40 años de democracia
Relatos de clase media y la moralidad de la nación

Por Sergio E. Visacovsky

La clase media es invocada a diario por políticos, funcionarios, analistas de opinión pública y comunicadores. Proliferan discursos que afirman que la Argentina “es un país de clase media” o “debe volver a ser un país de clase media”. “Es un cuento que en gran medida todos los argentinos narramos” sostiene el doctor en Antropología e investigador del CONICET, Sergio Visacovsky y analiza dos visiones claramente disímiles sobre la clase media que estuvieron en juego en los últimos cuarenta años: la clase media como expresión de dignidad –estrechamente ligada a la democracia– versus la clase media como expresión de mezquindad –que privilegiando su propio interés por encima de todo no estaría tan apegada a las garantías constitucionales–.

 

Estamos acostumbrados a pensar en la clase media como un sector específico de cualquier sociedad capitalista. Esto es lo que vemos y oímos a diario en los medios de comunicación, particularmente en los informes económicos (por ejemplo, “cuánto debería ganar una familia para seguir siendo de clase media”). Esto responde a una perspectiva según la cual “clase media” constituye una categoría objetiva y universal, con la cual se clasifica a determinados segmentos de la población, homogeneizando sus variaciones empíricas merced a criterios seleccionados por el observador o analista, tales como el nivel de ingreso, la ocupación o el nivel educativo. Una vez establecidas las fronteras que delimitarían la clase media, es posible extraer conclusiones acerca de cuánto creció (tal como lo informaba el Banco Mundial para la Argentina entre el 2003-2013) o disminuyó. Por cierto, suele ser también una de las maneras más frecuentes a través de las cuales se pretende predicar el éxito de una política económica.

La delimitación de la clase media como una categoría basada en indicadores objetivos constituye un instrumento que debe ser visto como una fracción numérica de una escala de medición. En principio, nada dice acerca de presumibles comportamientos, aunque sea posible suponer que a específicos niveles económicos corresponderían (o serían factibles) determinados consumos y, desde ya, creencias o identificaciones. Sin embargo, esto es lo que se hace cuando se invoca a la clase media como un gran sujeto que tiene capacidad para tomar decisiones, para irritarse o calmarse, para escuchar o para hablar con una voz única. En verdad, tal sujeto no existe si por tal se entiende una suerte de conciencia común, puesto que, si algo caracteriza a aquella franja de la sociedad que se denomina “clase media”, es su gran heterogeneidad. Pero –como no podía ser de otro modo- invocar a este sujeto como si existiera tiene consecuencias desde el punto de vista social y político. Lo hacen todos los días políticos y funcionarios, pero también analistas de opinión pública y comunicadores. Podemos apreciar esto más claramente en el vínculo que se atribuye a la clase media con la democracia recobrada en la Argentina en 1983.

En su relación con la democracia y con la Democracia –es decir, como el período abierto en 1983 y con un valor moral- la clase media suele dar lugar a dos visiones claramente disímiles. La primera de ellas presenta a la clase media como estrechamente ligada a la democracia, incluso, como si fueran la misma cosa. La palabra central aquí es dignidad, en razón de que (según quienes lo afirman) la clase media siempre habría actuado en defensa de la Democracia, la República y el Progreso. En contraposición, otra perspectiva ve a la clase media sin convicciones ideológicas demasiado profundas o estables; más bien, la clase media tendría adhesiones políticas volátiles, privilegiando su propio interés por encima de todo. Así, mientras que en la primera visión la clase media expresaría ideales elevados (como el amor al trabajo, el esfuerzo, la voluntad de progreso, la defensa de los valores democráticos y republicanos), en la segunda la clase media sólo actuaría en el espacio público impulsada por su individualismo y egoísmo, su afán de codicia; en ese caso, no le importaría demasiado en qué régimen político viva: podría apoyar gobiernos autoritarios o la supresión de las garantías constitucionales si eso representa la concreción de sus aspiraciones individuales.

Esta oposición entre lo que podríamos llamar “lo espiritual” y “lo carnal”, o entre la clase media como expresión de dignidad versus la clase media como representación de mezquindad, se ha puesto (y se sigue poniendo) en juego una y otra vez a lo largo de estos últimos cuarenta años. La primera visión la hemos visto asociada a los relatos de la recuperación democrática y el apoyo al presidente Raúl Alfonsín y a la Unión Cívica Radical en 1983. Luego, apareció en las crónicas de las protestas del 2001 y 2002, con los cacerolazos y las marchas contra los bancos tras las medidas económicas del gobierno de la Alianza presidida por Fernando De la Rúa que impidieron el libre acceso a los depósitos bancarios. Luego, ya durante el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner en 2008, esta visión de la clase media emergió nuevamente como “defensora del campo” ante el avance del poder ejecutivo que (desde su perspectiva) buscaba imponer retenciones abusivas. Y se prolongó en los años siguientes, en razón de las restricciones a la libre compra de moneda extranjera (léase dólares) y en ocasión de la muerte del fiscal Alberto Nisman en 2015, en el marco de su denuncia a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y otros funcionarios y dirigentes por abuso de autoridad y violación de los deberes de funcionario público, por una presunta búsqueda de impunidad de los iranís imputados en la causa por el atentado a la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) en 1994. La segunda visión ha exhibido a la clase media como banal, oportunista, solo interesada en sí misma, aprovechando coyunturas favorables para viajar y consumir. Así se la representó gozando de la política económica de la última dictadura militar, resumida en la conocida frase “deme dos” (en alusión al aprovechamiento que hacían los turistas argentinos de adquirir bienes en el exterior a un bajo costo, en relación a la relación de la moneda argentina con el dólar). Estas imágenes volverían a actualizarse durante el gobierno de Carlos Saúl Menem (1989-1999), tanto para los turistas como para quienes podían acceder a bienes importados y facilidades crediticias. También, esta imagen de la clase media reapareció fuertemente con las protestas de diciembre del 2001, como un modo de justificar la reacción de un gran sujeto colectivo que, lejos de todo altruismo o empatía con quienes desde hacía años sufrían la desocupación, la precariedad laboral y los bajos salarios, habrían protestado porque “tocaron sus bolsillos”. Estas imágenes se repetirían durante las mencionadas protestas de 2008, del 2011 y, más recientemente, con las manifestaciones de una parte de la ciudadanía (muy especialmente de carácter urbanas), que reclamaban mayores libertades en el escenario del confinamiento durante la pandemia de Covid-19 en 2020.

Lo que quiero dejar planteado es la centralidad de la clase media en el discurso público y en la arena política en la Argentina, como sujeto de un relato. Se trata de las invocaciones públicas a la clase media, es decir, ciertos discursos políticos que afirman que la Argentina “es un país de clase media” o (más frecuentemente) “debe volver a ser un país de clase media”. Por caso, durante el curso de la campaña presidencial de 2015, en su afán por diferenciarse, los candidatos Daniel Scioli (Frente para la Victoria) y Mauricio Macri (Cambiemos) se pronunciaron respecto a qué posición adoptarían sus eventuales gobiernos en relación con la clase media. Casi dos meses antes de la primera vuelta, tratando de mostrarse como la continuidad de Néstor y Cristina Kirchner y basándose en los datos ya mencionados aportados por los informes del Banco Mundial, Scioli recordó que la clase media argentina era la que más había crecido en América Latina durante el período que gobernaron Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner. Por su parte, Macri sostuvo en varias ocasiones que la Argentina debía ser un país de clase media, que todos sus ciudadanos debían tener un proyecto de progreso para elegir dónde vivir, trabajar y estudiar. Así, mientras que para Scioli la recomposición de la clase media era un logro, corolario de las políticas económicas del gobierno que buscaba su continuidad (y que, de hecho, buscaba incorporar a la clase media a una inmensa masa de la población que por generaciones habían vivido en la pobreza), para Macri esta era una tarea pendiente que su gobierno asumiría. No obstante, ambos compartían la convicción que, en el pasado, la Argentina fue un país de clase media. No eran los únicos que manifestaban sus preocupaciones sobre cómo hacer de la Argentina un país de clase media. En diciembre de 2010, al proclamar su candidatura presidencial para las elecciones de 2011, Elisa Carrió (por entonces, dirigente de la Coalición Cívica) había expresado su objetivo de construir una nación en la que los hijos y nietos de los pobres llegasen a ser de clase media. Unos años más atrás, mientras el país intentaba recuperarse de la debacle del 2001, Néstor Kirchner proclamaba ante la Asamblea Legislativa su cometido de fortalecer a la clase media con una mejor distribución del ingreso que pudiese sacar a muchos argentinos de la pobreza. Como sostendría poco después, la clase media era el motor de la sociedad.

Estos discursos políticos eran exactamente los mismos que había escuchado de personas que habían atravesado experiencias de descenso social tras la crisis del 2001. Se trataba de relatos de vida basados en experiencias personales. Estas personas empobrecidas hablaban de la desaparición de la clase media, a la cual ya no estaban seguros de pertenecer, aunque tampoco creían ser iguales a los “auténticos” pobres. Habían perdido la fe en el futuro, en que sus hijos o nietos pudiesen tener una vida mejor. Afirmaban que sus antepasados (en su mayor parte inmigrantes de origen europeo llegados a fines del siglo XIX o en las primeras décadas del XX) lo habían logrado trabajando arduamente, esforzándose, pasando privaciones. Estas personas presentaban al progreso como el resultado del trabajo duro y el esfuerzo de los ancestros y, sobre todo, de la postergación del disfrute inmediato de dicho esfuerzo en favor de sus descendientes, que eran ellos. Pero algo no andaba bien, porque pese a los esfuerzos del pasado (los propios y los de los ancestros), sus condiciones de vida se habían deteriorado extremadamente. También ellos afirmaban que había que “volver a ser un país de clase media”, lo que equivaldría a “volver a la Argentina de nuestros antepasados inmigrantes”. El núcleo principal de este relato es la afirmación de una genealogía virtuosa, mediante la cual se habrían transmitido valores desde el pasado al presente; genealogía que evoca la gran inmigración europea a la Argentina de fines del siglo XIX y principios del siglo XX, a la vez que excluye otras posteriores y no europeas (para ser más precisos, de otras provincias argentinas o de otros países de América Latina).

Este relato ha sido profusamente invocado durante los recurrentes tiempos de crisis en la Argentina de las últimas décadas. Para quienes invocan el relato, este puede conferir inteligibilidad tanto al éxito como al fracaso, ya sea colectivo (por ejemplo, aduciendo que la Argentina ha desviado su camino) pero también individual o familiar. Apelaban a “la corrupción generalizada” (desde ya, cierta) como causa principal de sus desgracias y a la falta de justicia para castigarla; un clamor que, casi siempre, no era acompañado con algún mea culpa por haber apoyado ciertas políticas o por evadir impuestos. Simultáneamente, muchos no tenían prurito en afirmar que un gobierno como el de De la Rúa que era capaz de devaluar y acorralar en los bancos los ahorros de las personas, era inmoral, porque desestimaba el esfuerzo y la honestidad del trabajo, a la par que premiaba con planes sociales a un sinnúmero de “vagos” y “negros” provenientes del “interior” o de países limítrofes, sin apego al trabajo y predispuestos a delinquir. Estos aspectos racistas se fueron acentuando en el curso de los años siguientes, circulan con profusión bajo diferentes formas en las redes sociales y en páginas de Internet y ya no es extraño encontrarlos hasta en el discurso público (a menudo vistos como “exabruptos”). En suma, para explicar su situación, apelaban al relato de la clase media para expresar que, más allá de errores o malas decisiones, estaban en el camino moralmente correcto y si el mismo no los había llevado al éxito, la razón había que buscarla en un Estado que premiaba a quienes no se esforzaban, no trabajaban y esperaban vivir “de la teta del Estado”. En términos políticos, el relato ha sido apropiado, fundamentalmente (aunque no exclusivamente), por los partidos y coaliciones de derecha y centro derecha; esto les permite definir a su base social como los “argentinos que viven de su propio esfuerzo” frente a aquellos que “viven del Estado” (que incluiría desde funcionarios y empleados públicos hasta los sectores desempleados que reciben ayuda social estatal para poder sobrevivir).

Como se puede apreciar, la imagen de una tierra que ofrecía amplias oportunidades para quienes, a través del esfuerzo y la laboriosidad, fuesen merecedores de ellas tiene amplia aceptación entre vastos sectores del país, pese a que varios estudios han relativizado dicho retrato optimista del pasado. Por ejemplo, que el éxito de los inmigrantes ultramarinos que llegaron al país a fines del siglo XIX y principios del siglo XX era inexorable; o que, en el primer tercio del siglo XX, Argentina era uno de los diez países más ricos del mundo y que la caída se debe a “setenta años de populismo, peronismo, socialismo” (usados frecuentemente como sinónimos). La fuerza de este relato reside en sostener que nos habla de un proyecto de país perdido, un camino del que nos habríamos desviado y habría que retomar. Esta creencia es la que mantiene plena vigencia en razón de una eficacia basada en su naturaleza encarnada en prácticas, objetos y lugares. Sus fuentes ideológicas provienen, entre otras, de la oposición sarmientina entre civilización y barbarie, del ideario que promovió la inmigración de fines del siglo XIX y comienzos del XX; y devino una historia sagrada, fuertemente moral, capaz de diferenciar caminos de progreso probos de indignos. En suma, las invocaciones a la clase media actualizan un gran relato moral acerca del destino de la nación. La que tal vez sea una de las narrativas fundantes de nuestro proyecto colectivo encuentra su sentido en la búsqueda de esperanzas admisibles que, indefectiblemente, aprobarán determinadas genealogías y condenarán otras. Esta imagen de la clase media constituye una fuerza moral, una idea de concebir el pasado y el progreso, una idea de la Argentina, de lo que fue y de lo que debería volver a ser. Lo que se presenta como nostalgia de lo que presuntamente fue y debería volver a ser alberga, en verdad, una afirmación de dignidad que asumiría una parte de la sociedad en contraste a otra que, en términos políticos, es usada como forma de respaldar la desigualdad. Si una versión más universal es deseable, purgando sus aspectos excluyentes y sus derivaciones racistas, nos espera una ardua labor de disputa y recreación de este cuento que, en gran medida, todos los argentinos narramos, aunque no necesariamente siempre lo sepamos.

 

 


Sergio Visacovsky es graduado en Ciencias Antropológicas (UBA) y Doctor en Antropología Cultural (Universidad de Utrecht, Países Bajos). Investigador Principal (CONICET) en CIS-CONICET/IDES + UNTREF. Profesor de la Maestría en Antropología Social (EIDAES-UNSAM). Autor de: El Lanús. Memoria y política en la construcción de una tradición psiquiátrica y psicoanalítica argentina (Alianza, 2002); Clases medias. Nuevos enfoques desde la sociología, la historia y la antropología (Ariel, 2014, con Ezequiel Adamovsky y Patricia Vargas); Argentina y sus clases medias. Panoramas de la investigación empírica en ciencias sociales (Biblos, 2022, con Enrique Garguin). Tw: @SergVisacovsky Ig: @seredvisac

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