Neoliberalismo y seguridad
Retorno neoliberal y razón securitaria

Por Gabriela Seghezzo (IIGG-UBA/CONICET)
y Nicolás Dallorso (IIGG-UBA/CONICET)

La ministra de Seguridad de la Nación, Patricia Bullrich, dijo, luego de que el médico Lino Villar Cataldo asesinara a quien intentó robarle el auto, que “la víctima fue el médico y no hay que perder de vista este concepto”. El presidente Mauricio Macri dijo que “el carnicero” Daniel Oyarzún, quien mató con su auto a uno de los ladrones que habían entrado a su comercio, “es un ciudadano sano, querido, reconocido por la comunidad, él debería estar con su familia, tranquilo”. El discurso securitario, tras un breve apagón en el inicio de la gestión de Cambiemos, se reactualiza sosteniendo las mismas regularidades que en los últimos veinte años: por una parte están las víctimas que son parte de una ciudadanía sana, querida y reconocida por la comunidad y, por otra parte están quienes merecen morir, a quienes no les asiste ningún derecho. ¿Cómo se gestó este escenario en el que desde las más altas autoridades estatales se legitiman asesinatos disfrazados de actos de justicia?

La razón securitaria es, sin duda, neoliberal. Pero, así como la coyuntura nos impone agudizar la reflexión en torno a la especificidad del neoliberalismo en la actualidad, la cuestión securitaria reclama precisiones históricas para comprender los nuevos contextos. Vayamos por partes:

I.
Desde mediados de la década de los noventa, el “giro securitario” consolidó subjetividades y entramó relaciones sociales: infundió miedos individualizantes, rompió solidaridades, incentivó el consumo privatizado, promovió el ocio mercantilizado, impulsó la desconfianza hacia los sectores populares, denostó la capacidad del Estado para la resolución de los problemas sociales, entronizó el mérito individual, produjo una ciudad fragmentada, generó negocios de altísima rentabilidad. Seguros privados, barrios cerrados, provisión de equipamiento policial, sistemas de videovigilancia, empresas de seguridad privadas, programas de televisión especializados, los shoppings aseguraron tanto ganancias suculentas –para algunos–, como una tendencia creciente a la reclusión en el mundo privado-privatizado –para todos–. Lo paradójico de este proceso es que si bien la emergencia del discurso securitario coincidió con el momento en donde las protecciones sociales se encontraban en pleno proceso de desmantelamiento, producto del despliegue neoliberal en curso, no es la preocupación por la desprotección social la que hegemoniza este discurso, por el contrario, la retórica de la inseguridad civil desplaza a la retórica de la inseguridad social.
Mejor aún, la construcción hegemónica securitaria toma la forma de un axioma: la inseguridad se asocia exclusivamente a delitos protagonizados por los sectores populares. La seguridad queda circunscripta, en esta gramática, a la esfera de las protecciones civiles, desligándose de las protecciones sociales: la preocupación sobre cómo garantizar seguridades sociales se diluye ante el imperativo de qué hacer con los efectos del proceso de cancelación de las protecciones, qué hacer con los sectores populares, cómo gobernarlos. Y si las protecciones sociales desaparecen del prisma securitario, la asociación delito-sectores populares al tiempo que invisibiliza las transgresiones normativas propias de los poderosos así como de las fuerzas de seguridad, sitúa a los sectores populares como amenazas de las protecciones civiles.

II.
Mucho se ha escrito respecto de la vinculación entre neoliberalismo e inseguridad. Esa vinculación, frecuentemente, tomó una forma secuencial: primero es el neoliberalismo y luego, como su derivado, la inseguridad. Vinculación secuencial que, por cierto, resulta sumamente potente en términos de denuncia política: se afirma que el neoliberalismo produce desigualdad y ello redunda en un aumento del delito y, por tanto, de la inseguridad. Sin embargo, esa vinculación secuencial es equívoca: la inseguridad es un constructo neoliberal y no su derivado, en la medida en que las asociaciones que sostiene y los mecanismos de intervención que habilita ponen en acto una dimensión inmanente del gobierno neoliberal de las poblaciones. Su equivocidad radica, precisamente, en que si bien es políticamente potente, al mismo tiempo, resulta tributaria, reifica y naturaliza la triple asociación entre inseguridad, delito y sectores populares y la intervención subsecuente sobre aquellos que son construidos como la causa-eficiente del problema. En otras palabras: la cadena de equivalencia inseguridad – delito – sectores populares es específica de una modalidad de gobierno neoliberal.
El securitarismo es un discurso neoliberal tardío. Primero fueron los discursos de la eficiencia privada y la ineficiencia estatal, del mercado como el mejor mecanismo de asignación de recursos, del primer mundo, la alineación internacional con Estados Unidos y la desvalorización de la idea de soberanía nacional, el discurso de la equidad, la valoración de las diferencias y el concomitante repudio al igualitarismo, el discurso del fin de las ideologías, el fin de la historia, el fin de lo político, el discurso de la liberalización, la desregulación y la transparencia, el de la felicidad consumista y el ocio mercantilizado, el del individualismo y la descalificación de la organización colectiva, el del emprendedorismo, el éxito y la competencia. Todas estas gramáticas constelaron inauguralmente la razón neoliberal.
El discurso securitario, en cambio, es tardío porque nace en el repliegue del neoliberalismo y sobrevive a su crisis general. Y allí radica su especificidad: el discurso de la inseguridad tuvo la particularidad de ser uno de los únicos discursos neoliberales que no fue deslegitimado en el resquebrajamiento de la hegemonía del régimen de verdad neoliberal, durante la crisis de 2001-2002. Si el pacto posneoliberal articuló nuevos vínculos entre Estado y sectores populares, asentados en la incorporación, re-ligazón, inclusión y el afianzamiento de las solidaridades colectivas, la cuestión securitaria los horada a través de la construcción de la figura otrificada y antagonizada del delincuente en metonimia infinita con los sectores populares.
Dicho de otro modo: durante el período posneoliberal, la inseguridad produce neoliberalismo y limita la profundización del pacto posneoliberal. Basta recordar cómo en derredor de la demanda por más seguridad, en las marchas protagonizadas por Juan Carlos Blumberg o en los cacerolazos de 2012, se movilizaron gran parte de los recursos materiales y simbólicos que debilitaron los consensos sobre la incorporación de los sectores populares a una ciudadanía más plena.
El securitarismo se hizo fuerte cuando el resto de los discursos neoliberales eran cuestionados, impugnados y se presentaban contradiscursos para reemplazarlos. Al fragilizar los procesos de inclusión, logró ser retaguardia neoliberal y una herramienta estratégica en la confrontación contra los aspectos más dinámicos de la apuesta posneoliberal. Ante la cuestión securitaria, el kirchnerismo penduló: en ciertos momentos la minimizó, en otros momentos se le opuso omitiéndola, en otros momentos la abonó. Finalmente, junto con los discursos de la inflación y la corrupción, el vocabulario de la inseguridad se convirtió en avanzada del asalto terminal al pacto posneoliberal.

III.
El ocaso del período posneoliberal resultó coincidente con un apagón securitario. Durante la luna de miel de la era macrista, el discurso de la inseguridad dejó de organizar la agenda política y mediática. Es como si el nuevo gobierno hubiese realizado el sueño securitario: no hay más miedos, no hay más delitos, no hay más violencias, no hay más conflictos. Todo en orden. Cada cosa en su lugar. En cambio, se avivan las brasas de las discursividades individualizantes, privatistas, mercantilizadas que imprimen toda su singularidad a la ideología neoliberal. Un apagón sintomático que, por cierto, ilumina la selectividad punitivista de la nueva gestión: mientras en las tapas de los matutinos y en los programas del prime time televisivo, la ola insecuritaria pierde espuma y profundidad, se adoptaron medidas como la sanción del protocolo de regulación de la protesta, se declaró la emergencia de seguridad que habilita el derribo de aviones y anticipa la participación de las fuerzas armadas en seguridad interior, se otorgaron prisiones domiciliarias a los genocidas, se permitió que los organismos de inteligencia y las fuerzas de seguridad recuperen su autogobierno, se encarcelaron dirigentes sociales, se intervino violentamente en manifestaciones de jubilados, se impulsa la creación de centros de detención para migrantes…
Pero llegó el invierno. Y con el segundo semestre, la inseguridad vuelve a ser tema de agenda. En paralelo a la manifestación de los primeros efectos sociales del violento ajuste, levanta tímidamente la cabeza el fantasma securitario. ¿Es pura coincidencia la reemergencia securitaria al calor de la experimentación colectiva de las consecuencias de la recesión y los despidos? Ley de hierro: el securitarismo no funciona como vanguardia neoliberal. El miedo insecuritario resulta un operador político posfundacional que viene a reforzar la constelación de discursividades neoliberales. Los ajustes de cuentas caldearon las aguas. Y mientras todo lo popular se desvanece en el aire, la razón securitaria reaparece. Pero ¿bajo qué vestiduras se corporiza ahora? Esa es la novedad a la que deberíamos atender. Eterno retorno pero de lo diferente. Asistimos a una reaparición trastocada: la inseguridad es ahora narcotráfico, secuestros y terrorismo.

IV.
El securitarismo llegó para quedarse y ello es así porque es una de las modalidades que asume el gobierno neoliberal de las poblaciones. Cambia, incorpora elementos, pero es regular en sus efectos. Si seguimos el eje argumentativo que trazamos desde el inicio, la cuestión securitaria tal y como se configura hoy es irresoluble. Porque, más que un problema a ser solucionado, es un soporte sobre el cual se apoyan y despliegan relaciones de poder y dispositivos de intervención. Si el discurso securitario en escenarios posneoliberales inclinaba el fiel de la balanza en sentido contrario a los procesos de inclusión de los sectores populares, vectorizando microfascismos –fascismos lagunares, moleculares, dispersos, como los linchamientos de 2014–, hoy cuando se hace discurso de la estatalidad, nos encontramos en un nuevo escenario, el escenario de un Estado policial empoderado y, en el límite, ante la posibilidad de una gesta macrofascista, una movilización popular desde la propia estatalidad que, a través de la producción de miedo y la promesa de conjurarlo, legitima el hostigamiento, la intervención violenta y la exclusión de esa masa amorfa, difusa, siempre abierta que es construida como amenaza al orden y la seguridad. Peligrosa fusión entre Estado y securitización. Estado de derecho de baja intensidad y alta legitimidad social para intervenciones que vulneran las garantías de una ciudadanía plena.

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