Santiago Maldonado
Multiplicar las preguntas

Por Diego Singer (UBA – UNSAM)

Partimos de una pregunta. Una pregunta que insistió, que proliferó, que no dejó de aflorar en las conversaciones que tuvimos, que no cesaba de asediar cada vez que estábamos allí presentes unos para otros. La pregunta era simple: “¿Dónde está Santiago Maldonado?”

Era una pregunta  directa, cortante, no requería ninguna aclaración, se constituyó en la demanda, en la exigencia de una voz colectiva que quería saber antes que nada la ubicación de Santiago y quería a la vez su recuperación con vida. Hoy sabemos que ya no es posible. Santiago apareció sin vida y a partir de allí comienzan a tomar protagonismo otras preguntas que implican acercarse a la posibilidad de la justicia. ¿Qué le sucedió? ¿Quiénes encubrieron o encubren lo que sucedió? ¿Quiénes dieron órdenes para que suceda o deje de suceder tal o cual cosa? Todas estas preguntas remiten a los hechos, son preguntas fácticas, necesitan datos que se correspondan con lo efectivamente sucedido, recorren ese primer nivel de la realidad, el de los interrogantes que se pueden responder con información y quedan disueltos como tales ante lo palpable de los hechos.

Sin embargo la pregunta “¿Dónde está Santiago Maldonado?” nunca fue simplemente una pregunta fáctica. Ese es, en todo caso, el único hecho del que tenemos certeza. Es una pregunta que no se disuelve en la presencia de su cuerpo encontrado en el Río Chubut. Tampoco se cancela si tuviéramos la improbable suerte de contar con un Estado capaz de ofrecernos una respuesta adecuada y cabal de lo que ha acontecido. ¿Cuándo puede cerrase una interrogación que no exige solamente un paradero, que no reclama simplemente señalar responsabilidades, encubrimientos, órdenes y silencios?

La pregunta por Santiago Maldonado dejó de ser una pregunta simplemente por él, aunque nunca termine de serlo. Cuando esa pregunta se hace colectiva, se multiplica comunitariamente, se torna una pregunta aún más política y aflora en una serie de interrogantes que, más allá de lo que pase o deje de pasar al nivel de los hechos y las informaciones, insiste en un núcleo problemático que resiste su disolución. Conocer los hechos no es suficiente, se trata en todo caso de ser capaces de articular interrogantes tales cuyas respuestas tensen genuinamente nuestro entramado político.

¿Cuál es la temporalidad de la desaparición?

La pregunta por Santiago Maldonado abrió un interrogante que lo precede en el lecho de una memoria profunda. Atraviesa el aniquilamiento de los pueblos originarios y se condensa con inusitada intensidad en la pregunta de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Es la pregunta por la desaparición lo que permite comprender parte de su pregnancia. Fue, antes que la muerte, la desaparición de Santiago en medio de un operativo de las fuerzas de seguridad estatales el acontecimiento que dilató nuestro presente con la continuidad de una gramática que no nos permite olvidar. Tenemos entonces un deber histórico político, no ignorar la conexión que tenemos con nuestro pasado, rememorar nuestra historia, mantener viva una memoria que continuamente corre el peligro de caer en el olvido. Afirmaba Walter Benjamin que “existe un acuerdo tácito entre las generaciones pasadas y la nuestra. Nos han aguardado en la tierra. Se nos concedió, como a cada generación precedente, una débil fuerza mesiánica sobre la cual el pasado hace valer una pretensión. Es justo no ignorar esa pretensión.”[1] Es esa débil fuerza mesiánica la que enlaza la pregunta por Santiago Maldonado con la presencia de la memoria de los desaparecidos de la última dictadura y remite en la misma urgencia de su tiempo actual, a los “indios” que quizás hayan sido nuestros primeros desaparecidos, como supo afirmar David Viñas.[2]

La memoria de los desaparecidos está inescindiblemente asociada a la memoria de las luchas políticas. Y aunque Santiago no militaba en el sentido tradicional del término, es claro que desde su modo de vida hasta sus acciones explícitas, como el apoyo a la comunidad mapuche de Pu Lof, muestran un compromiso político truncado por la violencia estatal. Es esa combinación entre activismo y desaparición, la que enhebra este caso con la dolorosa historia de un Estado que tiende a eliminar los cuerpos insurrectos, a borrar los rastros y las huellas de las luchas, proponiendo una temporalidad del progreso que deje rápidamente atrás lo acontecido.

La filósofa estadounidense Susan Buck-Morss participó en el año 2010 del III Seminario Internacional “Políticas de la memoria” que se realizó en el Centro Cultural Haroldo Conti (ex ESMA), allí volvió a traer al presente de las luchas políticas al ángel de la historia benjaminiano:

Si el “progreso” arroja incesantes pilas de desechos, es debido a la continuación de un mismo mecanismo: la destrucción de la guerra, la explotación económica y la configuración del Otro, aquel diferente de la propia identidad colectiva, como chivo expiatorio que se constituirá en enemigo político a exterminar. Interrumpir esta eterna repetición implica recordar el pasado a través de las atrocidades del presente, de las que en este mismo momento estamos siendo cómplices.[3]

Santiago Maldonado se instaló, con sus elecciones, en esa temporalidad afín al ángel de la historia; contra el progreso entendido como acumulación de catástrofes, contra el optimismo funcional a la profundización de la explotación y la masacre de la naturaleza y las vidas humanas. Recibió, por esa misma causa, las adjetivaciones negativas destinadas a quienes no se acomodan a la eficacia productivista de los tiempos que triunfan. Pero ingresó, como consecuencia de esa vida intempestiva, en la memoria irrenunciable que habita los instantes en que interrumpimos la temporalidad liviana que se nos invita a reproducir.

¿Cómo se aseguran los territorios?

El operativo de gendarmería que desencadenó la muerte de Santiago forma parte de una política de ocupación territorial intensiva que no es exclusiva de este gobierno, aunque asistamos claramente a una profundización de la misma. La presencia de Pablo Noceti, Jefe de Gabinete del Ministerio de Seguridad de la Nación, es un claro indicio del modo en que se avanza en un doble sentido sobre la construcción de una determinada dinámica territorial. Por un lado, se pretende asegurar las fronteras (lógica de exclusión) y es aquí donde el rol de Gendarmería Nacional es específico. Sin embargo, asistimos desde el anterior gobierno a una utilización de esta fuerza de fronteras para generar una lógica de ocupación hacia el interior de los territorios. Se vuelve a instalar así el problema clásico de la soberanía, pero con elementos novedosos.

La pregunta por el modo de asegurar los territorios, es una pregunta por la constitución de nuestro Estado-Nación, que no cesa de actualizarse una y otra vez en el feroz entramado de cuerpos y territorios que atraviesa las villas y los asentamientos desde una doble lógica de ocupación. Aquí es donde las herramientas teóricas de la soberanía hobbesiana no son ya suficientes. La propiedad territorial como institución jurídica fundada por el derecho estatal, tiene relaciones de solapamiento y tensión con las ocupaciones que se operan desde “abajo” y desde “arriba”, a las que el Estado intenta gobernar con una lógica propia de ocupación policial. La expansión de la frontera agrícola, la explotación de hidrocarburos no convencionales y otros modos del extractivismo contemporáneo, configuran una nueva etapa de conquista y administración que renueva los conflictos con los pueblos originarios y los habitantes marginales, ante todo porque se asiste a una eliminación progresiva del margen.

Un territorio asegurado implica necesariamente una administración eficiente de la población que lo habita. En ese sentido la función policial es fundamental, pero hay que tener en cuenta que, contra todas las apariencias, la policía no actúa simplemente con una lógica de la violencia. La operación de pacificación y de control, por supuesto implica e incluye el uso de la violencia explícita, pero los ilegalismos que practican continuamente las fuerzas de seguridad no se reducen al ejercicio de la macro violencia sobre los cuerpos.

Interrogarse por las modalidades de asegurar los territorios implica preguntar por el estado de excepción como modo normal de funcionamiento de lo que denominamos “fuerzas de seguridad”. Antes de que Giorgio Agamben profundizara sobre el concepto de estado de excepción, Foucault entramaba en su curso Seguridad, territorio y población el concepto de soberanía, con la instauración de nuevas técnicas de gubernamentalidad y la suspensión de las garantías legales: “La policía consiste, por lo tanto, en el ejercicio soberano del poder real sobre los individuos que son sus súbditos. En otras palabras, la policía es la gubernamentalidad directa del soberano como tal. Digamos además que la policía es el golpe de Estado permanente.[4]

Administrar una población sana, organizar los circuitos de intercambio ilegales, semi-legales y legales, realizar operaciones de “higiene pública”, acelerar los controles de identidad, todo esto puede realizarse con un ejercicio mínimo de la violencia. No estamos siendo testigos o cómplices de una campaña de exterminio directo, sino más bien de un proceso de readaptación normativo que justifica los usos de la violencia de modo excepcional, como el luctuoso saldo o daño colateral del continuo trabajo territorial.

¿Quiénes pueden gozar de un derecho de señores?

La pregunta por Santiago Maldonado no arroja simplemente en nuestro presente esa larga espera de lo ya acontecido, tampoco termina en la instalación de las nuevas lógicas de ocupación territorial. Hace proliferar un lenguaje cargado de sadismo que cancela la pregunta saturando con la moral de la disciplina la posibilidad de toda interrogación genuina. Crecieron, a la par que las preguntas por el paradero de Santiago, los juicios condenatorios de una moral que triunfa primordialmente entre quienes se perciben a sí mismos como sujetos responsables. Esa moral implica una posición que autoriza a castigar, a lapidar, a hacer sufrir a quien no es responsable, al “hippie”, al que “ayudaba a esos indios roñosos”, al que “estaba cortando la ruta”, al que “se la buscó”.

Friedrich Nietzsche caracterizó este sadismo del moralista en su Genealogía de la moral, allí afirma que quien incumple con lo prometido queda sujeto a la venganza del que ha cumplido y así este último

…participa de un derecho de señores: por fin llega también él una vez a experimentar el exaltador sentimiento de serle lícito despreciar y maltratar a un ser como a un “inferior” –o, al menos, en el caso de que la auténtica potestad punitiva, la aplicación de la pena, haya pasado ya a la “autoridad”, el verlo despreciado y maltratado. La compensación consiste, pues, en una remisión y en un derecho a la crueldad.[5]

Esta práctica es moneda corriente en relación a las víctimas más habituales del accionar policial: quienes cometen delitos comunes, quienes sin cometerlos resisten desde su forma de vida a la moral del trabajo y la responsabilidad. Sobre ellos se ejercita el ver sufrir y el hacer sufrir, un placer que no solamente se asienta en la venganza, sino en la confirmación de la diferencia (superioridad) moral del que realiza el juicio. Hay quienes no pierden oportunidad de reconfirmar su diferencia.

¿Por qué hablar es ponerse en riesgo?

El ataque a la pregunta operó también a quienes portaban la palabra. Fue paradigmático el malestar que produjo para muchos el tratamiento del caso Maldonado en las escuelas. Como si el discurso que abren determinadas interrogaciones, fuera algo que se prefiere no saber. Somos, estamos constituidos por un orden del discurso. Hay lo que no queremos oír, hay lo que no podemos escuchar, se trata de lo intolerable. Aquello que desbarata nuestro entramado moral y nuestra posición subjetiva.

Nuevamente, el acallar lo intolerable se juega en varios niveles a la vez. El más burdo de la prohibición y la censura es el primero. A la vez se busca hacer callar produciendo un ruido ensordecedor, la burla y la relativización de la pregunta por Santiago Maldonado pretende el silenciamiento mediante la multiplicación de los discursos vacíos, aquellos que no permiten que ninguna voz sea realmente oída. Por eso es menester repensar la relación que tenemos con nuestro discurso. ¿Qué es lo que lo sustenta y lo moviliza?

El deseo de normalidad implica una jerarquización estanca de la cualificación de los discursos. Hablan los que tienen derecho a hablar, dicen lo que se puede escuchar y multiplican los controles. Se es culpable por el sólo hecho de preguntar, la pregunta entonces nos pone en riesgo. Y la tomamos así, sabiendo que quienes no quieren que se pregunte desean, antes que nada, evitar los riesgos. Son las “fuerzas de seguridad” las que no preguntan. ¿Qué es capaz de movilizar la fuerza de la seguridad? ¿Qué somos nosotros capaces de movilizar?

En la última etapa de su obra, Foucault trabajó sobre la constitución y la transformación de la propia subjetividad a través de diferentes prácticas y ejercicios. Uno de los conceptos centrales que analizó en esta historia del cuidado de sí o de la inquietud de sí en el mundo antiguo fue el de la parrhesía. Este término puede traducirse como “franqueza”, implica un compromiso con la palabra que desconoce las artes de la retórica y los intentos de adulación.

En el Seminario del Collège de France del año 1983-1984 titulado El coraje de la verdad, Foucault explicita el riesgo implicado en esta relación franca con la verdad. “Para que haya parrhesía es menester que, al decir la verdad, abramos, instauremos o afrontemos el riesgo de ofender al otro, irritarlo, encolerizarlo y suscitar de su parte una serie de conductas que pueden llegar a la más extrema de las violencias. Es pues la verdad, con el riesgo de la violencia.”[6]

Se trata de decir lo que se cree que es necesario decir y de ponerse en riesgo en ese mismo acto, como lo han hecho numerosos docentes cuando aún no se sabía siquiera si Santiago Maldonado estaba con vida. Esta posición en relación al discurso seguirá siendo de crucial importancia. Mantener también en nosotros la pregunta por lo intolerable para nosotros mismos y saber que una pregunta intolerable que se sostiene y prolifera, es capaz de poner a temblar de modos impensados todas las estructuras de poder.

Insistamos con la idea. Preguntar por Santiago Maldonado nunca es solamente preguntar por él. Ante la interpelación reaccionaria “¿y porqué no preguntan por tal o cual?” o “no te vi reclamar por x” no solamente podemos responder con las diferencias de este caso o mostrando las credenciales de quien “siempre reclamó”. Nadie puede (ni tiene porqué) participar de todas las luchas. Esta acusación reaccionaria la hemos escuchado una y otra vez inclusive de militantes comprometidos. ¿Y qué si para muchos es su primer gran clamor colectivo? ¿No hay malestares y fortalezas que abren por “primera vez” el campo de lo político? ¿No es a la vez la pregunta común la constitución de un entramado sensible que habilita algo antes impensado? Somos todos un poco nuevos en esto del preguntar. Siempre.

 

 

[1] Löwy, M. (2003), Walter Benjamin: aviso de incendio, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, p. 55.

[2] Viñas, D. (2013), Indios, ejército y frontera, Buenos Aires: Santiago Arcos.

[3] Jozami, E., Kaufman, A., Vedda, M. (comp.) (2013), Walter Benjamin en la ex ESMA, Buenos Aires: Prometeo, p. 88.

[4] Foucault. M. (2006), Seguridad, territorio y población, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, p. 388.

[5] Nietzsche, F. (2011), La genealogía de la moral, Madrid: Alianza, p. 94.

[6] Foucault. M. (2010), El coraje de la verdad, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, p. 30.

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