Dictadura Cívico-Militar
Los dos demonios (reloaded)

Por Daniel Feierstein (CEG-UNTREF/UBA/CONICET)

Parte de los avances de la sociedad argentina en los modos de elaboración del genocidio vivido hace ya cuatro décadas se ven reflejados en la imposibilidad de justificar el aniquilamiento públicamente. Ni siquiera los más conspicuos defensores de los genocidas se animan a sostenerlo y es un discurso marginal que apenas aparece en posteos encendidos de trolls mediáticos, por lo general anónimos o en figuras excluidas del escenario político contemporáneo.

Sin embargo, los defensores y cómplices de los genocidas han encontrado en la revitalización del discurso de los dos demonios (recargado) una posibilidad fecunda de incidir en las disputas por la captura del sentido común en la reconstrucción del pasado y estos últimos dos o tres años (y muy en particular desde la asunción del macrismo) han demostrado su potencia, basada no sólo en el bombardeo mediático sino, fundamentalmente, en la simpleza y solidez de algunos de sus planteos y en el agotamiento de cierta mirada progresista bienpensante que, cómodamente instalada en lo “políticamente correcto” no logra recuperar la fuerza que llevó a ganar el sentido común del pueblo argentino en la larga lucha contra la impunidad durante los años ochenta y noventa.

Es objetivo de esta reflexión intentar analizar los nudos argumentales de esta reconfiguración de la teoría de los dos demonios (recargada), así como las debilidades y fortalezas de los discursos que se le buscan oponer.

Dos demonios, dos terrorismos, dos violencias

No es ocioso recordar que la teoría de los dos demonios no surge como un discurso de los genocidas sino que nace en sectores del movimiento de derechos humanos, del propio pueblo argentino y, muy en especial, del gobierno de la transición democrática como un tipo de discursividad que intentó oponer a la legitimación del aniquilamiento el desnudamiento de la clandestinidad, crueldad e ilegalidad del accionar estatal. No debe olvidarse que el discurso de los dos demonios – en los últimos años de la dictadura y los primeros de la democracia – fue el modo de permitir el juzgamiento de los responsables materiales del genocidio – las primeras tres juntas militares y algunos otros represores como Camps, Etchecolatz o Chamorro.

Ese discurso que oponía un terror civil y otro estatal y que proponía juzgar ambos (aunque consideraba “más grave” al estatal) tuvo como costo la unificación de dos tipos de prácticas cualitativamente distintas: la lucha contra la injusticia (con todos los aciertos y errores que se le puedan asignar) frente al intento de aumentar la injusticia a través de una reorganización nacional guiada por el terror (esto es, un genocidio). Si bien útil en su momento para fragmentar los discursos de legitimación del accionar genocida (que la sociedad argentina era un caos y los militares habían llegado para imponer el orden), este discurso siguió permeando el sentido común de la mano de miradas duales como la que implica el concepto de terrorismo de Estado (que convoca, quiéralo o no, la contracara de un “terrorismo civil”) o la que concibe ambas prácticas bajo el paraguas de la “violencia política” y luego le agrega adjetivaciones como revolucionaria, contrarrevolucionaria, estatal o civil, pero continúa equiparando ambas prácticas sociales.

Se asuman como parte de la teoría de los dos demonios (en realidad nunca nadie se asumió como tal) o se opongan en su forma explícita a esa fórmula, toda discursividad que analiza ambos procesos como dos caras de una moneda (dos males, dos terrorismos, dos violencias) forma parte de este tipo de caracterización, aún cuando postule que la violencia estatal es infinitamente peor que la civil, que unos hechos deben ser juzgados y los otros no, que unos los cometieron “jóvenes idealistas equivocados” y otros “unos demonios malvados”. La potencia de la teoría de los dos demonios no radica en la demonización de unos, otros o ambos (como creen muchos de quienes la critican) sino en la equiparación de dos prácticas cualitativamente distintas, en la construcción causal de que una sería la respuesta a la otra y en la imposición de hablar ambas prácticas juntas. El truco de la teoría de los dos demonios radica en el término “dos”, no en el término “demonios”.

Sobre estas lógicas se ha montado esta reaparición de la teoría en tanto reloaded, recargada en su versión derechista con la apelación a “las víctimas del terrorismo” (una categoría tan de moda en el siglo XXI) y con su desafío al discurso políticamente correcto de la última década, planteando que (a diferencia de las víctimas del genocidio) estas “víctimas en espejo” no habrían recibido el reconocimiento estatal, la justicia o las reparaciones que recibieron las otras y reclamando un tratamiento igualitario tanto en el plano jurídico como en el plano político o en el plano moral. De allí radica su efectividad y el modo en que van calando más y más fuerte en el imaginario social ante cierto desconcierto de quienes, acostumbrados desde hace un tiempo a hablar sólo entre nosotros en eventos de militancia o de “convencidos”, hemos perdido gran parte de la potencia que permitió derrotar a la impunidad y no atinamos a desarticular un discurso que se va expandiendo como una mancha negra, especialmente en las generaciones más jóvenes, siempre reacias (¡¡¡por suerte!!!) al pensamiento políticamente correcto.

La debilidad del discurso políticamente correcto: ¿se trata de “cosa juzgada”? ¿se debe impedir el debate?

La expresión más clara de este relativo desarme ideológico y discursivo es la apelación a callar a los nuevos voceros de la derecha pro-genocida, como si la fuerza pública fuera la herramienta para dirimir los debates o ganar las disputas por el sentido común. La rápida acusación de “negacionistas” y la insípida referencia a que se trata de una “cosa juzgada” son modos de escapar al debate, legitimar el statu quo y potenciar aún más a todos aquellos que se unen al discurso pro-genocida por su faz “políticamente incorrecta”.

Me he opuesto una y otra vez a la criminalización de los relativizadores del genocidio nazi. Me opongo del mismo modo a la criminalización de los relativizadores del genocidio argentino. Los debates por las representaciones del pasado no se dirimen con el código penal en la mano. No lo aceptaré jamás cuando se abate sobre mí pero tampoco como herramienta para sostener mis puntos de vista ante quienes disienten con los mismos. Debemos combatir a los negacionistas y relativizadores sin descanso. Podemos cerrarles los espacios mediáticos lo más que podamos (apelando a la responsabilidad de periodistas y comunicadores). Podemos exigir al ámbito estatal hacerles pagar un costo político por sus declaraciones, por ejemplo exigiéndoles la renuncia a sus cargos públicos. Pero, más temprano que tarde, habrá que responder con argumentos porque será el único modo de incidir en las luchas por la hegemonía. Nadie jamás me convencerá de ninguna verdad diciéndome que es “cosa juzgada”. La impunidad fue “cosa juzgada” y la derrotamos. La injusticia en Argentina es “cosa juzgada” desde siempre. La justicia por lo general condena a los sectores populares (incluso en muchos casos siendo inocentes de los crímenes que se les imputan) y absuelve a los lavadores de dinero, a los corruptos, a los criminales de guante blanco. Todo eso es “cosa juzgada” en nuestro país.

Quienes me conocen saben que he insistido siempre en la importancia de dar la batalla judicial, en la relevancia de la justicia como un modo de construcción de verdad, en la incidencia de los fallos en las luchas por la hegemonía. Sigo sosteniendo con la misma fuerza la importancia de esa lucha y todos los logros que hemos obtenido en dicha arena (incluso el reconocimiento de la existencia de un genocidio en la Argentina). Pero es una ratificación de algo que consideramos justo y verdadero. Lo valioso es que los tribunales reconocen la verdad y por una vez hacen justicia, no que la verdad y la justicia es lo que dictan los tribunales.

Al planteo argumental de los dos demonios, los dos terrorismos o las dos violencias sólo se lo podrá derrotar desarmando esa operación discursiva que intenta unir prácticas cualitativamente distintas para sacar conclusiones de esa articulación artificial. No lo derrotaremos acallando autoritariamente a sus voceros o intimándolos. Así como hoy vuelve como boomerang la chicanera expresión “armen un partido y ganen las elecciones” (absurdo anti-argumento que quería confrontar un discurso con la fuerza del statu quo), rápidamente quienes responden en estas nuevas circunstancias “es cosa juzgada” tendrán que tragarse sus palabras cuando una justicia cada vez más corrupta y manipulable comience a dictar fallos proclives a esta teoría de los dos demonios recargada. Sólo podremos detener esta ofensiva con fuertes movilizaciones masivas y plurales y con potencia y solidez en nuestras argumentaciones. Espero que seamos capaces de ambos desafíos.

Girando el reloj treinta años para atrás: aportes y límites del discurso alfonsinista

Ante la apelación vacía de algunos referentes políticos a la “cosa juzgada” o a cerrar el debate sin discusión, llama la atención que la solidez en las confrontaciones mediáticas para oponerse a esta ofensiva pro-genocida va siendo hegemonizada por los viejos alfonsinistas que, callados durante más de una década, reaparecen hoy (no muy reloaded) para poner límites a la equiparación de las dos “violencias” o al discurso que plantea que las víctimas de la primera violencia no habrían tenido justicia. Si bien son varios los que han reaparecido en los medios en estos días, uno de los más lúcidos ha sido Ricardo Gil Lavedra, quien sintetiza argumentos fundamentales que resultan más sólidos que la vacua apelación a la “cosa juzgada” o al cierre del debate.

El eje argumental alfonsinista ha sido el siguiente:

1) Las víctimas de la “violencia terrorista” son también víctimas de la dictadura genocida, que impidió que se juzgaran los hechos de la izquierda armada aniquilando a sus supuestos responsables, a sus familias, a sus allegados.

2) La violencia estatal no es equiparable a la violencia civil, en tanto es el Estado quien debe proteger a la población y quien maneja tanto el aparato punitivo como los tribunales encargados de brindar justicia.

3) Los líderes sobrevivientes de la izquierda armada fueron perseguidos judicialmente a partir del decreto 157/83 y las acciones judiciales posteriores e indultados por el gobierno de Carlos Menem junto a los genocidas. Esto es, que no sería verdadero sostener que dichos hechos quedaron impunes ya que el Estado los persiguió tanto en dictadura (con un genocidio) como en democracia (con juicios a los sobrevivientes).

Por mucho que confrontemos argumentalmente con este discurso alfonsinista, es evidente que el mismo es más efectivo que las apelaciones vanas a la “cosa juzgada” o las denuncias de incorrección política o de desafiar “aquello en lo que todos estamos de acuerdo”. Pero el costo de dicha defensa es extremadamente alto, porque reconoce el principio fundamental de la teoría de los dos demonios: la equiparación (por mucho que uno sea peor que el otro) de las acciones genocidas con los intentos de combatir la injusticia. El discurso alfonsinista legitima los juicios a los genocidas y desnuda las falacias de la nueva derecha al costo de legitimar el núcleo más profundo de la teoría de los dos demonios: que hubo dos violencias que se encuentran articuladas de modo causal y que constituyen dos caras (por muy distintas que sean) de la misma moneda.

 

Sobre la especificidad de la violencia genocida

La palabra “genocidio” ha reaparecido en estas discusiones, paradójicamente sostenida por muchos de quienes no la sostuvieron en los estrados judiciales o incluso de quienes (sin ninguna necesidad) salieron a argumentar en las cortes “en contra” de aquellas querellas, fiscalías o tribunales que lucharon por el reconocimiento de la existencia de un genocidio en la Argentina de los años setenta.

La referencia no es casual. La potencia de la perspectiva del genocidio no radica en que se trate de una palabra mágica ni en que refiera a una acción “más grave” que otras ni que, de por sí, le cierre la boca a nadie con la fórmula “cosa juzgada”.

La potencia de la perspectiva que comprende a lo ocurrido en la Argentina como un genocidio es que quiebra la equiparación dual, con una contundencia difícil de encontrar en otras visiones. Porque allí radica el nudo de esta disputa por el sentido, allí se encuentra el corazón de toda teoría de los dos demonios. No en la asignación demoníaca (aquella metáfora poética de Ernesto Sábato) sino en la binarización. Por eso el concepto de terrorismo de Estado es fallido. Porque convoca una y otra vez semánticamente a su par (el terrorismo), por muchos de que quienes lo sostengan digan que las acciones de la izquierda armada no eran terroristas (¡que no lo eran!!). Ya en su denominación radica su falla. También en el intento de oposición de dos “violencias”, tan de moda académicamente, se convoca a esta dualidad. También, aunque les cueste más admitirlo, en las invocaciones a la violencia revolucionaria y la violencia contra-revolucionaria, tan cara a cierta izquierda académica (mucho menos a la militante), que sigue presa de la dualidad que articula, une de modo causal y equipara dos prácticas cualitativamente distintas.

Violencia es un concepto abstracto. Casi un significante vacío. Comprende prácticas como la tortura, el exterminio, la persecución sistemática, el homicidio, la violación, la apropiación de menores pero para el caso también los atentados, las acciones de resistencia, las lesiones menores a alguien al que agredimos o del que nos defendemos. Y también existe violencia verbal, violencia simbólica, violencia patriarcal, entre muchas otras. Es también violencia empobrecer sistemáticamente a un pueblo. Es violencia el robo, pero tanto el robo de un bien en la vía pública o en nuestra vivienda como el robo del patrimonio de un pueblo a través de la corrupción o con la fuga de divisas.

La trampa de la teoría de los dos demonios consiste en esa dualidad que elige equiparar dos “violencias” totalmente diferentes y presentarlas como el anverso y reverso de lo mismo, ignorando otras decenas de modalidades de violencia. Entonces resultaría que la violencia del “terrorismo estatal” habría sido una respuesta a la violencia de los “jóvenes idealistas”, pero no se ve que esa es una construcción argumental que inventa una causalidad entre dos violencias distintas ignorando otras posibles articulaciones. ¿Por qué no pensar que las acciones de la izquierda armada fueron una respuesta a la violencia de las dictaduras previas, a la proscripción del peronismo, a la redistribución regresiva del ingreso implementada a partir del golpe militar de 1955? ¿Por qué no vincular la dictadura genocida de 1976 con la desarticulación de un tramado social que impedía las transformaciones económicas deseadas por los sectores dominantes que con la emergencia de una izquierda armada? Todas estas vinculaciones no son “naturales” sino construcciones que nos permiten entender los hechos de un modo o de otro, que tienen profundas consecuencias políticas en nuestro presente y en nuestro futuro, en los modos de elaboración de la violencia genocida por parte de nuestro pueblo. Los modos en que se articulan distintos tipos de violencia son construcciones y es allí donde radica el cuestionamiento profundo a la teoría de los dos demonios, cuestionando el tipo de articulación que busca vincular dos tipos de violencia distintas y sólo esos dos tipos y ninguno más.

No aceptar la teoría de los dos demonios no implica rehuir las legítimas discusiones sobre la pertinencia, efectividad, aciertos o errores de la izquierda armada argentina en los años setenta. Ni siquiera sobre las responsabilidades de sus cuadros políticos. Simplemente implica no aceptar discutirlo conjuntamente con la violencia genocida, como dos caras de la misma moneda. Esa equiparación y articulación es la construcción más potente y más terrible de la teoría de los dos demonios. Asumir la dualidad de dos procesos diferentes bajo un significante vacío que los vincula (terrorismo, violencia, demonios).

Entre otras posibilidades, el concepto de genocidio nos ha permitido desenganchar ambas discusiones, dando cuenta del “intento de destrucción parcial del grupo nacional argentino” presente en el “proceso de reorganización nacional”. Dicho proceso no fue una “respuesta” sino un plan diseñado antes de la existencia de una izquierda armada en la Argentina (véanse para el caso los manuales militares de los años sesenta, muy en especial el Reglamento de Operaciones Psicológicas, entre otros). No fue una acción contra-revolucionaria para frenar la acción revolucionaria. No fue una acción defensiva que se explica por las acciones previas de “otra violencia” sino que se trató de un plan ofensivo que buscaba – y en gran medida logró – transformar la estructura económica, política, social e incluso moral del pueblo argentino. Al analizar, juzgar o condenar a los genocidas nada tienen que hacer los análisis sobre otras prácticas sociales, como las implementadas por las organizaciones que se propusieron (apelando o no a la lucha armada) transformar a la sociedad argentina en otra dirección. Ese es un debate que nos debemos y que tendremos que dar. Pero es OTRO debate. Que no implica ni al código penal ni a las herramientas del derecho penal internacional ni constituye ninguna contracara ni explicación ni causalidad de la violencia genocida que se abatió sobre nuestro pueblo.

La equiparación de modos diferenciales de ejercicio de la violencia sólo ha servido en la historia para legitimar a quienes están dispuestos a una violencia ilimitada, ya que la misma aparece igualada a cualquier otro modo de utilización de la violencia. El modo más eficaz de confrontar con esta nueva ofensiva discursiva será ser capaz de distinguir prácticas sociales distintas que requieren discusiones distintas. Las violencias no son iguales ni equiparables ni se explican causalmente una en función de la otra.

En la Argentina existió un genocidio, en tanto un proyecto de “destrucción parcial del grupo nacional argentino” a través de un plan sistemático de secuestro-tortura-exterminio de sectores de la población argentina y del terror que dicho plan generó en el conjunto como herramienta para transformar su identidad.

Las luchas (pasadas y presentes) por enfrentar la injusticia no son “menos graves” que la violencia genocida. Son algo absoluta y cualitativamente distinto que un genocidio y no fueron ni la causa ni la contracara del genocidio.

Los dos demonios vienen recargados y necesitaremos recargarnos nosotros también si queremos disputar con éxito este nuevo intento por conquistar las representaciones colectivas sobre nuestro pasado.

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