Discurso hegemónico objetivante
Del derecho a la literatura

Por Jorge Roggero (Universidad de Buenos Aires)

Jürgen Habermas estaba equivocado: la modernidad alcanzó su cumplimiento, pues realizó el único proyecto que podía desplegar. El mundo moderno ha logrado reducir la realidad a la objetividad. Todo lo que nos rodea se presenta bajo la forma del objeto y lo que no se ajusta a esa forma simplemente no existe, no es real, y por lo tanto no debe ser tomado en cuenta. ¿Qué decir al respecto? ¿Quién puede negar los logros de la modernidad? Nuestra existencia está asegurada por la objetividad. Nuestra libertad está garantizada por la distancia objetiva. La vida solo es posible porque mantenemos esa distancia, porque todo lo que se nos presenta puede ser objetivado. Un técnico puede reparar mi bicicleta porque está frente a un objeto. Un científico puede descubrir la cura de una enfermedad en el laboratorio porque manipula objetos. Un cirujano puede operar en el quirófano porque allí encuentra un objeto. ¡Ciertamente ya no es posible ni deseable prescindir absolutamente de la objetividad! Y, sin embargo, el pensamiento objetivante también es el causante de nuestros peores males: políticas de ajuste, políticas de restricción de los derechos de los migrantes, trabajo esclavo, trata de personas… por nombrar solo algunos de los modos de objetivación de la vida. Pero, ¿es acaso posible pensar un fundamento para nuestra existencia y libertad que no repose en la objetividad? ¿Hay alguna manera de cuestionar la equivalencia absoluta entre objetividad y realidad?

El proyecto de la modernidad formulado por los filósofos del  Iluminismo en el siglo XVIII –según nos recuerda Habermas– apuntaba al desarrollo de una ciencia objetiva, una moral universal, una ley y un arte autónomos. El proyecto de la modernidad tenía el loable objetivo de liberar de toda “forma de esoterismo” a cada una de estas esferas, para que en ellas se desplegara el potencial cognitivo. El problema es que el modelo elegido fue el de la acotada racionalidad científica y su procedimiento de objetivación. El “correlacionismo” kantiano tan criticado últimamente inaugura y, a la vez, ya consuma –en su versión “débil”– esta reducción de la realidad a la objetividad. Para el proyecto kantiano, la cosa en sí, la cosa más allá de su relación con el sujeto cognoscente queda excluida de la realidad efectiva. De la cosa solo podemos conocer lo que se deja reducir a objeto, es decir, lo que se adapta a nuestras formas sensibles y a nuestras categorías. La realidad en el sentido fuerte de lo efectivo, en el sentido de existencia, se circunscribe a lo objetivable.

Pero, ¿en qué consiste el procedimiento de objetivación? Siguiendo la caracterización propuesta por Jean-Luc Marion, podemos afirmar que objetivar es principalmente un modo de ver, el modo propio del mirar teórico. Objetivar implica una operación de constitución por parte del sujeto que circunscribe la posibilidad del fenómeno que se le presenta a los acotados términos que él preestablece. El objeto es constituido por el sujeto y se ciñe al alcance de su mirada, a la medida de ese mirar. El objeto es lo que en la cosa se ajusta a la forma. El objeto es la cosa sin materia, desmaterializada. El objeto prescinde de la materia porque la hýle es indeterminada, inestable, impredecible. El objeto es una reducción de la cosa a su aspecto calculable.

El Derecho se mueve dentro del campo de este mirar teórico, del mirar objetivante, pues debe calcular, debe prever. La ley es básicamente un modo de intentar anticipar una solución que permita conservar el orden y la vida de los miembros de la comunidad frente al advenimiento de lo que los pueda poner en peligro. La ley necesariamente objetiva, tipifica conductas y estipula consecuencias. Como bien destaca Hans Kelsen, el Derecho opera bajo amenaza de coerción. Y esto es así porque el Derecho se funda en el supuesto de la necesidad de objetivación. Es necesario inmunizarse frente al exceso, frente a la abundancia de la vida que, en su despliegue, es también muerte y destrucción. Es necesario objetivar la vida, calcularla y, para lograr este objetivo, es necesario tomar solo una parte de ella.

La consideración del Derecho es acertada en las condiciones históricas de la modernidad. No parece posible pensar un Derecho más allá de la operación de objetivación de la realidad. Y, sin embargo, no podemos dejar de intentarlo. Es más, tenemos derecho a hacerlo y debemos hacerlo en nombre del Derecho mismo. Y no se trata de negar estas condiciones históricas desde un ingenuo voluntarismo, sino de advertir que si bien el Derecho es ciertamente el instrumento de conservación del statu quo, también es la herramienta de transformación. ¿Qué sentido puede tener hablar de Derechos Humanos si no es posible otro Derecho, un Derecho que pueda articular su mirada objetivante con algún otro tipo de mirada que advierta el carácter incalculable e irreductible de lo humano?

Un primer paso en dirección hacia “otra mirada” es advertir el carácter relativo de la supuesta “neutralidad” del Derecho. La mirada de la theoria, que se pretende una mirada neutral, se limita a producir objetos. Pero éste no es el único modo de ver las cosas. Si abandono la posición “neutral” y me dejo afectar por ellas, las cosas aparecen finalmente en tanto tales, se muestran como “acontecimientos”.

El “giro hermenéutico” instaurado por Martin Heidegger constituye una denuncia respecto de la supuesta neutralidad de la mirada teórica. Todo ver, todo comprender está indefectiblemente atravesado por un estado de ánimo. Es más, es la afectividad la que abre más originalmente nuestro modo de estar en el mundo. La mirada teórica no escapa a esta lógica: en todo caso se trata de una posición derivada que se apoya en la disposición afectiva de la neutralidad.

Según el planteo heideggeriano, el cuestionamiento más decisivo que posibilita la contra-marcha respecto de nuestra tendencia a ignorar el sentido de nuestra existencia, está dado por la experiencia de un estado anímico fundamental que, en su carácter extremo, es capaz de poner en cuestión la comprensión habitual. Pero, ¿hay algún modo de entrenar la vista para ensayar “otra mirada”, para ver algo como “acontecimiento” sin tener que atravesar la radicalidad de un “temple de ánimo fundamental”?

Sí, leyendo literatura, porque la literatura es precisamente la suspensión de la theoria. Donde termina la theoria empieza la literatura. La literatura no puede objetivar. La literatura se comporta como el rostro que nos ordena “no matarás”, nos conmina a no reducirla a éste o aquel significado. La literatura nos cuenta otra realidad, una realidad que no se deja objetivar, la realidad del acontecimiento. El acontecimiento es aquello que se presenta de manera imprevisible, incalculable e irreproducible. Pero, principalmente, es aquello que no puede verse o que solo puede verse de modo parcial, que no es comprehensible. El acontecimiento se presenta como algo que no puede concebirse sin contradicción, es lo impensable, lo imposible. Y, sin embargo, es lo que nos puede afectar y determinar profundamente. En este sentido, no podemos dejar de pensar en los acontecimientos que no alcanzamos a entender, en ese significado que se escapa porque nunca es un significado, sino infinitos. El acontecimiento en su dificultad para ser comprendido es aquello que, sin embargo, nos demanda con urgencia una reflexión porque en él parece jugarse la posibilidad de la comprensión de nuestra existencia propia. De esto habla la literatura. Baste con citar dos de los pasajes más famosos de la historia de la novela. Fabricio, el célebre personaje de La cartuja de Parma de Stendhal, no sabe dónde está, ni siquiera sabe con certeza si ha participado de una batalla o no, no reconoce el acontecimiento histórico de Waterloo, pero se expone a él. “Fabricio se transformó en otro hombre a fuerza de meditar sobre lo que acababa de sucederle. Solo en un punto permanecía aún niño: lo que había visto ¿era una batalla?, y en segundo lugar, ¿esa batalla era Waterloo?”. El acontecimiento incomprensible es, sin embargo, revelador, pues tiene el poder de obligar a Fabricio a enfrentarse a la confusión y pasividad de su propia existencia. Pero esto no solo ocurre con un acontecimiento histórico de dimensiones napoleónicas, también puede darse con el más mínimo de los objetos: una magdalena, por ejemplo. El narrador de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust se deja afectar por la magdalena precisamente porque no la ve como un “objeto”, sino que deja que ésta se presente como un “acontecimiento”: “En el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. […] ¿De dónde podía provenir aquella alegría tan poderosa? Me daba cuenta que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza. […] Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la tiene que dar con la verdad. ¿Pero cómo? Grave incertidumbre ésta, cuando el alma se siente superada por sí misma, cuando ella, la que busca, es justamente el país oscuro por donde ha de buscar, sin que le sirva para nada su bagaje”. El narrador no experimenta el “acontecimiento” de la magdalena simplemente al verla. Ninguna de las magdalenas que ha visto durante años en las confiterías tiene ese poder de evocación porque todas ellas eran meros “objetos” para él. Pero en este caso, al probarla, al exponerse a ella, el narrador experimenta una conmoción que lo excede, que no logra explicar, pero que atañe profundamente a su propia existencia.

Aun reconociendo la dificultad en nuestro tiempo para encontrar una “magdalena” que pueda despertar semejante memoria involuntaria –como bien denuncia Juan José Saer en “La mayor”–, aun reconociendo la complejidad de la operación de transformación de un “objeto” en un “acontecimiento” en un tiempo en el que ya no parece posible la experiencia, el “objeto” de la literatura sigue siendo un acontecer que desborda los límites de toda objetividad y puede ser narrado, aunque solo sea fragmentaria y parcialmente. El mismo texto saeriano, en su insistencia en la bufanda amarilla como índice minúsculo, como acontecer difuso pero decisivo de una ciudad (de un mundo, “¿en qué mundo, o en qué mundos?”), da cuenta de esta tarea literaria. La literatura narra estas experiencias intentando ya no explicarlas (de hecho, son experiencias inexplicables, o mejor dicho, inagotables, pues contienen una exceso de sentido que demanda una hermenéutica sin fin), sino simplemente describirlas, mostrarlas, dar cuenta de su existencia, de su importancia, de su realidad.

Para darle sentido al Derecho, para que el Derecho devenga una herramienta de emancipación, tenemos que abogar por un derecho a la literatura, es decir, un derecho a detener los mecanismos objetivantes para advertir el acontecimiento de lo humano en toda su complejidad. Si el Derecho quiere hacer lugar a un Derecho Humano tiene que ejercitarse en la posibilidad de “otra mirada”, tiene que entrenarse en la posibilidad de una consideración “acontecial” respecto de su objeto. Y en esta tarea, la literatura puede servir de guía al discurso jurídico, pues la literatura no objetiva con categorizaciones a priori ni intenta demostrar nada, sino que se limita a mostrar el acontecer en sus propios términos. Y es precisamente en ese mostrar las cosas en su acontecer donde radica su potencial crítico. “Mostrar el acontecer” no implica simplemente describir un estado de cosas en su objetividad, sino más bien dar cuenta de aquello que se pasa por alto, aquello que no se ve, implica mostrar lo invisible, mostrar lo invisibilizado, lo desaparecido. De este modo, la literatura enseña al Derecho a prestar atención a lo silenciado por el discurso hegemónico objetivante: el acontecimiento que puede fundar un Derecho Humano.

 

Imagen de portada: Ernest Descals Pujol – Justicia Ciega

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