Ajuste en Ciencia y Tecnología
Derribando mitos sobre el Conicet

Por Daniel Schteingart
(CONICET/IDAES/UNSAM/UNQ)

A principios de diciembre, y a pesar de la promesa de campaña de Cambiemos de profundizar los logros recientes en ciencia y tecnología, se conoció la noticia de que los ingresos a carrera en el CONICET bajarían de los 897 estipulados a 389. En el corto plazo, 508 investigadores de diferentes disciplinas científicas se vieron directamente afectados; en el mediano, se suman al problema las diferentes cohortes de becarios que, cuando se hayan doctorado, tendrán mayores dificultades para seguir investigando –habida cuenta de que no es sencilla la reubicación en otras dependencias del sector público ni mucho menos en un sector privado escasamente interesado en contratar doctores, pese a ingentes esfuerzos del Ministerio de Ciencia y Tecnología para que ello ocurra-. Dos consecuencias se derivarían de ello, ambas muy negativas: a) que personas con altísimo nivel de capacitación terminen realizando tareas para las que están sobrecalificadas (el caso típico es el de “ingenieros manejando taxis”), y b) que estas personas se vayan a trabajar al exterior (la llamada “fuga de cerebros”).

Si bien el recorte en ingresos despertó el repudio y la solidaridad de miles de personas (incluso muchas de ellas afines al actual gobierno), también suscitó la justificación tanto de funcionarios como de ciudadanos simpatizantes con la gestión de Cambiemos. En los últimos días, algunos de estos últimos organizaron una cruzada en redes sociales para desprestigiar al Conicet, acusándolo de financiar disciplinas “ridículas” como los estudios culturales o migratorios (por ejemplo), de ser una cueva de “militantes”, “ñoquis”, “ladris”, “inútiles” y una decena de agravios más. Uno de los tuiteros que más se dedicó a ello fue Gabriel Martínez Bracesco, periodista ex Clarín, que simpatiza abiertamente con Donald Trump, Marine Le Pen y, en la escena local, con el neonazi partido “Bandera Vecinalista”. En repetidos tuits, Bracesco -fundador del sitio “La Internet Online”, que sacó una hostigante nota sobre “las peores veinte investigaciones del Conicet”- pidió “bala” y “bomba” a los investigadores del principal organismo científico del país.

A continuación procuraremos desmontar dos mitos sobre el Conicet que anduvieron circulando en las últimas semanas: 1) que ningún país con 30% de pobres puede aumentar sus investigadores, y 2) que el Conicet es una “usina de ladrones militantes que no sirven para nada”.

  • “Ningún país con 30% de pobres puede aumentar sus investigadores” (Lino Barañao)

La afirmación es errónea tanto teórica como empíricamente. En primer lugar, el enunciado supone que primero debemos llegar a la pobreza cero para aumentar los fondos en ciencia y tecnología. Si eso es así, entonces la ciencia no sirve para nada (y no se entendería por qué Barañao dirige una cartera ministerial cuyo aporte al desarrollo del país es secundario); en todo caso, si recién podemos aumentar investigadores cuando erradicamos la pobreza, la ciencia sólo serviría para la “realización espiritual” de la vocación del investigador. Más de doscientos años de historia moderna demuestran que la causalidad es más bien la inversa: la ciencia y la tecnología han sido herramientas indispensables para la baja de la pobreza en el mundo (según el sitio “Our World in Data”, la pobreza absoluta -1,9 dólares por día a PPA- bajó del 94% en 1820 al 10% en 2015), la disminución de la mortalidad infantil, la prolongación de la vida de las personas y la mejora del bienestar en general. Tenemos que remontarnos a por lo menos el siglo XVIII si tenemos que discutir la importancia de la ciencia para mejorar la calidad de vida de la humanidad.

Segundo, Barañao fue ministro durante los ocho años anteriores, fue uno de los responsables del Plan Argentina Innovadora 2020 (que estipula un crecimiento del 10% anual en el staff de investigadores del país) y durante su gestión previa el Conicet pasó de incorporar 440 científicos (en 2008, cuando la pobreza era del 37%) a 943 en 2015. La suba fue gradual año a año, de modo que no es cierto que en 2015 se produjo una “explosión electoralista” de los ingresos a Conicet; es más, en 2014 los ingresos fueron todavía mayores -957-. De tal modo, de los dichos de Barañao pueden derivarse dos cosas: a) está impugnando su propia gestión entre 2007-2015, o b) la pobreza subió del 0% al 30% en un año (el análisis de datos de INDEC muestra que la pobreza pasó del 28% en noviembre de 2015 al 32% en el segundo trimestre de 2016, vale aclarar).

La comparación en términos internacionales vuelve a dar la espalda a Barañao. China es hoy el país más dinámico del mundo en términos no solo económicos sino también tecnológicos, pero todavía más pobre que Argentina. Si tomamos la exigencia monetaria de la canasta del INDEC actual, China en 2013 tuvo 65% de pobres (según PovCalNet – Banco Mundial), pero sin embargo 52% más de investigadores per cápita, según OCDEStat. Que China esté achicando las brechas tecnológicas con el mundo desarrollado no es arte de magia, sino producto –en buena medida- de una inversión de largo plazo en ciencia y tecnología (vale remarcar que en 1995 la pobreza en China según la exigencia monetaria del INDEC actual era del 98%).

Podrá criticarse la comparación con China, por tratarse del país más poblado del mundo. Busquemos entonces otro ejemplo: Australia, el país preferido de comparación del liberalismo argentino. En 1968, Australia era tan rica como Argentina hoy (su PBI per cápita estaba en torno a los 11.000 dólares de 1990, según la base de datos creada por el prestigiosísimo historiador económico Angus Maddison). Sin embargo, tenía el doble de investigadores per cápita (3.485 por millón de habitantes, contra 1.781, según datos de OCDEStat) de los que hoy tiene Argentina. Hoy Australia se encuentra en torno a los 6.600 investigadores por millón de habitantes, esto es, casi el cuádruple de los guarismos argentinos.

Pocas variables dan una correlación tan alta con el desarrollo económico como los gastos (mejor dicho, inversión) en ciencia y tecnología. Por ello, la frase de Nehru, ex primer ministro de la India de fines de los ’40 y principios de los ’50 es tan ilustrativa: “la India es un país lo suficientemente pobre como para darse el lujo de no tener ciencia”. En Argentina, la ciencia puede contribuir al aumento de la productividad del tejido productivo (por ejemplo, por la vía de mejoras tecnológicas en fertilizantes o semillas), con empleo nacional que mueve la rueda del consumo (y por ende de las empresas, que al vender más, contratan más empleo, el cual vuelve a mover la rueda del consumo). La mejora de la productividad del tejido productivo, vía ciencia y tecnología, permite al país ser más competitivo y depender menos de las regresivas devaluaciones del tipo de cambio para competir afuera. Para poner un ejemplo concreto, entre cientos: uno de los investigadores recomendados para ingresar a Carrera pero expulsado por el recorte es Horacio Bonazza, doctor en química y cuyo tema de estudio versa en cómo obtener biocombustibles de aceites vegetales.

Asimismo, disponer del conocimiento científico y tecnológico es una figurita difícil en el mundo de hoy (y de ayer también). Los países que más dominan la ciencia y la tecnología son los desarrollados, con Estados Unidos, Japón y los europeos a la cabeza (y China asomando). Ello es fácilmente comprobable si vemos datos como gasto en investigación y desarrollo (I+D), stock de investigadores o patentes. Al ser una figurita difícil, la competencia en las actividades intensivas en conocimiento es mucho menor que en el resto; ello permite generar rentas extraordinarias. No es casualidad que un empleado del departamento de I+D de Apple en California gane 40 veces más que un ensamblador de un iPhone en Vietnam. Si resignamos la ciencia y la tecnología como palancas cruciales del desarrollo económico, tendremos una estructura productiva de baja productividad y venderemos al mundo cosas baratas hechas a base de bajos salarios (o dotaciones naturales) e importaremos caro bienes y servicios de alta productividad producidos con elevados salarios.

  • “Conicet es una usina de ladrones militantes que no sirven para nada, en especial los de ciencias sociales” (tuiteros varios y algunos formadores de opinión)

Probablemente, la expresión medieval “la Tierra está sostenida sobre cuatro elefantes sobre una tortuga” sea más lúcida que los “argumentos” utilizados para denostar al Conicet y sus investigadores. (Vale aclarar que, según un estudio de Big Data hecho por la socióloga Yamila Abbas y la periodista de datos Analía Luis, los ataques a Conicet sólo se dieron días hábiles –en contraste, la defensa al Conicet fue pareja los siete días de la semana-, lo cual alimenta la sospecha de que parte de ello lo habría orquestado el gobierno por medio de sus trolls pagos con fondos públicos).

Dentro de un país donde la meritocracia en el sector público no es particularmente la regla, Conicet destaca por ser el organismo estatal más meritocrático y transparente, por lejos. Para ser becario en Conicet, hacen falta pergaminos como un elevado promedio durante la carrera de grado, publicaciones, presentaciones a congresos o ejercicio de la docencia, entre otros. Para ser investigador (lo que hoy se recorta), las exigencias son todavía más duras: se necesita tener una tesis doctoral (algo que demanda ingentes esfuerzos y que lleva cinco años realizar) y publicaciones en revistas académicas internacionales de altísimo prestigio, en tanto que cuestiones como la docencia, la supervisión de tesistas o el desarrollo de innovaciones tecnológicas –sobre todo en el campo de las ciencias duras- suman puntos adicionales al aspirante.

Para ser investigadores de carrera en Conicet, el aspirante es evaluado por una comisión de expertos de cada disciplina de estudio (por ejemplo, biología, física, economía, sociología y demografía, etcétera), en función de los antecedentes académicos. En dicha comisión evaluadora, la mitad de sus miembros se renueva todos los años. Asimismo, en las comisiones, la representación es no solo temática, sino también geográfica e institucional, de modo que evalúan expertos de distintas partes del país y de distintas instituciones, para garantizar federalismo y pluralismo institucional. A esto que acabamos de describir llamaremos “paso 1”. Una vez que la comisión dictamina, la resolución pasa a una Junta Calificadora (“paso 2”), en donde expertos de las cinco “grandes áreas” del Conicet (Ciencias Naturales y Exactas; Ciencias Biológicas y de la Salud; Ciencias Agrarias, Ingeniería y de Materiales; Ciencias Sociales y de Humanidades, y Tecnología) vuelven a evaluar. Vale mencionar que, dentro de cada “gran área” hay una multiplicidad de disciplinas (por ejemplo, en “Ciencias Biológicas y de la Salud” tenemos a “Ciencias Médicas”, “Biología”, “Bioquímica y Biología molecular” y “Veterinaria”, cada una de las cuales tiene su comisión evaluadora del “paso 1”). Una vez que se cumple con el “paso 2”, el análisis pasa al directorio del Conicet (“paso 3”) quien, en función del presupuesto, asigna los ingresos a carrera respetando criterios de proporcionalidad geográfica y disciplinaria.

Vale aclarar que uno de los criterios de evaluación para la admisión al Conicet es la “relevancia social” (qué aporte directo o indirecto puede hacer el investigador a la sociedad) o “académica” (qué aporte hace el investigador al estado del conocimiento mundial de una disciplina) del problema de investigación. A Conicet puede entrar cualquier persona, siempre que tenga las credenciales académicas aprobadas por las comisiones evaluadoras mencionadas.

Que el Conicet sea una usina de captación de los grandes talentos del país se plasma en cómo se ubica en los rankings internacionales de instituciones de ciencia y tecnología. Según el ranking Scimago –el más prestigioso del mundo para evaluar rendimiento de este tipo de instituciones-, Conicet pasó del puesto 399 en 2009 al 220 en 2016, sobre un total de 5137 instituciones. Esto es, Conicet se encuentra en el top 5% mundial de las instituciones de ciencia y tecnología, es la segunda institución más prestigiosa de América Latina (solo por detrás de la Universidad de San Pablo) y la principal del país. Que Conicet haya escalado 179 puestos en el ranking no es arte de magia, sino que mucho tiene que ver con la ampliación de su dotación de recursos humanos en base a criterios de estricta selección con reglas transparentes, que lamentablemente no son moneda corriente en otras áreas del Estado. Del mismo modo, Argentina en su conjunto (contando Conicet y el resto de las instituciones de ciencia y tecnología como las universidades) pasó de explicar el 0,35% de los papers mundiales en revistas de prestigio en 2006 al 0,46% en 2015, también según Scimago.

El 78% de los poco más de 9000 investigadores de planta del Conicet proviene de las ciencias duras (Exactas, Naturales, Biológicas, Químicas, Ingenieriles, etc.) o son tecnólogos. El 22% restante proviene de las Ciencias Sociales y Humanidades. Para muchos críticos del Conicet, este 22% es “excesivo”, y compuesto por personas que son “ladris” y “chamuyeras”. Primero, la cifra es razonable para los estándares mundiales: en Noruega (país más desarrollado del mundo según el Índice de Desarrollo Humano), tal cifra es del 25% y en España del 26%, por debajo de México (por encima del 30%) y por encima de países de altísima industrialización como Japón (en torno al 10%), que por su perfil de especialización (que Argentina no tiene) demandan muchísimos ingenieros y afines. Los datos son de UNESCO.

Segundo, se han criticado por “irrelevantes” y “ladris” temas de investigación como los estudios culturales, los estudios de género, los estudios migratorios o la sociología del deporte, que forman parte de la agenda de investigación de algunos de los investigadores en Ciencias Sociales y Humanidades del Conicet. Desde el mayor prejuicio, los detractores de este tipo de estudios no parecen querer enterarse de su contribución directa o indirecta a la formulación de mejores políticas públicas (por ejemplo, Pablo Alabarces ha sido denostado por hacer sociología del fútbol, cuando sus aportes contribuyen a idear soluciones al flagelo de las barrabravas). Tampoco parecen querer enterarse de que son los países desarrollados y no Burundi o Togo los países campeones en estos campos de las ciencias sociales. Según Scimago, Estados Unidos lidera el stock de publicaciones mundiales (1996-2015) de estudios de género, estudios culturales, lingüística, análisis literario, sociología, ciencia política, historia, arqueología, psicología, economía y un largo etcétera. Los países que le siguen son Reino Unido, Australia, Canadá, Alemania, Francia, España, Italia o Países Bajos, dependiendo de la disciplina. Estas investigaciones se hacen tanto en instituciones públicas como privadas. A modo de ejemplo, Lauren Rea –que fue una de las investigadoras hostigada por los críticos del Conicet por investigar la revista Billiken- es una PhD británica en estudios culturales, y el financiamiento de su tema de investigación lo hace el Arts & Humanities Research Council (una suerte de Conicet británico de ciencias sociales).

¿Entonces, los países desarrollados se equivocan y malgastan su dinero en financiar este tipo de disciplinas? ¿Conocer la realidad para dar insumos para hacer políticas públicas que mejoren la calidad de vida –económica, social y cultural- es derroche? ¿Analizar impacto de políticas públicas, como hacen muchísimos investigadores de ciencias sociales del Conicet, es inútil? ¿Comprender nuestra historia y la de otros países, para sacar lecciones de qué errores no debemos volver a repetir y qué lecciones podemos tener en cuenta de cara al futuro es tirar “la plata de mis impuestos” al inodoro? ¿Invertir en investigadores en relaciones internacionales para que analicen la complejidad del mundo actual y de allí ver cómo Argentina puede integrarse mejor al mundo es prescindible? ¿Y hacerlo en especialistas en administración pública, para que formulen políticas de mejora de la calidad de la intervención estatal? ¿Formar doctores en urbanismo para que analicen cómo mejorar la problemática habitacional del país es repudiable? ¿La filosofía, sin la cual hoy posiblemente seguiríamos viviendo en el absolutismo de la Edad Media, es un campo del conocimiento a ser desterrado del erario público? Los datos de Scimago y la práctica concreta de los Estados de los países desarrollados refutan todo este tipo de prejuicios.

En tercer lugar, está claro que hay buenos cientistas sociales y otros que no lo son, del mismo modo que hay buenos físicos y malos físicos, buenos abogados y malos abogados, buenos docentes y malos docentes, buenos periodistas y malos periodistas, o buenos padres y malos padres. Quédense tranquilos de una cosa: los malos científicos (sean de ciencias sociales o de ciencias duras) no entran al Conicet.

A modo de cierre, ¿resolver el conflicto en Conicet es caro para el Estado? Lo cierto es que no: los 508 investigadores desplazados costarían al Estado 200 millones de pesos anuales, contando contribuciones patronales y aguinaldo. Eso es equivalente a un 4% del costo fiscal del hecho de que los jueces –con sueldos de seis dígitos- no paguen Ganancias (algo que no parece quitar el sueño al tuitero anti-Conicet), a un 25% de lo que el gobierno gastó en publicidad oficial entre enero y julio, y a un 6% de lo que implicó la eliminación de las retenciones a la minería. Asimismo, el gobierno invierte 160 millones de pesos al año en redes sociales (con 78 empleados al respecto, muchos de los cuales son responsables del hostigamiento a los que defendemos al Conicet o somos críticos de ciertas políticas del macrismo), esto es, el 80% de lo que implican los 508 investigadores que no ingresan a carrera. Un ejemplo más burdo aún: el antiConicet emocional no critica que el gobierno haya pagado un millón de pesos a Luis Majul por un video de cuatro minutos, lo cual equivale al sueldo mensual de 35 investigadores Conicet.

Tras varios días de tensión y negociaciones, el 23 de diciembre se llegó a un acuerdo entre el Ministerio de Ciencia y Tecnología (MinCyT) y los científicos afectados por el recorte. El acuerdo garantiza el puesto de trabajo a 450 científicos hasta fines de 2017 bajo el régimen de “becario” (el cual es más precario que el del investigador, ya que no cuenta ni con aportes jubilatorios ni aguinaldo, a la vez que las remuneraciones son menores). Los 58 casos restantes son becarios posdoctorales cuya beca termina en 2018, pero que fueron recomendados para ingresar como investigadores de carrera. Asimismo, por iniciativa del Mincyt, en el acuerdo se procura iniciar un proceso de articulación con otros organismos públicos (universidades nacionales, INTI, INTA, el mismo Conicet, empresas públicas, etc.), para que los 508 postulantes recomendados se incorporen a las instituciones mencionadas a lo largo de 2017, con la idea de que sus remuneraciones y condiciones laborales sean iguales a las de un investigador, y no a las de un becario.

Claramente,  los recursos están  –como no podría ser de otra manera, luego de que el ministro de Producción Francisco Cabrera dijera que el costo fiscal de la reforma del impuesto a las Ganancias, estimada en 35.000 millones de pesos, es “manejable”-. Lo que no quiere el gobierno es seguir agrandando el Conicet, porque si este año ingresan todos los investigadores recomendados, el que viene se repetiría la misma situación. Mientras tanto, el acuerdo es un parche que descomprime por un tiempo la situación.

Por último, ¿es el Conicet una institución perfecta? Está claro que no. Hay mucho por mejorar, en particular cómo logramos canalizar nuestra ciencia básica hacia mayores aplicaciones en lo productivo. En otros términos, necesitamos entroncar más a nuestro personal de I+D con las actividades empresariales. Ello requiere de un diverso set de políticas públicas, que van desde las de ciencia y tecnología hasta las de desarrollo productivo, macroeconómicas, financieras y educativas, por poner algunos ejemplos. Lo que sí está claro es un punto: no necesitamos menos Conicet (ni menos ciencia básica), sino más y mejor Conicet.

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