Violencias
La ironía neoliberal, el “Nunca más” y el “Ni una menos”

Por Manuel Ignacio Moyano (UNC)

I. Hacia el final del primer volumen de La historia de la sexualidad, Michel Foucault nos dejaba una sentencia atroz sobre el dispositivo de la sexualidad, aquel que según su diagnóstico se encargó, desde el siglo XVIII en adelante, de establecer la “monarquía del sexo” para regular los cuerpos y los placeres, aquel que haciéndonos creer que sobre el sexo pesaban todos los tabúes no hacía otra cosa más que conminarnos a hablar y entender aquello que el sexo era. Una sentencia atroz no tanto por su carácter apocalíptico sino por su sencillez: “Ironía del dispositivo: nos hace creer que en ello reside nuestra ‘liberación’.” Ironía del dispositivo, entonces, en hacernos hablar y estudiar el sexo para entramparnos en su red de poder, en sus sistemas de saber y en sus prácticas confesionales. Para nosotros, lo atroz de la sentencia no se queda solo allí, en cierta avispada contra-ironía respecto de los discursos de la sexualidad. Se refuerza, aquí y ahora, en que describe muy bien el modus operandi básico del capitalismo: allí donde más nos atrapa es donde nos hace creer que reside nuestra “liberación”. No se trata de mera ideología, sino de capturar allí donde sucede la “liberación”. El dispositivo, su ironía, es el cinismo puro: gobierna en el mismo lugar en que libera.

 

II. “Hay que ver en el capitalismo una religión, es decir, el capitalismo sirve esencialmente a la satisfacción de las mismas preocupaciones, suplicios, inquietudes, a las que daban respuesta antiguamente las llamadas religiones.” La afirmación corresponde a Walter Benjamin y entre los varios rasgos con que caracteriza a esta religión, nos señaló uno que se entronca de lleno con la sentencia foucualteana: que el capitalismo “es, probablemente, el primer caso de un culto no expiante, sino culpabilizante.” En una palabra, un culto en cuya práctica se produce una culpabilización imposible de expiar. Y por ello mismo, un culto que no apunta a la liberación sino a la culpabilización. Sin embargo, creemos, la lectura inversa se habilita: es el culto en cuya liberación se produce la culpa. No hay expiación de los pecados puesto que aquí la salvación (el locus teológico de la moderna “emancipación” o “liberación”) coincide punto por punto con la culpa. Se es culpable y, al no haber expiación ni perdón alguno, allí reside la verdadera emancipación del corazón capitalista. Es que la trampa más intensa del capital consiste en agrillarnos, a la vez, mediante la culpa y la emancipación —quizás aquí yazca la gran aporía de las revoluciones socialistas. Trampa que como el sueño, en las palabras de Sancho Panza, “iguala al pastor con el rey y al simple con el discreto.” Pequeña pero fundamental precisión: es un culto colectivo, donde todos somos culpables por igual. Y en ello se profundiza la atrocidad pues no hay diferencias posibles entre los individuos pues allí todos somos sacerdotes del capital. Lo indiferenciado del culto, la puesta en escena constante de un equivalente general que iguala “sin tregua ni misericordia” a cada cual con cada quien, sucede en que todos somos tan culpables como libertarios (no “libres”, libertarios). Y el corolario se vuelve obvio: la culpa es la liberación. Por ello mismo, no hay liberación posible de la culpa puesto que todo acto libertario, por su propia condición violenta, es culpable y, así, culpabilizante. Es aquí donde se vuelve legible, y atroz, la religión capitalista. Pero fundamentalmente una de sus condiciones que ahora podemos entrever: su violencia sacrificial.

 

III. “La vida por la patria”: esta fue la última modulación de esa violencia que vivimos antes de la conversión neoliberal del capital —o mejor, que vivimos en y a través de esa conversión. Pero también de su simiente: el terrorismo cívico-militar de Estado. Violencia del sacrificio, puesto que la patria necesitaba del sacrificio (propio o ajeno) para salvarse. Es que la violencia setentista de nuestro país, como de gran parte de Latinoamérica y del mundo, en los últimos coletazos del siglo XX, blandía colores sacrificiales: la vida no valía más que la misma patria que había que salvar. Pero esa salvación nos convertía en culpables: en eso reside la esencia del sacrificio, en que por medio de su práctica nos salvamos pero a la vez nos volvemos culpables. El “guerrillero” y el “Terror” no fueron sino las dos caras de esa misma máquina construida por la dictadura: el guerrillero como aquel que debía ser sacrificado (por él mismo o por las fuerzas armadas a cargo del gobierno cívico-militar) y el Terror como forma de gobierno, sacrificando el Estado de derecho en pos de la patria —de su salvación. Había que dar la vida (del guerrillero y de la democracia) por la patria. Nunca hubo más que un demonio, aquel Estado que hizo de “la vida por la patria” el leitmotiv esencial de la política. Pero era la vida de la guerrilla, de esa “enfermedad” social, donde lo ominoso de las enfermedades es que viven y perviven. Si se empuñaron las armas desde la izquierda radical, peronista y marxista, lo que se jugó fue el juego del único demonio: la patria del pater (y de los patriarcas). Y en ello le vino la culpa a la izquierda: buscaba la liberación. El único demonio, el Estado, jugó su propio juego: igualó a izquierda y derecha en la vida por la patria, en la violencia sacrificial. Por una parte, había que sacrificarse (la izquierda) por el pueblo y por la libertad de la patria, y por la otra, había que sacrificar (a la izquierda) por el pueblo y por la liberación de la patria. La culpa y la libertadora fueron una sola pesadilla de un mismo demonio: el sacrificio político-estatal. Y el sacrificio siempre fue estatal puesto que lo único que estaba en juego era su pervivencia. Por esta razón cualquier teoría de “los dos demonios”, por más sofisticada y progresista que sea, parte de una consideración errada: como si hubiera habido más de una violencia. Hubo una sola y fue la del sacrificio de la izquierda (por parte del Terror y por parte de la misma izquierda). La liberación culpabilizante fue la insignia que la marcó y nos marcó.

Hoy ya no solo el sacrificio. En esto se especifica la violencia neoliberal: ya no hay vida por patria que valga la pena (y como corolario: ya no hay vida de izquierdas, como bien sugiere Silvia Schwarzböck en Los espantos. Estética y posdictadura). Y por esta razón, hoy somos todos insacrificables. Y sin embargo, y esto es lo que hay que pensar, cualquiera nos puede matar. Hoy somos todos aquello que Giorgio Agamben describió como homo sacer, aquella oscura figura del derecho romano que, en las palabras de Festo, “no es lícito sacrificarlo, pero si se lo mata, nadie será condenado por homicidio”. Somos absolutamente matables puesto que lo insacrificable no nos quita en lo más mínimo la culpa que sobre nuestros omoplatos escribe el capital, pero nadie será condenado por ello. Sigue siendo la misma culpa libertaria que se extremó en sacrificio vía dictadura, pero desplazada pues hoy ya no ya no hay qué ni a quién sacrificar. Entiéndase: la culpa es libertaria no por el sacrificio (no por “la vida por la patria”), sino porque la vida misma es un acto continuo, sin tregua ni misericordia, de liberación y, por ello mismo, de violencia cotidiana. En esto consiste la sutileza del neoliberalismo y no tanto, como se ha repetido ya demasiado, en la producción de nuevas subjetividades “normalizadas”: todo lo contrario, lo a-normativo se ha hecho regla. Por ello, la ironía del neoliberalismo consiste en hacernos creer que en nuestra violencia cotidiana reside nuestra liberación, en esa violencia a-normativa absolutamente normal con que día a día, sin tregua ni misericordia, vivimos nuestra vida. Es que la vida sin más es hoy el dogma. “Vivir” es violencia sin sacrificios, lo que va de suyo. El neoliberalismo es un gobierno de la vida y por la vida, como señaló Foucault, y ello hace entendible que el marketing con el que gobierna (el mismo que gana elecciones) no reafirme otra cosa que su condición pro-vida —sea lo que sea aquello que “vida” signifique. Y nos dice, una y otra vez, “vivir es liberarse”. ¿De qué, de quién? Las técnicas de respiración y el cuerpo zen del gobierno neoliberal no son simples decorados ficticios para tapar la “verdadera” política; son ante todo los simples actos cotidianos de la liberación. Que respirar sea un acto de liberación (espiritual y vital) no elimina el gran problema de la violencia, solo desplaza aquel del sacrificio. Pues respirar cuesta vida: la vida sin otro sacrificio que el simple vivir, y por ello mismo, la vida sin sacrificios, insacrificable. La tautología perfecta. Y si vivir es un acto de liberación, es también un hecho de violencia puesto que no hay práctica libertaria que no sea a su vez violenta. Violencia sin sacrificios, sin izquierdismos. En esto va la vida neoliberal, y su ironía.

 

IV. Yerran quienes reabren toda discusión sobre la violencia política contemporánea en Argentina en la continuidad inmediata entre la figura del desaparecido, la víctima sacrificial de ese único demonio, y los desposeídos por la actual política del gobierno de Macri. La red financiera-empresarial-comunicacional de la alianza PRO-Cambiemos se rige por la misma violencia que la de cada casa: la violencia sin sacrificios. Es más, vive de esa violencia y gobierna a través de ella lo cual significa, a fin de cuentas, que vive y gobierna a través de los actos de liberación mínimos de cada ciudadano, a través de la vida misma de cada individuo social, a través de cada respiración. Pero lo hace como desde los inicios del capitalismo: por medio de la culpa. Si la liberación es la culpa —y la vida hoy es liberación perpetua sin sacrificios—, el gobierno neoliberal es un gobierno libertario de la culpa. Pero de esa culpa de la religión capitalista de la que nos hablaba Benjamin, de la culpa sin expiación. Si en el sacrificio la liberación se anudaba a la culpa por el hecho mismo del pasaje al acto sacrificial, en la era de la vida insacrificable la liberación y la culpa van de la mano en su puro darse: en la vida misma. Lo dijimos. Por ello, entonces, la liberación como signo vital es la única bandera posible, amarilla como el sol, del actual gobierno del Estado argentino. No puede haber más pancartas ni tradiciones políticas puesto que todas ellas, incluso la nacionalista-conservadora, como la historia misma de la nación —con todos sus nombres y cuadros—, son cadenas que impiden a la vida vivir, que impiden la tautología. Macri ha bajado todos los cuadros y la memoria que ellos traen puesto que ninguno sirve para liberarnos ni para respirar. Esto es, ninguno sirve para vivir la vida. Pero solo la vida le sirve a la vida: por ello Macri es el gobierno más tautológico de todos, un gobierno sin sacrificios —como la vida ociosa, es el gobierno de vacaciones, sin sacrificio.

Sin embargo, ironía del gobierno puesto que nos hace creer que en esa vida sin más reside nuestra liberación. Y lo hace porque así no nos exime de la culpa. Entonces, “¿qué hacías vos para que te golpeara?” Nada más que vivir, es decir, respirar, es decir, ser culpable. El gobierno sin sacrificios que nos pide que solo vivamos, porque así nos libraremos, nos puede matar sin cometer ningún homicidio puesto que ya todos, desde que respiramos y vivimos, somos culpables. Insacrificables sí, pero culpables también. Y por ello matables. La banalidad de la violencia significa que se mata del mismo modo que se respira, del mismo modo en que se vive la vida doméstica sin más. Cuando el gobierno no enarbola banderas y no se mueve en las contracciones de las tradiciones históricas, no comete sacrificios pero nos conmina a esa violencia cotidiana, absolutamente banal, donde lo doméstico es culpable de sí mismo. Y la culpa sin expiación posible solo tiene un destino: una vida que se puede matar sin que haya posibilidad alguna de juzgarla puesto que ya es, desde siempre, culpable.

 

 

V. “Nunca más” fue la consigna de una fuerza fundamental que venció a la dictadura, que venció al demonio sacrificial. Por ello, no hay continuación de la dictadura puesto que hubo y hay “Nunca más” —claro que se trata de una fuerza que necesita reactivarse una y otra vez para volver a vencer, fundamentalmente desde que las derechas sacrificiales no se vencen sino una y otra vez. Y hoy esa fuerza ha de enfrentarse, como muy bien lo hace, con las constantes editoriales del diario La Nación, con el negacionismo de sendos sectores del gobierno y de los medios de comunicación dominantes, el desprecio y la provocación lanzadas por el presidente y sus ministros a las políticas de derechos humanos, aquellas logradas en esa intensa cofradía que se dio entre los organismos de derechos humanos y el kirchnerismo. Y la fuerza de ese “Nunca más” no ha dejado de vencer a la dictadura —quienes hablan de su continuidad inequívoca menosprecian el “Nunca más” y toda su historicidad. La vimos escribirse en una magnánima multitud de pañuelos blancos levantados contra la posible liberación de los genocidas presos debido al aberrante fallo del 2 x 1 que la Corte Suprema macrista lanzó como última provocación. Esa consigna es hoy la columna vertebral, la plataforma de arranque para defendernos del dogma culpabilizante. Y por ello mismo, es fundamental.

Sin embargo, el neoliberalismo del gobierno macrista no es solamente la dictadura. Si es la realización de su plan económico, ello no los equipara. El macrismo inscribe un deslizamiento, pequeño pero fundamental, en la dictadura misma pues ahora hace pasar la violencia ya no por el sacrificio sino por la vida cotidiana (sin sacrificios). Se trata de esa violencia a-normativa absolutamente normal, doméstica, femicida, que se exaspera cada vez más. Que se exaspera puesto que en ella el dispositivo nos hace creer que reside nuestra liberación. Y lo hace: pero lo hace porque así gobierna, lo dijimos, a través de la culpa. No solo se violan las normas elementales del Estado de derecho, como en la prisión ilegítima e ilegal de Milagro Sala, sino que se la legitima y legaliza por la violencia más cotidiana de todas: aquella de la “la mayoría de los argentinos”. Entonces, esa culpa la dictamina el ente social mismo. De ahí a que todos seamos culpables no hay ni un paso dado que todos estamos sujetos a la mano invisible de esa venganza social. Por ello, la liberación, la revolución (permanente) de la alegría, no nos exime jamás de la culpa de nuestra mera vida. Y así, cualquiera puede matarnos. El gobierno del laissez faire no es sino el dejar hacer en la vida de una violencia sin sacrificios. El Estado no mata, deja matar (incluso deja al mismo Estado matar), deja al patriarca librado a su fuerza más allá de cualquier patria. Ya no es patriarcal, deja ser al patriarcado. Allí radica hoy la complicidad fundamental entre el capital internacional y el gobierno financiero-empresarial-comunicacional del Estado. Pero si no hay sacrificios, no hay víctimas. Entonces vivimos en una sociedad de victimarios sin víctimas. El cinismo extrae sus principales argumentos de aquí: las feministas son “feminazis” puesto que ellas “también” matan tanto como pueden ser matadas, ellas “también” son culpables, victimarias. Se reconoce la propia culpa, la del varón y patriarca, pero se la extiende a todos, sobre todo a las mujeres feministas.

Sin embargo, la vida sin sacrificios puede convivir muy bien con ciertos letargos de la vida sacrificial. No se contradicen, pero sí se diferencian con lo cual oponer la una a la otra no es sino otro modo de equipararlas. Son dos violencias, diversas pero trenzadas. Una vencida —que aún hoy está en curso, a pesar de su derrota— y otra emergiendo finamente por todo el tejido social. Contra esta segunda violencia no sacrificial, cotidiana y cínica, se trata también de escuchar una nueva consigna, cimentada en las diversas oleadas feministas, pero que hoy es fundamental ya que la neutraliza: “Ni una menos”. Ahí radica la fuerza de una vida constitutivamente precaria, que se levanta contra la violencia sin sacrificios del día a día, de lo diario, de lo cotidiano, de lo doméstico, del vivir mismo. La fuerza de una vida que está más allá del mero hecho de vivir. Y por esta razón, una vida que se sabe más allá de la culpa, que no quiere ser perdonada y expiada, ya que conoce su inocencia constitutiva: por esto no se trata de estar a favor de la consigna como si se tratara del derecho universal a la vida, sino de sostenerla en su situacionalidad. Ella dice: no se trata solo de vivir, sino de vivir sin culpa alguna. Y por esto, su fuerza radica en que ataca, sin más, la simiente misma del capital, la raíz última de su violencia, aquella simiente que continúa incluso en la reformulación neoliberal del mismo y la bifurcación de su violencia en  una sacrificial pero otra no sacrificial. “Ni una menos” no dice solamente “dejen de matarnos porque tenemos derecho a vivir”, sino “dejen de matarnos porque no tenemos culpa de nada, ni siquiera de vivir”. Una vida sin culpa es lo que se escucha, a fin de cuentas, en el grito ensordecedor del “Ni una menos”.

“Nunca más” y “Ni una menos” son, entonces, las dos consignas históricas que, moduladas entre sí como ya viene sucediendo, pueden torcer la violencia sacrificial de la dictadura que aún pervive, como también aquella no sacrificial de la banalidad neoliberal. En esa modulación se anuncia otra vida más allá de la culpa, otro uso de los cuerpos, las memorias y las banderas. En una palabra, una vida que se libera, sin culpa, de la culpa misma.

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