Presidenciales Brasil 2022
Territorio, redes y demonios

Por Amílcar Salas Oroño

El próximo 2 de octubre es una fecha clave en Brasil. Ese día se realizarán las elecciones generales en el país, en donde no solo se elegirá la fórmula presidencial, sino que también estarán en disputa gobernaciones y la representación en el Congreso Nacional y las Asambleas Legislativas. En esta nota, Amílcar Salas Oroño, profesor e investigador de la Universidad Nacional de Buenos Aires y la Universidad Nacional de José C. Paz, presenta un balance sobre la carrera presidencial al momento, a la vez que se detiene sobre las figuras de Lula y Bolsonaro y lo que se encuentra en juego en esta disputa.  

 

Si se hiciera un análisis político convencional organizado a partir de un balance sobre la actual situación económico y social del país, y se lo combinara con un agregado de las encuestas en intención de voto desde hace un año hasta hoy, y a su vez esta resultante se la cruzara con las posiciones públicas de ciertos factores de poder (nacionales e internacionales), no habría lugar para muchas interpretaciones: Lula debería resultar vencedor por amplio margen el 2 de octubre próximo alcanzando, en el cálculo sobre los votos válidos, una mayoría de más del 50%, lo que lo consagraría directamente (sin pasar por un balotaje) por tercera vez Presidente de la Republica Federativa del Brasil. Sin embargo, por ciertos elementos que están puestos sobre la escena de la competencia, la tranquilidad de que a partir del 1 de enero del año próximo Brasil ya no tenga el ignominioso presidente de estos últimos cuatro años de nuevo, no es una certeza. Esto es así porque en paralelo a aquellos indicadores auspiciosos para que esto suceda –elementos estructurales, sedimentados, de peso– hay también otros –puntuales, específicos, de desarrollo inmediato (cuyos despliegues veremos (o no) durante estas próximas semanas– que pueden llegar a incidir sobre la correlación de fuerzas políticas 

El método Lula: composición política y conciliación de clase 

Esta será la 6º vez que Lula compita oficialmente por la Presidencia, sin contar que en el 2018 era su intención –y la de su partido– presentarse como candidato, cuestión que no fue posible: unos meses antes lo llevaron preso. Los términos de la postulación actual se parecen bastante más a la del 2002 que a las previas de 1998, 1994 y 1989. Aquel año, Lula compuso fórmula con J. Alencar, por entonces propietario de la principal empresa textil del país (Coteminas): era clave exponer una perspectiva de “conciliación de clase” que contorne la estigmatización permanente que se le adhería al “sindicalista” Lula. Este 2022, el nombre del vice también tiene un objetivo claro: moderar el rechazo de Lula y del Partido dos Trabalhadores en el principal distrito electoral del país, San Pablo, que constituye el 22% del padrón electoral. En el 2018, San Pablo fue el principal bastión del “antipetismo”, clave en el conteo final. Allí la segunda vuelta resultó en 67,97% a 32,03% a favor de Bolsonaro sobre F. Haddad, una diferencia incluso más amplia que en Río de Janeiro, el propio distrito de Bolsonaro, y por supuesto más amplia que Minas Gerais, segundo colegio electoral del país. En esta oportunidad no se trataba de mostrar un perfil conciliador (de clase) sino la disposición para componer una oferta política capaz de impedir la reelección del actual presidente; ahora trayendo a un representante histórico del “antipetismo”, G. Alckmin, que incluso llegó a competir contra Lula en el 2006.  

Dentro del abanico de los opositores al PT y a Lula que podrían “componer” la fórmula –bajo una identidad de “frente democrático”– Alckmin era quien portaba de forma más clara un nítido arraigo paulista: fue dos veces gobernador del Estado y dos veces su vicegobernador, además de un actor fundamental para la hegemonía del PSDB en el Estado de San Pablo por décadas. En ese sentido, es un elemento de contención fundamental para moderar y resignificar el “antipetismo” del distrito: sin neutralizar ese aspecto, cualquier victoria apabullante de Lula en el Nordeste, como se prevé, se diluye. Porque el mapa de votos este año parece que va a repetir el padrón de distribución de hace varias elecciones: voto “lulista” muy fuerte en el Nordeste –por arriba de 70% en varios de los 9 Estados– y fuerte voto conservador (bolsonarista) en el Sur (Paraná, Rio Grande do Sul, Santa Catarina); mayoritariamente lulista en las regiones Norte y Centro-Oeste. El cambio se dará precisamente en la región Sudeste. La diferencia respecto del 2018 es que en esta región (San Pablo, Minas Gerais, Rio de Janeiro y Espíritu Santo, que representan el 42% del padrón electoral) no hay condiciones para que vuelva a repetirse el contundente resultado “antipetista” en favor de Bolsonaro de cuatro años atrás. Alckmin tendrá que ver, claro, aunque también hay que considerar que este año la candidatura de Lula (en comparación con la de F. Haddad) llega mucho más robusta a nivel de los Estados –del Sudeste–, con candidatos propios o aliados que tendrán su peso propio para aportar. 

Esta elección también se resuelve en cómo se ajustan los términos en el distrito, en cuanto un Estado promueve y recibe el desembarco de un candidato –o no–, el marco de alianzas territoriales. Hay que tener en cuenta que en octubre se eligen en simultáneo presidente, los 27 gobernadores, se renueva toda la Cámara de Diputados y las legislaturas estaduales, y, parcialmente, la Cámara de Senadores, lo que obliga a composiciones anudadas en diferentes niveles. Tarea de ingeniería electoral para la cual, por experiencia y por ser el dirigente político más federal de todos, Lula ha sacado una ventaja operativa: ha negociado prácticamente con todos, incluso con quienes su decoro o sus comportamientos recientes no serían buenos pergaminos. No es casualidad que su coalición electoral sea la que más partidos incluya. Pero en ese armado, en ese intercambio, también es cierto que habrá gobernadores –y diputados, senadores, etc. – que se elegirán por ir con Lula. Si los valores de las encuestas agregadas arrojan que hoy Lula está en un promedio nacional entre 42%-47% (lo que en votos válidos lleva el porcentaje a 51%-54%, compatible con una victoria en primera vuelta), en algunos Estados esta cifra se dispara aún más, lo que convierte a Lula en un “gran elector” hacia abajo. 

El otro aspecto destacable, y que refuerza la proyección positiva de la propuesta Lula-Alckmin, es el avance que evidencia el PT en el ecosistema digital, un ambiente en el que el partido y buena parte del progresismo estaba muy rezagado –y que fue fundamental en el 2018–. Lula ha logrado atraer influenciadores de peso, artistas, jóvenes (no menor para un candidato de 76 años) que incluso estuvieron del lado de Bolsonaro antes y que ahora reproducen los contenidos de Lula y reorganizan las interacciones y las burbujas establecidas. Estos nuevos puntos de apoyos en las redes resultan fundamentales para contrarrestar la ventaja del presidente (que está con varios millones de seguidores digitales de Facebook o Instagram adelante). Pero el cambio comienza a registrarse: según la empresa MoniteraB, durante el mes de julio Lula fue el candidato que más seguidores nuevos obtuvo en Facebook, Instagram y Twitter. Si a eso se le suma la expertise en el rubro del nuevo jefe de campaña desde mayo de este año, Sidonio Pereira, la incorporación del ex-candidato presidencial A. Janones (un político destacado en las redes sociales, que declinó su candidatura en las últimas semanas y que se ha incorporado a la estrategia digital de la fórmula) y el hecho de que la coalición Lula-Alckmin tendrá la mayor cantidad de tiempo gratuito de radio y televisión, está claro que la articulación comunicacional global de la candidatura de Lula presenta un marco competitivo de despliegue.  

Bolsonaro entre el Congreso, las urnas electrónicas y el diablo 

El hecho de que desde el comando de campaña de Lula se definiera la relevancia de resolver la disputa ya en el primer turno –e intentar no trasladar la resolución final a un balotaje el 30 de octubre– modificó también la planificación bolsonarista de la campaña, construida bajo la meta de “polarizar en Balotaje”. La polarización se adelantó: ninguna disputa presidencial desde el retorno de la democracia tuvo una concentración tan marcada en dos opciones con tanta antelación al día de la elección. Y como era de esperarse, en el trayecto, la insignificancia a la que quedaron reducidos varios actores históricos del sistema político brasileño de las últimas décadas, como el PSDB o PMDB, o incluso figuras que en su momento se incluían como potenciales competidores presidenciales de este año, como J. Doria o S. Moro. El adelantamiento obligó a Bolsonaro a reforzar tres líneas de acción para apuntalar su competitividad:  

1) Descargar con premura al Congreso recursos discrecionales y secretos que potencien las campañas de los más de 240 Diputados que conforman la base parlamentaria oficialista –y varios senadores–, de forma tal que estos no sólo peleen con más dinero por sus reelecciones, sino que se conviertan en puntales del propio Bolsonaro en los distritos. Un toma y daca presente –corrosivo para la institucionalidad democrática– que Bolsonaro les ha asegurado que continuará en un eventual segundo mandato; nuevos engranajes clientelares que, detrás de los intereses, deforman las competencias de quien debería ejecutar el Presupuesto y amplían la injerencia del Poder Legislativo sobre la dinámica en su conjunto.  

2) Insistir, desde diversos ángulos, en la existencia de un “fraude” en contra del presidente, avanzada en la que estarían comprometidos el TSE (Tribunal Superior Electoral), el STF (Corte Suprema de Justicia), los medios de comunicación y el sistema institucional en general, y que tendría “como único objetivo reponer a Lula en el gobierno”. Refresh ideológico de una (nueva) conspiración orquestada en su contra, donde el símbolo concreto estaría esta vez en las urnas electrónicas, y cuya vulnerabilidad, según Bolsonaro y otros militares –que han pedido formar parte de las auditorías del sistema informático– es muy sencilla, aunque no exista prueba alguna que avale tal conjetura. Todo lo contrario, el sistema de urna electrónica brasileña es uno de los más seguros del mundo. Para Bolsonaro lo importante estos meses no será el resultado electoral sino la envergadura de las manifestaciones en las calles, fuente –según él mismo– de la verdadera legitimidad. A eso apunta Boslonaro con su convocatoria a los actos públicos del 7 de septiembre (día del bicentenario de la Independencia del Brasil), quizás su gran apuesta desestabilizadora.  

3) Esperar a que los 40 billones de reales que se aprobaron como aumento del gasto en julio y que comenzaron a ser otorgados la semana pasada –que incluyen un aumento del principal Programa de ayuda social, Auxilio Brasil, transferencias a determinados sectores (camioneros, taxistas, etc.), auxilio gas, entre otros gastos–, una medida con fines descaradamente electorales pues finaliza en diciembre de este mismo año, que busca mejorar el piso de Bolsonaro en los segmentos más pobres de la población, aquellos que pueden verdaderamente acortar las distancias frente a Lula. Si bien todavía es prematuro realizar correlaciones, algunos estudios de opinión muestran que hay un posible impacto positivo en la imagen del presidente, aunque todavía no puede saberse si esto es electoralmente relevante. 

Además de estos ejes debe considerarse un elemento que de forma progresiva viene ganando destaque: desde el evento de la Convención Partidaria del Partido Liberal (PL) en julio, cuando se oficializó la candidatura de Bolsonaro, se observa un mayor protagonismo de Michelle Bolsonaro –la esposa del presidente– tanto en los actos públicos como en las piezas publicitarias, incluso entrando en confrontación digital con el propio Lula. Quizás esta presencia de Michelle, que fue reticente a participar de la campaña en un principio, sea uno de esos elementos singulares que pueden llegar a modificar el panorama y las trayectorias definidas. Sobre todo en relación con los términos del debate político, si es que el ingreso del discurso teológico –Michelle tiene un reconocido perfil evangélico (del “demonio”/ “diablo”)– terminan estructurando los argumentos de la campaña.   

Conclusión: Postdemocracia y América Latina 

No hay ninguna posibilidad para un desvío autoritario o golpe –o autogolpe– por parte de Bolsonaro en los próximos meses, aún cuando su discurso de “fraude” y “persecución” aumente en estridencia. No hay respaldo interno –las diferentes cartas recientes de entidades empresariales, bancarias, comerciales, sindicales y de la sociedad civil en general son elocuentes de la falta de apoyo para una aventura de este tipo– y tampoco externo: en estos años Bolsonaro no se ha llevado bien ni con Biden, ni con China, ni con Europa, ni con América Latina; tampoco allí encontraría respaldo. Lo que sí está claro es que Bolsonaro entregará una sociedad, un Estado y una democracia peores. Un Congreso más chantajista frente al Poder Ejecutivo. Una peor Corte Suprema, un ministerio público desdibujado y un sistema judicial desagregado; relaciones entre los Estados y el gobierno central muy desgastadas. Una ciudadanía con más armas en posesión personal (hoy hay casi 3 millones de armas registradas en dominios particulares, aumentando en un 474% desde el 2018 aquellas posesiones para “la caza”); policías estaduales más truculentas, nuevas policías federales que habrá que controlar qué tipo de protagonismo buscarán. Una nueva generación de militares empoderados bajo el ejemplo de Bolsonaro. Un deterioro notable de los sistemas de Ciencia y Tecnología; ni que hablar de las consecuencias de una de las peores gestiones de la pandemia en todo el mundo. Concesiones y privatizaciones de las propias palancas del desarrollo económico endógeno. El hambre llega hoy a 33 millones de brasileños (15 % de la población); los ingresos promedios están 7% más abajo que en el 2021; el ingreso medio es igual al 2011. En la Amazona, la poda de árboles nunca fue tan grande: del área de desmonte de 4571 km cuadrados en 2012, se pasó para 13.235 de km cuadrados en 2021. Es otra sociedad, otro Estado, otra democracia; en su proyección, otra región latinoamericana. En varios planos a la vez, elocuentes regresiones; de allí la urgencia por darle un punto final a una etapa que si bien no se sabe muy bien ni cómo ni cuándo empezó resulta fundamental comenzar a darle un definitivo cierre. 

 

 


Amilcar Salas Oroño es doctor en Ciencias Sociales (UBA), magister en Ciencia Política (Universidad de Sao Paulo-Brasil) y licenciado en Ciencia Política (UBA). Es Profesor de grado y de posgrado en UBA, UNPAZ, UNMdP y UNRN. Actuamente es Investigador del IEALC (UBA), del CELAG y del CCC. Ha publicado artículos en diversas revistas académicas y contribuye regularmente en publicaciones de divulgación. De su autoría, publicó el libro Ideología y Democracia: intelectuales, partidos políticos y representación partidaria en Argentina y Brasil desde 1980 al 2003 (Pueblo Heredero). 

 

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