Por Sergio Villalobos-Ruminott
(Universidad de Michigan, EEUU)
La compleja e inacabada recepción de Walter Benjamin, marcada tanto por el carácter fragmentario y discontinuo de su escritura, como por las diversas interpretaciones que se han ido sedimentando en torno a su nombre (incluyendo las agrias diferencias entre Theodor Adorno y Hannah Arendt), no le restan ni relevancia ni actualidad a un pensamiento de lo moderno que, resistiéndose a las formas convencionales del discurso académico, tocó la fibra más profunda de la sensibilidad europea de su época, heredándonos, entre muchas cosas, un modo material para pensar y escribir, que es constitutivo de su estilo. Confrontados con Benjamin, no hay textos fundamentales ni obras completas que sosieguen el prurito hermenéutico de los especialistas, sino una diversidad de ejercicios que complican toda apropiación, así como su incorporación en la historia de alguna disciplina. Teoría del arte, historia, filosofía, marxismo, crítica literaria, incluso teología o pedagogía, son los nombres que pretenden reclamar sobre su trabajo un acceso privilegiado. Sin embargo, aun cuando Benjamin habla y escribe de todo, lo hace de una forma profana. Su escritura, orientada a diversos aspectos de la vida moderna, no deja de ser cuidadosa, evitando siempre la sustantivación y la objetivación como efectos de una eficacia descriptiva o crítica. Frente a las demandas académicas orientadas a inscribir la ley de la re-producción en sus textos, Benjamin siempre opta por la profanación, esto es, por el comentario detallado de instancias desapercibidas por el saber convencional.
No hay un método benjaminiano ni una teoría a la que uno pudiera echar mano, para identificarlo o reducirlo a la condición de síntoma epocal: ni crítico ilustrado ni miembro de la “psique judeo-alemana” (como nos indican los practicantes de una fe académica que no se cansa de confundirlo con Carl Schmitt). Y esto tiene que ver, por supuesto, con su singular problematización del historicismo, de la violencia y del fascismo. Ya sea que comencemos desde su tesis sobre el drama barroco alemán o nos domiciliemos en sus fragmentadas anotaciones sobre los pasajes parisinos, en sus observaciones sobre la infancia y el juego o en sus elaboraciones sobre la reproductibilidad tecnológica contemporánea, lo cierto es que el desasosiego de su respiración hace difícil dar con algo así como las categorías benjaminianas, precisamente porque el berlinés parece pensar por medio de intensidades e imágenes, más que por medio de conceptos y variables.
En este sentido, es muy difícil hablar de Benjamin sin ser enviados, por la mera evocación de su nombre, a una suerte de universo o constelación problemática en la que brillan tanto la cuestión del fetichismo como la cuestión de la técnica, la violencia y el derecho, la infancia y la experiencia sensible, los saberes filisteos y los académicos, la historicidad y su obliteración por la lógica del historicismo. No sorprende que las lecturas marxistas del berlinés reparen en su crítica de la filosofía burguesa de la historia, que era, también, una crítica de la filosofía estalinista del progreso. ¿Cómo intentar decir algo entonces que, respetando la intensidad benjaminiana, sea capaz de “comunicarnos” dicha intensidad sin traicionarla en una comunicabilidad cognitiva, informativa, teórica? No olvidemos que esa es su sospecha con respecto a la reducción burguesa del lenguaje al intercambio y a la “mera” comunicación. Quizás no habría que decir nada, simplemente citar, aunque eso, claro está, tampoco asegura una salida respecto a los rituales académicos y editoriales contemporáneos.
Contentémonos, por ahora, con invitar al lector a reparar en la complejidad del pensamiento benjaminiano a partir de evocar uno de sus escritos inacabados. Me refiero al famoso fragmento “Capitalismo como religión”, inédito durante la vida de su autor e incorporado en la primera edición de ensayos editada por Adorno.1 Se trata, en efecto, de un texto de una página y media, un programa de trabajo, una anotación o un conjunto de notas, cuya redacción, se sospecha, ocurre en 1921.
Dicho ensayo comienza así: “En el capitalismo puede reconocerse una religión. Es decir: el capitalismo sirve esencialmente a la satisfacción de los mismos cuidados, tormentos y desasosiegos a los que antaño solían dar una respuesta las llamadas religiones”. Nótese que no se trata, como en los análisis de Max Weber, de mostrar los aspectos religiosos que habrían permitido el desarrollo capitalista, lo que después Bolívar Echeverría identificará bajo la figura del ethos racionalista occidental2, se trata, por el contrario, de pensar el mismo capitalismo como una religión que está caracterizada por tres elementos centrales: 1) la producción de un culto, 2) la condición interminable y única de dicho culto, “sin tregua y sin misericordia”, y 3) el “costo” anexo a dicho culto, infinito y renovable: “El capitalismo es, presumiblemente, el primer caso de un culto que no expía la culpa, sino que la engendra”. Esta descripción no es arbitraria, porque desde ella Benjamin puede afirmar que es la cuestión misma de la culpa, esto es, de la culpa como deuda, tanto como de la deuda como culpa (Schuld), la que define el vínculo social y constituye la creencia que mueve al mundo moderno, al mundo del capital. Esto significa que el capitalismo es la primera religión que, basada en la culpa, está orientada no a la salvación o a la redención de las almas, sino a su inexorable condena: “Allí reside lo históricamente inaudito del capitalismo: en que la religión ya no es la reforma del ser, sino su destrucción”.
Haber sindicado la forma en que la culpa-deuda estructura al mundo capitalista, constituye una de las observaciones más radicales de Benjamin, pues desde allí se entiende cómo la crítica nietzscheana a la moral termina por ser absorbida con la captura del hombre moderno como superhombre, como si el superhombre fuese la promesa capitalista de un hombre sin culpa, exitoso, sin deudas. Ahí mismo, insiste Benjamin, se encuentra la causa de porqué el psicoanálisis freudiano despeja, de forma coherente, el despliegue de este inédito culto: “La teoría freudiana pertenece también al dominio sacerdotal de este culto. Lo reprimido, la representación pecaminosa, es –por una analogía más profunda y aún por iluminar– el capital, que grava intereses al infierno del inconsciente”. Por supuesto, ni Nietzsche ni Freud son culpables de nada, pues no se trata de buscar en ellos una teoría del capital o una fundamentación de su estructura pulsional, sino de entender cómo, gracias a la universalización de sus postulados, el capitalismo es un culto, una religión, sin escrituras sagradas: “El capitalismo es una religión hecha de mero culto, sin dogma”. Ni la transvaloración ni el análisis infinito, en otras palabras, parecieran hacer mella a la lógica adaptativa y flexible del capitalismo. Esta flexibilidad constitutiva nos muestra cómo la “crítica”, esto es, la crítica como crítica moderna del capital, no logra escapar a la lógica de la acumulación. Estamos en 1921 y Benjamin ya entiende que la “crítica” (en su sentido moderno, universitario) es un rendimiento de la secularización y que la secularización es una performance del culto capitalista. En efecto, al desconsiderar el aspecto flexible de la acumulación capitalista, basada en los postulados laxos de un culto ubicuo y permanente, lo que tomamos por crítica del capitalismo no es sino mera acumulación crítica. Ni crítica ni secularización entonces, Benjamin parece apuntar a otra política, la de un nihilismo mundial3 cuya pragmática está dada por la profanación.
Como decíamos, estas reflexiones corresponden al periodo inmediatamente posterior a la Primera Guerra Mundial, periodo marcado por la devastación de Europa, la guerra en la Unión Soviética y la reconfiguración del viejo orden europeo frente a la emergencia del imperialismo contemporáneo. Si atendemos al famoso fragmento de Benjamin hoy, todavía podemos apreciar su profunda comprensión del proceso capitalista, y su apuesta por una modernidad no secular, sino profana, surgida de un nihilismo irreconciliable con la fe, universalizada ya, del capital. Para él, no se trataba solo de mostrar las tensiones, advertidas ya por Weber, entre modernidad y modernización, sino de mostrar como la lógica de la acumulación capitalista solo puede sostenerse sobre la fe en el progreso y su gratificación en el consumo, esto es, el capitalismo solo puede sostenerse gracias a la promesa de una sutura re-unificante de aquello que la misma experiencia moderna ha separado, a saber, las formas vinculantes de la experiencia que subordinaban a los hombres a los designios del cielo, traducidos por sacerdotes y reyes. En efecto, Benjamin entiende que la soberanía clásica, encarnada en el cuerpo dual del rey y en la teología-política del Estado absolutista ha sido brutalmente desplazada por la inscripción de la finitud y de la mortalidad del cuerpo del soberano. Esa mortalidad hace de la experiencia moderna una experiencia efímera de la carne y no del alma, gracias a lo cual se profana, sin lógica, el sentido del mundo, su organización teológica. Sin embargo, frente a esta profanación del cuerpo inmortal de la soberanía y del Dios, el capitalismo vuelve a inscribir el mundo en su lógica, mediante la promesa, teológico-política, de una nueva sutura y reunificación total, abastecida en la oferta y en los mecanismos de la deuda. El dios capitalista no está muerto, sino convertido en una deidad secular y cotidiana: el dinero.
Ahí yace entonces la singularidad de su profanación del capitalismo, no en la elaboración de una crítica monumental e igualmente teológica, sino en la nihilización del culto capitalista a partir de la afirmación de la experiencia y la suspensión de toda sutura, de toda transferencia, de toda deuda o culpa. Si la deuda-culpa constituye la estructura, archeo-teleológica, del tiempo histórico como tiempo caído a la lógica sacrificial de la religión, el nihilismo funciona como interrupción de esa estructura archeo-teleológica que es, también, la estructura circular de la demanda y de la culpa-deuda (cuestión que no deja de aparecer en sus lecturas de Karl Kraus y Franz Kafka). En otras palabras, es esta comprensión profana de la historia la que le permite pensar la heterogeneidad de la experiencia moderna sin someterla al principio sacrificial de la filosofía de la historia.
Benjamin lo sabía bien, la lógica del capitalismo, de la mercancía y del dinero, es la lógica de la permanente secularización, pero esa secularización es el rostro de un culto masificado en el capitalismo como religión. No se trata entonces de una batalla de gigantes, una batalla monumental entre teología y razón, pues la razón del capitalismo, culto sin dogma, opera perfectamente bien bajo las banderas del progreso y de la secularización. Se trata, por el contrario, de las pequeñas profanaciones, aquellas que, sin intención, ponen en cuestión el edificio de la fe que sostiene al in-mundo del capital. En este sentido, la pregunta que nos hereda Benjamin sería ¿cómo pensar hoy, en un mundo regido por la fe neoliberal, la posibilidad y el carácter de dicha profanación?, ¿qué significa hoy aspirar a una existencia sin deudas, sin culpa? No se trata de preguntas abstractas, baste confirmar el profundo carácter teológico de los discursos políticos actuales, marcados por una retórica salvífica que, haciendo uso de la pandemia, insisten en restituir la promesa teológica de la salvación o, alternativamente, del castigo.
La destrucción capitalista del mundo, ya prevista por Benjamin, consiste entonces en funcionar como una forma religiosa orientada no a la expiación sino a la permanente profundización de la culpa. Junto con esto, nos recuerda también Batailleiv, la religión capitalista se reproduce a sí misma gracias a una demanda permanente de sacrificios. El capitalismo flexible contemporáneo no hace sino probar a cada instante estas observaciones: su existencia solo se explica por la permanente producción de vida desnuda, esto es, formas de la existencia sacrificables en nombre de una fe, en el progreso y la globalización, que está acabando con el mundo.
1 Cito según la edición en español de Enrique Foffani y Juan Antonio Ennis, disponible acá:
2 Bolívar Echeverría, La modernidad de lo barroco. Ciudad de México: Ediciones ERA, 1998.
3 “El fragmento teológico-político”, Obras. Libro II, Vol. 1, Madrid: Abada Editores, 2004. 206-7
4 Georges Bataille, La parte maldita, Barcelona: Icaria, 1987.
Imagen de portada: Thomas Breher en Pixabay