19 y 20 de diciembre
Una historia que aún no es historia

Por Hernán Ouviña
(IEALC-UBA)

Algunas reflexiones en torno al 19 y 20 y las asambleas barriales

 

¿Se quiere que existan siempre gobernantes y gobernados

o se quieren crear las condiciones para que desaparezca

la necesidad de la existencia de esta división?

Antonio Gramsci

No resulta fácil escribir acerca del 19 y 20 de diciembre de 2001. Más allá de las múltiples aristas y dimensiones que condensan estos dos intensos días y noches de extremo calor veraniego, puede decirse que ambos simbolizan un momento-bisagra de profunda crisis económica, social, política y cultural, signado tanto por la irrupción plebeya de los sectores populares en el escenario público del poder, como por la incapacidad de las clases y grupos dominantes de construir una alternativa viable frente al agotamiento del modelo neoliberal. Con él se cierra, definitivamente, un ciclo iniciado a escala nacional el 24 de marzo de 1976 con el terrorismo de Estado, y continuado durante los sucesivos gobiernos civiles de Raúl Alfonsín, Carlos Menem y Fernando De la Rúa, a lo largo del cual las clases subalternas no lograron trascender, más allá de breves destellos, su accionar defensivo. Podría decirse que el 19 y 20 puso en evidencia, dramáticamente y en forma abrupta, que lo nuevo estaba naciendo y lo viejo no terminaba de morir. Quienes hemos tenido la oportunidad de participar activamente en gran parte de los eventos y procesos contemporáneos a aquellas jornadas, sabemos que constituye una historia tan reciente y viva que -cual tizón encendido y a pesar de los pretendidos “cierres”- aún no es plenamente historia.

De ahí que consideremos como una tarea impostergable ejercitar la memoria colectiva, para realizar un balance (auto)crítico de aquella vocación rebelde e insumisa que, durante la coyuntura de 2001 y 2002, operó como catalizadora de un crisol de propuestas sociales y políticas de nuevo tipo, las cuales, luego de esas intensas modalidades de protesta popular, germinaron con fuerza en suelo argentino. En efecto, las jornadas del 19 y 20 de diciembre, así como la multiplicidad de acontecimientos inéditos que le sucedieron, sirvieron para recobrar la capacidad de deliberación y acción colectiva, logrando visibilizar -o bien dando origen a- novedosas formas de construcción política impulsadas desde abajo. Cinco presidentes se sucedieron en menos de tres semanas, en un contexto signado por el surgimiento y la multiplicación de novedosas instancias de auto-organización en los principales barrios capitalinos, del conurbano bonaerense y, en menor medida, del resto del país. Casi todas las instituciones en que se apoyaba el régimen fueron cuestionadas de raíz, resultando la política -en tanto que esfera “profesional” separada de la población- tajantemente rechazada, con la particularidad de que ese proceso de movilizaciones colectivas prescindió de todo tipo de estructura centralizada para lograr “que venga lo que nunca ha sido”, como rezaba una de las pintadas recurrentes en aquel contexto de ebullición.

Horizontalidad, autogestión, articulación en red, democracia directa, poder popular y autonomía (por nombrar sólo unas pocas palabras de las tantas escuchadas) eran mucho más que consignas resonando en las calles. Ámbitos de experimentación política y de toma de decisiones no convencionales crecieron como hongos luego del vendaval neoliberal que azotó el territorio argentino en los años ’90. No obstante, el derrotero de estas instancias de autodeterminación no tuvo una orientación predefinida, ya que la densidad asociativa que se vio involucrada en este crisol de proyectos y emprendimientos supuso senderos y bifurcaciones múltiples, así como variados tiempos e intensidades, aunque en todos los casos se evidenció una profunda crisis de la heteronomía capitalista (en especial, de sus momentos estatal-mercantiles), alcanzando incluso a las clásicas formas sindicales y partidarias de organización.

 

Reseñar aquellos días y noches de finales de 2001 y comienzos de 2002, en los cuales lo extraordinario pareció devenir algo cotidiano, excede sin duda la intención de este breve artículo. Basta decir que los espacios colectivos, las iniciativas comunitarias y los movimientos populares que surgieron, o bien cobraron mayor visibilidad y fortaleza, luego de estas calurosas jornadas de insubordinación de masas, tuvieron en muchos casos una clara proyección anticapitalista y democratizadora, en la medida en que involucraron un enorme despliegue de potencias que, en conjunto, apuntaban a la recuperación del protagonismo de las y los de abajo, recobrando la capacidad colectiva y autónoma de deliberación y acción. Por lo tanto, definir retrospectivamente como “anti-política” a esa creativa y contradictoria coyuntura que se vivió durante aquellos meses (visión que se ha pretendido instalar tanto desde los medios hegemónicos como desde las fuerzas y coaliciones electorales que emergieron de aquella crisis), no tiene ningún asidero. Antes bien, resulta un discurso que busca transfigurar un momento de extrema politización, en preludio dramático y negativo que -según ellos- logró ser superado, a posteriori, desde lo estatal y en función de las iniciativas impulsadas por el gobierno kirchnerista, quien habría conjurado esa peligrosa “crisis de representación”, tan aguda, sufrida quince años atrás.

Sería pertinente agregar, además, que aquellas originales formas de protesta y autoafirmación política que irrumpieron con fuerza durante 2001 y 2002, respondieron a la cada vez más aguda crisis de un modelo de acumulación asentado en el predominio de la valorización financiera y en la reestructuración y concentración del aparato productivo por parte del capital transnacionalizado, así como por una estrepitosa pérdida de derechos colectivos vis a vis la expansión de las lógicas mercantiles y privatizadoras al conjunto de la sociedad, en el marco de una democracia delegativa que iba a redundar con el tiempo en un colapso radical del sistema de partidos; aunque también estuvieron signadas por la lenta pero sostenida recomposición del tejido social desmembrado a sangre y fuego por la última dictadura cívico-militar. Así, si en las décadas pasadas buena parte de las luchas remitieron al espacio laboral -en particular el industrial- como ámbito cohesionador e identitario, a partir de la segunda mitad de la década del noventa las modalidades de resistencia socio-política tendieron a exceder a esta problemática, anclándose más en prácticas de tipo territoriales, donde los barrios cumplieron un papel central como ámbitos de recreación de los vínculos de sociabilidad y organización desarticulados por el terrorismo del Estado y las políticas neoliberales. Al margen de sus particularidades, todas ellas expresaron un cierto desencanto en relación a los partidos políticos y, en especial, al Estado, como espacios únicos de canalización y resolución de las demandas de las clases populares.

Dentro de todos estos novedosos espacios, sin duda una de las experiencias más disruptivas fue la de las asambleas surgidas en diversos barrios durante los días posteriores a la rebelión popular de finales de 2001. En el momento de mayor esplendor asambleario, los sectores dominantes explicitaron su temor frente a estos embriones de contrapoder vecinal. El por entonces presidente Eduardo Duhalde llegó a expresar por ejemplo que “con asambleas en las calles no se puede gobernar”, y el senador nacional (y ex presidente) Raúl Alfonsín, apelando al artículo 22 de la Ley de Defensa de la Democracia, intentó -en sus propias palabras- “armar una acción política en contra de la anti-política de las sediciosas asambleas barriales”. Incluso el conservador e influyente diario La Nación advirtió en uno de sus Editoriales de 2002 acerca del peligro de que las asambleas pudieran “acercarse al sombrío modelo de decisión de los soviets”.

El ejercicio de una democracia in-mediata (es decir, sin mediación alguna de los partidos y del Estado, pero también elaborada para y desde el “aquí y ahora”), que no reconocía liderazgos ni escisión entre dirigentes y dirigidxs, así como la apelación al carácter de “auto-convocados/as”, resultaron ser una invariante entre las y los asambleístas, pudiéndose ejercer una radical horizontalidad casi sin precedentes en Argentina. Miles de hombres, mujeres, jóvenes, adultxs/mayores y hasta niñxs (porque existieron incluso asambleas y espacios lúdico-políticos, donde las infancias vivían también este proceso a su modo), recuperaron para sí una parte sustancial de la fuerza depositada en todas las instancias enajenantes de la sociedad. Durante este aprendizaje transversal y des-jerarquizador, se debatió de todo: desde lo más aparentemente insignificante y capilar, hasta las formas disímiles que deberían asumir las nuevas comunidades continentales y mundiales por fundar.

Pero además de este inédito laboratorio de experimentación política en el seno mismo de los barrios, también se tendieron puentes con otros sectores castigados por las políticas neoliberales, en particular con aquellos que, de manera similar a las y los vecinos integrantes de las asambleas, pugnaban por desbaratar el miedo y la indiferencia, recreando en sus respectivos territorios vínculos de nuevo tipo que pudiesen prefigurar en el presente la sociedad por la cual se luchaba a diario, a partir de la ampliación de lo público más allá de lo estrictamente estatal. Así fue como se construyeron espacios y proyectos en común con los diversos grupos y organizaciones autónomas que habitaban también el vecindario, o bien que lo trascendían, como los movimientos de trabajadores/as desocupados/as, los/as cartoneros/as y las empresas recuperadas. Quizás la consigna que de manera más certera reflejó esta momentánea confluencia práctica entre grupos y sectores subalternos afectados por el neoliberalismo, haya sido la cantada por cientos de miles de personas en cada una de las marchas y actividades que resignificaron el espacio público al grito de “¡piquete y cacerola, la lucha es una sola!”.

 

Sin embargo, a los pocos meses del surgimiento de casi 300 asambleas barriales a lo largo y ancho de Argentina (aunque concentradas en su mayor parte en Buenos Aires), comenzó a percibirse un creciente reflujo tanto en la masividad de las y los involucrados en ellas, como en la capacidad de incidencia y movilización frente a la inestable coyuntura social y política que se vivía en el país. La represión abierta o solapada por parte del Estado y de patotas al servicio de intendentes del conurbano bonaerense, que buscaba desactivar la amenaza explícita que significa este movimiento, los constantes intentos de “aparateo”, homogeneización y hegemonismo, que desplegaron ciertos partidos de izquierda para intentar direccionar a las asambleas o compelerlas a que asumieran sus “programas” de salida a la crisis, y la desorientación que generó el cambio de coyuntura abierto con el triunfo de Néstor Kirchner en marzo de 2003 y la paulatina “recuperación” socio-económica, combinadas con ciertas debilidades de las propias asambleas (tales como sus escasos espacios de coordinación transversal, su carácter heterogéneo y contradictorio en términos de composición social, generacional y política, o su ensimismamiento en lo local, perdiendo de vista la coyuntura nacional), contribuyeron en conjunto a erosionar su potencialidad inicial.

Así fue como, con el transcurrir del tiempo, buena parte de la izquierda tradicional pasó de ver a las asambleas como reencarnación criolla de los soviets, a caracterizarlas sin más como ámbitos reformistas integrados por unxs pocxs y anti-partidarixs pequeñx-burguesxs. Otras organizaciones y movimientos, por su parte, cayeron en la trampa de considerar que después de diciembre de 2001 se estaba frente a una situación pre-insurreccional, sin percatarse que el cambio social integral que arengaban como horizonte, presuponía un proceso multifacético y prolongado, que por lo tanto podía involucrar posibles momentos de repliegue, metamorfosis, impasses y discontinuidades, además de grandes eventos confrontativos y multitudinarios como los del 19 y 20. Algo similar se vivió con respecto a la consigna ¡Qué se vayan todos!, creyendo que iba a materializarse en unos pocas semanas o meses, apelando exclusivamente al carácter destituyente de estas movilizaciones.

Pensar la política como ascenso irrefrenable y abrupto, resultó sin duda tan erróneo como descartar de cuajo a las asambleas en tanto instancias innovadoras de auto-organización popular que, más allá de su propia existencia, han contribuido a crear una nueva cultura política que aún hoy perdura y se resignifica en infinidades de experiencias y procesos de lucha. Y es que no cabe medir la irrupción y el paulatino declive del proceso asambleario solo en términos de la cantidad de asistentes a cada uno de estos espacios, ni tampoco meramente sopesando su sostenimiento o perdurabilidad en el tiempo. La dinámica asamblearia también debe evaluarse tanto en función de sus derivas y bifurcaciones, como por su capacidad de irradiación. En el primer caso, porque muchas asambleas y vecinos/as, lejos de desaparecer sin dejar huella social alguna, fueron mutando su identidad y sus prácticas, sedimentándose en cooperativas, bibliotecas populares, movimientos territoriales, colectivos juveniles, centros culturales y educativos, medios alternativos o multi-espacios de construcción, en cada uno de los barrios donde surgieron, así como confluyendo en ámbitos más amplios de militancia política, asumiendo nuevos desafíos y actualizando sus proyectos de lucha en función de la cambiante coyuntura. En el segundo, porque lograron contagiar esa original forma de toma de decisiones y construcción colectiva de propuestas, más allá de su espacio vital específico, hacia otras latitudes y territorios, contribuyendo además a potenciar esa nueva subjetividad surgida pos 2001, habitada por lo diverso y basada en una valiosa combinación entre política y afectos, donde el o la vecina dejaba de ser un habitante ignoto del barrio y se convertía en parte de un ámbito de sociabilidad colectiva, que tenía y tiene aún hoy como una de sus funciones principales el recomponer los lazos de solidaridad y confianza mutua, desmembrados tanto por el terrorismo de Estado como por las políticas neoliberales.

El caso emblemático y precursor de esta influencia directa pero invisible es, sin duda, la lucha de las y los habitantes de la patagónica ciudad de Esquel, en contra de la instalación de la empresa transnacional minera Meridian Gold en su comunidad. La constitución y fortalecimiento de una multitudinaria asamblea de vecinos autoconvocados, a partir de los primeros meses de 2002, no puede sustraerse al clima destituyente y democratizante del cual las asambleas barriales eran una de las protagonistas principales. Y en sintonía, la multiplicación de decenas de asambleas similares a la de Esquel, en particular en la región cordillerana, durante los años sucesivos y al calor de las resistencias contra el saqueo de los bienes comunes y la contaminación ambiental, forma parte de aquel mismo proceso de resonancia. No obstante, sería erróneo acotar la influencia de la dinámica asamblearia y de la horizontalidad a este tipo de luchas. Las recuperación de numerosas comisiones internas de fábricas y empresas a partir de 2002 y 2003, pero sobre todo en los últimos años, no hubiese sido posible sin la apelación a -y la persistente resonancia de- esa democracia de base que tuvo sus gérmenes fundantes en los albores de diciembre de 2001. Algo similar podría decirse de los cuantiosos centros de estudiantes y Federaciones a manos de la Franja Morada o de sectores reformistas, ganadas por agrupaciones combativas de la Universidad: sin la apertura de canales no convencionales de producción y socialización del conocimiento, sin el ejercicio de la participación activa en asambleas públicas, y sin la persistente construcción de espacios de diálogo transversal entre militantes organizadxs y no organizadxs, sería impensable sostener y consolidar todas estas instancias fundamentales de involucramiento y (auto)gestión estudiantil.

Ahora bien, reconocidas estas (y seguramente muchas otras) derivas del devenir asambleario, quizás uno de los mayores desafíos actualmente sea el de recrear y complejizar el vínculo entre medios y fines tejido con paciencia y tesón durante los últimos quince años. Potenciar aquella política emergente tras el 19 y 20 de diciembre, creemos, equivale a persistir en los medios (esto es, continuar apelando al ejercicio de la dinámica asamblearia en cada uno de los territorios de lucha, desde ya sin fetichizar el horizontalismo como remedio de todos los males), aunque ampliando y delimitando simultáneamente los fines. La ampliación es un proceso ya en curso: las formas de construcción asamblearia se han irradiado hacia otros territorios, resistencias y demandas, como las socio-ambientales (que tienen a las comunidades campesino-indígenas y a las organizaciones de “autoconvocadxs” en contra de los agro-negocios y la mega-minería a cielo abierto, y en favor de la soberanía alimentaria y el buen vivir, como a uno de los actores políticos más dinámicos) y las laborales (con la lenta pero sostenida recomposición de las comisiones internas combativas, y la creación de un nuevo sindicalismo de base en numerosos sectores, incluido el de la economía popular, que luchan por quebrar la creciente precarización y fomentar la creación de trabajo digno y cooperativo). Por su parte, la delimitación es una tarea en gran medida pendiente, y remite a problematizar cómo engarzar la lucha por necesidades concretas y cotidianas, que se tornan tangibles en el presente, con la constitución ya desde ahora del horizonte estratégico anhelado. Porque una de las pocas certezas de la nueva izquierda que emergió tras el 19 y 20 es que el programa político y las reivindicaciones impulsadas a diario, no pueden preceder a los sujetos en lucha, y éstos no se constituirán sino a partir de las formas de resistencia y los territorios en disputa, que habitan y edifican en común, en función de las problemáticas reales que los aquejan, y no teniendo como referencia propuestas abstractas y extra-situacionales generadas en otra geografía y contexto histórico.

 

El desafío último, entonces, consiste en apostar a esta dinámica de construcción y, en paralelo, generar una dinámica que permita compatibilizar aquella persistencia en los medios y ampliación/delimitación de los fines, con una expansión de los medios que a la vez persista en los fines. Aunque resulte tentador, hoy las organizaciones y movimientos populares no pueden centrar su estrategia política en una mera vocación destituyente, de sola impugnación y rechazo de las políticas de ajuste a partir de movilizaciones sectoriales (que por supuesto resultan necesarias), ni tampoco deben encapsularse en los ámbitos y emprendimientos gestados en los barrios e instancias locales, sino que deben ser capaces de aportar a la creación de un poder constituyente que, además de incluir nuevos repertorios de acción directa basados en la creatividad constante, contemple y exceda a estos territorios desde una mirada integral.

Por ello, resulta fundamental ensayar procesos de coordinación y hermanamiento que rompan con el encapsulamiento y logren transitar de la actual multiplicidad de sujetos en lucha, a un sujeto múltiple habitado por lo diverso, que se articule desde una plataforma unitaria y elabore propuestas tan inéditas como viables, capaces de incidir en -y a la vez disputar, desgarrar y democratizar de manera creciente a- las instituciones del Estado, obligándolo a ceder recursos, personal y espacios para formular e implementar políticas públicas de carácter participativo y popular, que lejos de subsumir a los proyectos e iniciativas autónomas al engranaje estatal-capitalista, tengan a aquellos actores como protagonistas descollantes, de forma tal que cada una de esas iniciativas devengan mecanismos de ruptura y focos de contrapoder comunitario, que aporten al fortalecimiento de una visión estratégica global y reimpulsen, al mismo tiempo, aquellas exigencias y demandas parciales desde una perspectiva emancipatoria y contra-hegemónica de largo aliento.

Hace un siglo atrás, el experimentado Lenin -que había visto, durante el convulsionado año de 1905, surgir y eclipsarse abruptamente al inédito fenómeno de esas extrañas asambleas denominadas soviet- escribía con un dejo de resignación en los albores de 1917: “Nosotros los viejos quizá no lleguemos a ver las batallas decisivas de esa revolución futura”. Sin embargo, a las pocas semanas de esta pesimista lectura, miles de mujeres de diversos barrios de Petrogrado osaron salir a las calles, dando el puntapié inicial para que el zarismo se derrumbase a los pocos días como un castillo de naipes. De manera sorpresiva, los soviets resurgirían desde las cenizas como instancias de auto-organización popular de masas, con mayor fuerza y capacidad de articulación.

Si bien es sabido que la historia no se repite (salvo como farsa o tragedia), cabe concebir a la intensa experiencia de las asambleas barriales en Argentina como un tizón que aún se mantiene encedido en la memoria colectiva de nuestro pueblo, por lo que no resulta descabellada la posiblidad de que vuelvan a surgir y expandirse por los barrios en los años venideros, no solamente para enfrentar las políticas de ajuste y el empeoramiento de las condiciones de vida que hoy padece buena parte de la población, sino como una apuesta participativa por reinventar la democracia desde abajo y más allá de la institucionalidad estatal existente. Y al igual que ocurrió en Rusia, quizás sean las mujeres las encargadas de inaugurar en las calles este nuevo ciclo de insubordinación popular. A juzgar por los últimos acontecimientos vividos en el país, todo parece indicar que ahora es cuando.

 

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