favorecer una deriva: de la idea de justicia como poder a la de justicia como servicio. Insistir en una justicia que sirva, no debe entenderse en el sentido de que sea servil a los salvajes poderes privados o públicos, y mucho menos a la misma corporación convertida en ese tipo de poder. Por el contrario, siendo capaz de reconocer espacios de libertad y con sensibilidad a demandas de los comunes y necesidades de los más débiles, la justicia penal servirá a la vida social obteniendo justificación y legitimidad. Un servicio que siendo legítimo podría también ser confiable. Y para ello debe operarse institucionalmente, con otro tipo de reformas que propugnen un cambio de la cultura del juez, especialmente rompiendo con la vieja estructura vertical que concentra el poder en la cúspide de la pirámide pero sin promover la anarquía decisional.

El cambio cultural se realiza especialmente en el plano individual, en el caso de los jueces y juezas. Como dice Ferrajoli, “la confianza de las partes en sus jueces es el principal parámetro y banco de pruebas de la tasa de legitimidad de la jurisdicción. No debería olvidarse nunca que los ciudadanos, y en particular los que sufren un juicio serán también jueces severísimos de sus jueces, de los que recordarán y juzgarán la imparcialidad o la ausencia de ésta, el equilibrio o la arrogancia, la sensibilidad o el embotamiento burocrático. De los que, sobre todo, recordarán si les han hecho sentir miedo o si han garantizado sus derechos.”[i] Ese aspecto también merece reformas institucionales ya que en la tarea de la formación de las juezas y los jueces se debe insistir en la sensibilidad y en el carácter, en determinadas virtudes necesarias para enjuiciar con ecuanimidad, empatía y respeto a todos los implicados en el juicio pero especialmente a los más débiles. Estas instituciones de formación también deberían instruir sobre la función política que cumplen y en cómo realizarla con cautela pero sin temores para extender los ámbitos de libertad y propulsar un futuro más equitativo.

Ésa educación no debe encararse como un nuevo encapsulamiento de élites o castas de juzgadores, sino que deben ponerse en común múltiples voces para que puedan entender y descubrir su poder dentro de la misma complejidad de la cuestión, y para que no prevalezcan opiniones y soluciones simplistas ni dirigidas por intereses tradicionales o corporativos. Y para a su vez revertir en una mayor participación y así redistribución del poder, también del judicial.

En esa tarea son fundamentales las instituciones universitarias y generales, pero no solamente en lo que se dirija a quienes ocuparán esas funciones de servicio, sino especialmente para destinarse a quienes deben ser servidos por ellos. Es necesario un movimiento en la atención que de poner el centro en los operadores, jueces o abogados, lo haga en los justiciables o usuarios de dichos servicios, víctimas o supuestos agresores en determinados conflictos sociales. Y que lo haga en su calidad de sujetos. Sujetos que actúen pero también controlen el funcionamiento del servicio de justicia. Y para ello, los muchos ojos de estos sujetos siempre postergados se deben posar sobre los operadores de tal forma que se hagan efectivos controles democráticos, que van desde la publicidad de los procedimientos a la motivación de las decisiones, para lo cual puede resultar útil la revolución tecnológica y de las comunicaciones. Educar la mirada para que esos ojos puedan “escudriñar escrupulosamente las posibilidades que quizá todavía le queden a la justicia”, como señalaba Friedrich Durrenmatt en su novela Justicia.

 

[i] Ferrajoli, Luigi, “Nueve máximas de deontología judicial.” En Jueces para la Democracia, nro. 77, 2013, p. 11.

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