Revoluciones
Sin revolución sexual no hay revolución social

Por Mabel Bellucci

Activista feminista queer. Integrante del Grupo de Estudios sobre Sexualidades (GES) en el Gino Germani-UBA y de la Cátedra Libre Virginia Bolten de la UNLPlata. Autora Historia de una desobediencia. Aborto y Feminismo. Capital Intelectual. 2014.

Hacia 1960, el mundo era otro mundo. Estados Unidos irrumpió después de una maraña de tendencias destructivas y aniquiladoras como la Segunda Guerra Mundial con el fin de perpetuarse y ejercer su dominio de potencia imperialista del planeta. Promovía desplegar su control sobre la humanidad toda. Sin embargo, en ese reino de las necesidades y del consumo de las cosas, también fue el epicentro de la conflictividad en sus múltiples variantes. Así, desde las entrañas del capitalismo imperial se escucharon y se vivieron transformaciones de radicalidad cultural surgidas en los bordes del orden hegemónico hasta volverse en nuevos modos de vida. Explosionaron como “marginalidades dinámicas”, parafraseando la sagacidad del filósofo francés Félix Guattari, luchas cualitativas y paradigmáticas contra todo tipo de opresión: manifestaciones de la comunidad negra por la conquista de sus derechos civiles, estudiantes, mujeres, homosexuales junto a un poderoso movimiento antibelicista contra la guerra colonial sobre un país lejano como era Vietnam, conocido por sus arrozales.

 

Esta década, tan recordada como añorada por generaciones tras generaciones, se enmarcó dentro de un complejo contexto histórico internacional que originó condiciones favorables para que estas revueltas se produjesen en el momento y en el lugar indicados. Significaban momentos de acelerados cambios geopolíticos que llevarían a la ruptura del sistema colonial de dominación europea sobre los tres principales continentes: África, Asia y América Latina. En 1959, asomó el triunfo de la Revolución Cubana junto con la insurrección de los movimientos de las izquierdas revolucionarias, así también las exploraciones contraculturales, artísticas, estéticas y musicales en nuestro continente. Como en un instante de resplandecer, las rebeliones cruzaron océanos y continentes. Primaba una tentativa de subvertir el orden con planteos hostiles contra las instituciones, las normas y las jerarquías. Todas ellas, amarradas a un desafío común: cambiar las estructuras económicas y sociales, la pretendida revolución con la aparición del Hombre Nuevo.

 

Dentro de esa coyuntura turbulenta, se acuñó el término “revolución sexual” que invitaba al varón y a la mujer, en especial heterosexuales, a experimentar los placeres por fuera de la coalición “matrimonio-amor-maternidad”, aunque de ningún modo surgieron nuevas instituciones que compitiesen con las tradicionales.  En esta ambicionada “emancipación de las costumbres”, el amor libre, sin límites de edad, fue enmarcado como un componente fundamental para la conquista de una transformación radical dirigida contra el sistema todo.

Pese a ello, al momento de evaluar los efectos logrados por la liberación sexual, la arraigada institución del matrimonio monogámico llevó sus ventajas por más que comenzaron a proliferar las fiestas de sexo grupal, el nudismo, las exhibiciones de arte erótico y nuevos rumbos de exploraciones del cuerpo para liberarlo de un régimen regulatorio dominante.

Ese torbellino de reivindicaciones rupturistas tuvo derivaciones ideológicas en pensadores tales como Wilhelm Reich y Herbert Marcuse, quienes, con sus teorías aportaron a la emergencia de los movimientos antisistémicos más emblemáticos de la época. En ellos jugaba un mismo interés al momento de definir la familia. Para ambos, esa entidad se erigía como una “fábrica de ideologías autoritarias y estructuras mentales basadas en prohibiciones y en prejuicios”.1 Y al ser sustento indispensable del capitalismo por su poderío económico y social, resultaba imprescindible su disolución.

Wilhelm Reich fue uno de los precursores de la “revolución sexual” al aportar un ideario vanguardista, avanzar en mejoras de los métodos anticonceptivos, promover su uso para prevenir abortos inseguros como así también favorecer la difusión de albergues para que los jóvenes se relacionasen con plena libertad sexual. Pese a todo lo propagado, en su obra onírica La revolución sexual, de 1936, anticipaba un fracaso señalado: “La causa primera de asfixia de la revolución sexual es pues la ausencia de toda teoría sobre la revolución sexual”.2

La familia jurídica, la consagración religiosa y civil de la unión conyugal, la doble moral, la castidad, el sometimiento de la mujer heterosexual por el varón, la fidelidad y la durabilidad de la relación, representaban serias trabas para un nuevo patrón, basado en el amor o en la unión libre. Solamente las pasiones y los deseos sin ningún tipo de frenos provocarían las condiciones necesarias para deponer el compromiso formal. Y, en este punto, Reich en su alegórica obra proponía ultimar tanto con el matrimonio como con la familia, instrumentos claves del patriarcado, “al considerarlas instituciones autoritarias que presuponen la negación de la satisfacción sexual pero también implican la imposibilidad de resolver el problema del aborto”.3 También alertaba que “los conservadores tuvieron el patrimonio de todos los argumentos y pruebas. Los progresistas, los revolucionarios, sentían claramente que no eran capaces de expresar lo nuevo en palabras. Ellos mismos eran prisioneros de las viejas normas de las que no conseguían liberarse a sí mismos”.4

 

Para sorpresa de quien fuera, frente a tantas propuestas impugnativas de lo instituido que albergaban los dorados años 60 con su prometida” revolución”, la lucha por la legalidad del aborto y por el reconocimiento de las disidencias sexuales estuvieron desvinculados de esa revolución promovida por Marcuse, celebrado como “padre de la nueva izquierda mundial”. Mientras tanto, el amor libre siguió su ruta y fue asociado con la contracultura comunitarista, el ecologismo, el festival de rock y artes de “Woodstock”, la generación beat y el hippismo. Como respuesta a las transformaciones económicas y laborales luego de la Segunda Guerra Mundial en Europa y en Estados Unidos, cuando parecía que había sido sepultado, el feminismo (primero blanco y heterosexual, luego negro, pobre y mestizo) hizo oír su voz al enmarcarse dentro de estas luchas a lo largo de los años sesenta. Más aún, fue pionero por su necesidad imperativa de instalar en el debate político la noción de la diferencia sexual entre las personas.

En este contexto, como un conejo de la galera surgió el “Movimiento de Liberación de la Mujer”. Eso sí, arremetió con una pujanza arrolladora en las monumentales urbes del país del norte, con una peculiaridad poco registrada. Entre tanto, Shulamith Firestone en 1970, proponía que la fusión entre la liberación sexual y la social, por momentos, resultaba imperiosa e irremediable. Decía ella: “La revolución sexual no era tan sólo una pieza del engranaje sino el sustento mismo de cualquier transformación real en la vida de las mujeres”. Por lo pronto, consideraba la necesidad de reclamar “una revolución sexual que fuera más amplia que una revolución socialista y que incluyera, para erradicar de verdad todos los sistemas de opresión”.5 Indudablemente, la propuesta de Firestone no resultaba sencilla de llevar a cabo: había que agrietar ideas y costumbres. Desde Adán y Eva, la revolución de las mentalidades fue y será la más peliaguda de las revoluciones.

 

1 Reich, Wilhem, “La familia autoritaria como aparato de educación”, Centro de Estudios Wilhelm Reich, http://www.cewr.galeon.com/

2 Reich, Wilhem, La Revolución sexual. Barcelona: Planeta, 1985, p.20.

3 Ibídem.

4 Ibídem.

5 Firestone, Shulamith, “El amor” en Para la liberación del Segundo Sexo, selección por Otilia Vainstok.  Ediciones La Flor: Buenos Aires, 1972, p. 213.

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