Ajuste en Ciencia y Técnica
Privatización de la ciencia argentina

Por Cecilia Gárgano (CONICET/CEJB-UNSAM)

Trayectorias y resistencias

La actual crisis del sistema científico y tecnológico hunde sus raíces en la historia argentina reciente. También, en la intensificación del proceso de despojo y acumulación de capital que a nivel mundial nos reserva a los países “periféricos” una tarea clara, histórica y renovada. Detrás de la cínica y falaz llamada a que países como Argentina apuntalen sus “sistemas nacionales de innovación” reaparece el mismo rol: la extracción creciente de bienes comunes naturales (semillas, minerales, energía, tierras, y un etc. tan vital como progresivo), acompañada cada vez más por la fuga de resultados de investigación. Sí, no solamente los millones se fugan, los conocimientos también. ¿Qué problemas, históricos y estructurales, subyacen detrás del feroz recorte en ciencia y técnica que está llevando adelante la avanzada neoliberal del gobierno de Cambiemos? Y, ¿qué horizonte tenemos por delante en el futuro cercano?

Crónica del ajuste

En los últimos meses, el malestar dentro de la comunidad científica y universitaria escaló en igual intensidad que los recortes al sector. Primero fue el anticipo de un ajuste presupuestario que dejaría al CONICET sin los recursos previstos para el 2017, confirmado luego en diciembre con la reducción del 60% de los ingresos a la Carrera de Investigador Científico (CIC) del organismo. Recientemente, asistimos a la ratificación de la merma en la cantidad de ingresos para la próxima convocatoria a CIC, en 2018 solamente ingresarán alrededor de 450 postulantes. Mientras el conflicto fue ganando espacio mediático y, como pudimos advertir quienes escuchamos los bocinazos y gritos catárticos que nos dejaban quienes circulaban por Godoy Cruz 2320, también lo hizo la solidaridad de buena parte de la sociedad. Al mismo tiempo, alimentadas por trolls pintados de amarillo, se multiplicaron las declaraciones en redes sociales que apuntaban al CONICET como una de las (tantas) usinas estatales improductivas. Y, en particular, notas tendenciosas que arremetieron contra las ciencias sociales. La máxima autoridad política del sector, el hace 10 años ministro de “Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva”, Lino Barañao, años atrás ya nos había mandado a imitar el método de las ciencias exactas y naturales, haciendo gala de un enfoque que al principio podríamos confundir con cientificismo. Palabras más, palabras menos, se las sospecha de poder generar conocimiento “útil” ¿para la sociedad? Las discusiones derivadas de estos enfoques son históricas, e incluyen competencias metodológicas que enfrentaron a las ramas sociales y humanas con las exactas y naturales desde que las primeras se organizaron formal y disciplinarmente, en un escenario ya colonizado por el modelo newtoniano. Hoy, como ayer, esta problemática no se limita simplemente a una cuestión epistemológica, propia de las preocupaciones de la filosofía y la historia de la ciencia. Por el contrario, lo que muchas veces estuvo (y está) detrás de estos debates, y de la propia construcción histórica de las disciplinas, sus reglas y validaciones, es precisamente el nuevo interés cognitivo que acompañó la transición del feudalismo al capitalismo, y que no ha cesado de reconfigurarse reafirmando su rol. Es curioso, mientras el ministro Barañao declara públicamente que los historiadores medievalistas están muy bien para las Universidades (donde la libertad de cátedra sería sinónimo de anarquía egocéntrica) pero no para el CONICET, estas características que otrora asumiera la producción científica tienen plena actualidad. Acercándonos al escenario temporal y geográfico que nos toca, las disputas que activó el reciente conflicto pusieron sobre la mesa tensiones irresueltas en relación a la planificación y orientación de la ciencia argentina. En otros términos, para qué y para quiénes.

Mientras tanto, la reacción fue veloz: toma del Ministerio y organización. La rapidez no fue casual, desde agrupaciones como JCP (Jóvenes Científicos Precarizados) hace años se viene reclamando por las precarias condiciones de becarios y becarias del CONICET bajo una consigna, Investigar es Trabajar, que evidencia las carencias de quienes integran el eslabón más bajo de la cadena de producción de ciencia y tecnología (licencias, paritarias, aguinaldos, y un largo etc.). Lo que sigue es conocido: en un contexto de desguace del empleo estatal, en diciembre se consiguió prorrogar las becas y alcanzar un acuerdo. Insertar en organismos del complejo científico (INTA, INTI, CNEA) y Universidades Nacionales a “los 500” candidatos recomendados por el propio CONICET para su ingreso a carrera de investigación en 2017, que habían sido dejados fuera del organismo por supuestos motivos presupuestarios. Para muchos este acuerdo es insuficiente, para todos inviable tal como están las cosas: ni los organismos, ni mucho menos las universidades, están en condiciones de absorberlos. El argumento centrado en la disponibilidad del presupuesto cayó por su propio peso (el dinero para garantizar sus salarios en otros organismos estaría disponible, según los funcionarios), y se reveló como lo que verdaderamente es: una política de achicamiento del CONICET y de orientación selectiva de sus investigadores y productos. Pasaron las fiestas y el verano porteño nos encontró en plenarios y nuevas acciones de creativa organización. Hasta aquí, los hechos. Nada de esto ha terminado aún, todo lo contrario.

 

Un poco de historia

En el marco de una creciente imbricación entre estados, ciencia, tecnología e industria, cuyo escenario internacional estuvo dado por los ecos del fin de la Segunda Guerra, en pocos años Argentina procedió a crear un conjunto de instituciones específicamente dedicadas a la promoción de actividades científicas y tecnológicas. Organizadas por el Estado nacional pero con funcionamiento autónomo, abarcaron campos estratégicos (agro, industria, energía nuclear) y fueron creadas casi en simultaneidad. En 1950, la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA), en 1956 el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), un año después el Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI), y en 1958 el CONICET. Desde su fundación, en tiempos de la autodenominada “Revolución Libertadora”, en el CONICET las ciencias sociales ocuparon un lugar marginal. En el primer directorio siete directores provinieron de disciplinas biomédicas, cinco de ciencias exactas y naturales, uno de las áreas tecnológicas y ninguno de las sociales (Decreto-ley 1291/58). Además, en su artículo segundo estableció que debería “Auspiciar por los medios apropiados el desarrollo de las investigaciones en la industria privada y brindar a ésta su asesoramiento en materia científico-técnica”. Dedicó buena parte de sus recursos al establecimiento de un programa de becas orientadas a graduados universitarios, y a subsidios destinados a financiar equipamientos e investigaciones. En 1961, un paso fundamental lo constituyó la organización de la Carrera de Investigador Científico, de dedicación exclusiva, inspirada en la experiencia francesa del Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS). Muchos de los miembros de la Carrera tuvieron como lugar de trabajo universidades nacionales, lo que inicialmente contribuyó a articular las actividades de docencia e investigación. El método por excelencia fue la evaluación entre pares, a partir de la conformación de comisiones disciplinares y de rigurosos concursos obligatorios para acceder tanto a los programas de becas como al ingreso a la CIC.

En un país sometido al derrotero de sucesivas dictaduras, el mecanismo de evaluación por pares se vio fuertemente limitado, y en muchos casos interrumpido, por presiones políticas e ideológicas. Durante el régimen encabezado por el general Onganía, en especial luego de la llamada Noche de los Bastones Largos, y luego durante el gobierno constitucional de María Estela Martínez de Perón, se registraron numerosos episodios en este sentido.[1] A partir de 1976, con el inicio de la última dictadura, se produjo un fuerte éxodo de científicos y la cesantía de cientos de trabajadores en las universidades y en los distintos organismos de CyT a los que se vinculaban muchos integrantes del CONICET como becarios o investigadores. Como en otros espacios laborales, la represión en estos ámbitos operó desarticulando las militancias gremiales y políticas, e incluyó secuestros y desapariciones en sus propios lugares de trabajo. Al mismo tiempo, el éxodo no solamente conllevó la pérdida de investigadores altamente calificados y la marginación de las universidades. El contenido político de esta fuga también implicó erradicar las visiones que ponían en cuestión la ausencia de soberanía en la configuración de las agendas, y la necesidad de articular el quehacer científico y tecnológico a la transformación social. Estos enfoques, derivados en buena medida de aportes realizados desde fines de la década de 1960 por autores como Amílcar Herrera y Oscar Varsavsky, también vieron coartados su capacidad de expansión en la esfera local. Por estos años, en sintonía con las trasformaciones que registraba el proceso de acumulación, también se incrementó la apropiación privada -por parte de fracciones económicas concentradas de origen local y transnacional- de conocimientos científicos y tecnológicos producidos con fondos públicos. La des-regulación del marco normativo del sector, cuyo hito fue la liberal Ley 21. 617 o tercera ley de transferencia de tecnología de 1977, jugó un rol catalizador.

A nivel internacional, no son pocos los historiadores y analistas de la ciencia (como Dominique Pestre, Paolo Palladino, o Hilary y Steven Rose) que ubican en la década de 1970 el avance hacia la privatización de la ciencia y la tecnología. Para la década de 1980, en Estados Unidos, dos relevantes transformaciones del marco regulatorio de la actividad de CyT se vincularon a esta problemática. El Acta de Transferencia de Tecnología de Stevenson-Wydler, que facilitó los convenios entre laboratorios públicos, universidades y empresas, y la Enmienda Bayh-Dole a las leyes de patentes, que otorgó a las universidades y centros de investigación la posibilidad de percibir derechos de propiedad intelectual por trabajos realizados con fondos públicos.[2] En Argentina, el fin de los ´80, en plena crisis inflacionaria, vio nacer los “Convenios de Vinculación Tecnológica” (CVT) con empresas. El pionero fue el INTA, en 1987.

La entrada en la neoliberal década del ’90, tan recordada en este sector porque Cavallo mandó a una científica a lavar los platos (si hubiera sido hombre, probablemente la hubiera mandado a otro lado), encontró al complejo de CyT sumido en una crisis sideral. En sintonía con la oleada que fue avanzando a nivel nacional, también algunas de las instituciones científicas estuvieron a punto de caer en la marea privatizadora. Si bien no lo hicieron formalmente, la estrategia de supervivencia que muchas encontraron, junto al uso racionado de insumos, luz, y hasta papel higiénico, fue multiplicar los CVT. Durante la década siguiente, a partir del 2003, el sistema científico recibió una inyección de recursos, materiales en primer lugar, y también simbólicos, en los que podemos ubicar a la propia creación del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva (con Barañao a la cabeza). El CONICET en particular incrementó exponencialmente la cantidad de becas, los montos de las mismas, y los ingresos a CIC. También los consorcios público-privados se multiplicaron.

 

“Articulación público-privada” o ciencia para las corporaciones

Sheldon Krimsky ha caracterizado como “capitalismo académico” a los patrones de producción de conocimiento que proliferaron como consecuencia de la imbricación creciente entre universidades y empresas. En rigor, la definición excede al ámbito universitario. ¿Cuál es la manifestación local de este modelo científico? Si la apropiación privada del conocimiento ha constituido una constante histórica de la sociedad capitalista desde sus orígenes, en Argentina esta problemática es indivisible de su matriz de productiva y de su convulsionada historia social y política. Por la misma razón, en ella juegan un rol primordial los conocimientos vinculados a la producción agrícola.

En abril de 2009, el científico Andrés Carrasco había publicado en el diario Página 12 algunos de los resultados de sus investigaciones, que señalaban efectos perjudiciales del glifosato en embriones anfibios y su riesgo potencial para la salud humana. Hacía ya 13 años que la soja RR (resistente a este agroquímico y comercializada por la firma Monsanto) se expandía a pasos agigantados en suelo argentino. Un mes más tarde a la nota de Carrasco, el 7 de mayo, un cable titulado “GLYPHOSATE HERBICIDE, A CATALYST FOR ARGENTINE POLITICS” [“Herbicida de glifosato, un catalizador para la política argentina”][3] (sic) era enviado desde Buenos Aires al Departamento de Agricultura y otras dependencias estatales de los Estados Unidos. En él, se relataba que se había desatado una “campaña en contra del uso del glifosato”, pero que esta no era unitaria, y que el ministro de Ciencia y Tecnología [Lino Barañao], lideraba la defensa de la utilización de la sustancia y el cuestionamiento de la credibilidad de la investigación de Carrasco. Muchos nos hemos preguntado ya, ¿para quiénes no eran “útiles” las investigaciones de Carrasco y su equipo? ¿Qué tipo “articulaciones público-privadas” ponían en jaque? ¿Y qué “consorcios”, que implican la cesión de rentables resultados de investigación sobre los principales cultivos a semilleras y agroquímicas, se impulsan para sostener la actual forma de explotación y producción del agro argentino?

No se trata de que no puedan orientarse líneas prioritarias de investigación, ni de negar la necesidad de articular la producción de conocimientos a la resolución de problemáticas sociales y económicas. Todo lo contrario. Se trata de poder realmente utilizar esa maravillosa y potente creación, la ciencia, que a lo largo de milenios hemos ido acumulando y construyendo colectivamente. El problema es que el criterio que dictamina las prioridades, los financiamientos, y los recortes, es el mercado. “Es el capitalismo, estúpido”, estarán pensando. Pues bien, en principio no viene mal recordarlo y llamar a las cosas por lo que son, ya que lo que diariamente se instala como discurso hegemónico es la imagen de científicos (si son sociales, mucho peor) inservibles por su desconexión con “la realidad”. Esta es la conexión que el recorte está defendiendo.

En este sentido, es posible pensar que la acumulación por desposesión de la que nos habla David Harvey incluye también a la producción local de conocimiento. Bajo este concepto, Harvey[4] alude a la reactualización de prácticas depredadoras de acumulación “primitiva” u originaria, que habrían crecido aún más que la reproducción ampliada del capital, operando mediante diversos mecanismos que mercantilizan ámbitos o recursos que permanecían sin enajenar, como los bienes naturales comunes (agua, semillas, energía). Algunos de estos mecanismos son de larga data y otros, como los derechos de propiedad intelectual, de más reciente aparición. En rigor, si analizáramos la producción cognitiva científica y tecnológica local en esta clave, cabría revisar la categoría de “desposesión”, ya que lo que encontramos es una cesión, legalmente regulada. La apropiación privada de conocimientos científicos, en las que el Estado, su principal productor, lejos de jugar un rol pasivo y de meramente expoliado, es un eslabón clave para la consecución de la “transferencia” y utilización de los conocimientos con fines lucrativos que poco tienen que ver con la resolución de necesidades y el incremento de la calidad de vida de la sociedad que financia las investigaciones. Por eso entre los pendientes del actual conflicto también tenemos democratizar el CONICET, transparentar sus criterios de evaluación, y analizar de qué manera la actual producción de ciencia y tecnología se articula al esquema de acumulación dominante. ¿Qué ciencia queremos hacer?

Torre de marfil, no. ¿Conocimientos y científicos en favor de las empresas, sí?

“¿Para qué financiar investigadores? ¿Para aportar al conocimiento universal? La ciencia cultural no es la función de la ciencia en un país en desarrollo”[5], se pregunta y se responde el ministro Barañao. Nos dicen que el compromiso social del graduado universitario dedicado a la investigación tiene que estar basado en saldar la “deuda” contraída con la sociedad, debido a la inversión pública destinada a su formación. ¿Cuánta “utilidad” les reportan a las comunidades rurales los convenios de vinculación con firmas transnacionales, que generan semillas genéticamente modificadas para ser resistentes a los herbicidas que estas mismas empresas producen? ¿Qué porcentaje de la población se beneficia de los nuevos (y brillantes) avances en el combate del cáncer en un país que carece de producción pública de medicamentos? Podríamos seguir haciendo la lista de los ejemplos citados como casos estrella por los funcionarios del sector. Ciertamente la científica es una política explícita.

Entre muchos otros valiosos aportes que las disciplinas sociales hacen, también está el de recordar que la ciencia es una actividad humana. Obviedad que a veces parece desdibujarse. Y, en este sentido, les cabe recordar que la consolidación de espacios físicos, simbólicos e institucionales de producción de conocimiento se encuentra inexorablemente signada por la injerencia de diversos elementos políticos, económicos, y culturales que atraviesan su producción social. En igual media lo están las pautas de validación de las prácticas científicas, y las problemáticas ligadas al uso y destinatarios de los conocimientos generados. Tal vez seamos las ciencias sociales las encargadas de discutir, hasta el hartazgo si hace falta, el hecho de que estas pautas y destinatarios tengan como equivalente a las corporaciones.

La dimensión cognitiva ligada a la expulsión y éxodo de jóvenes científicos y a la desfinanciación del sistema de CyT, pero también a la apropiación de resultados de investigación, es parte constitutiva de los modelos extractivistas y de las relaciones neocoloniales que los constituyen. En el escenario que hoy nos toca atravesar la pregunta ineludible es qué hacer, y cómo. Dirán que el fin de la historia llegó, hace rato, y que no hay escapatoria posible. A lo sumo, estrategias para sobrevivir en un capitalismo menos salvaje. Diremos que la única estrategia es continuar resistiendo y creando conocimientos críticos, lazos con otros movimientos y colectivos. Asumiendo que los científicos somos trabajadores, y como tales nos cabe la responsabilidad de velar por nuestros derechos laborales, pero también de ubicar nuestro rol en la lucha que opone satisfacción de necesidades a acumulación de ganancias. Autonomía a sometimiento. Indiferencia y complicidad, a compromiso y denuncia. Desde cada una de nuestras aulas y nuestras plumas. Sumando alianzas para desbaratar el desguace de la ciencia, ya en marcha, también alertas de la necesidad de cuestionar los destinos de las investigaciones, los mecanismos de apropiación del conocimiento producido con fondos públicos, la cesión de patentes, científicos y resultados a las arcas transnacionales.

 

[1] Feld, A. (2015). El CONICET: radicalización, represión y cambios institucionales durante las décadas de 1960 y 1970. En Gárgano, C. (Comp.) Ciencia en Dictadura. Trayectorias, agendas de investigación y políticas represivas en Argentina (pp. 35-63). Buenos Aires: Ediciones INTA.

[2] Krimsky, S. (1991). “The profit of scientific discovery and its normative implications”, Chicago Kent Law Review, 75 (3), (pp. 15-39).

[3] Telegrama de la Embajada de EEUU en Buenos Aires, martes 7 de mayo, 2009. Recuperado de: https://wikileaks.org/plusd/?qproject[]=ps&qproject[]=cc&qproject[]=fp&qproject[]=ee&qproject[]=cg&q=Bara%C3%B1ao#result

[4] Harvey, D. (2003). The new imperialism. Oxford University Press: New York.

[5] Ámbito Financiero, “Hay miles de doctores que lo único que quieren es el empleo fijo del Conicet”, entrevista a Lino Barañao, domingo 19 de febrero 2017. Recuperado de: http://www.ambito.com/873286-hay-miles-de-doctores-que-lo-unico-que-quieren-es-el-empleo-fijo-del-conicet

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