Sistema penitenciario
El fetiche de las emergencias penitenciarias

Por María Jimena Andersen (GESPyDH/IIGG-UBA) y María del Rosario Bouilly (GESPyDH/IIGG-UBA)

Crisis y reforma como motores de reproducción institucional

“Y lo que más lo sorprendía era que esas atrocidades no ocurrían por casualidad o por error, sino que se repetían continuamente por espacio de cientos de años (…). [No] estaba de acuerdo con los empleados de dichas instituciones, que atribuían cuanto sucedía a las deficiencias de los lugares de reclusión y de destierro y opinaban que era posible evitarlo al perfeccionarlos. Se daba cuenta de que era debido a otras causas”.

Tolstoi, Resurrección, año 1899.

El actual gobierno nacional impulsó reformas e intervenciones en política criminal y penal desde los primeros días de la asunción presidencial. El 21 de enero de 2016 decretó la emergencia en seguridad[1], en el mes de mayo presentó el plan de reforma judicial conocido como “Justicia 2020” y hacia mediados de año difundió un proyecto de reforma del Servicio Penitenciario Federal. Esto se replicó en la Provincia de Buenos Aires: el nuevo gobierno declaró la emergencia en materia de seguridad pública y de política y salud penitenciaria el 15 de enero[2], en el mes de octubre intervino el Servicio Penitenciario Bonaerense y elaboró un plan estratégico 2016-2026 para el sistema carcelario. Varias medidas condensadas en el primer año de gestión del PRO, que sin embargo no son novedad en la historia argentina y tampoco en la historia de los sistemas penales modernos.

Esta batería de medidas condensadas en un solo año emerge como acontecimiento que nos invita a pensar el modo en que las crisis y las reformas –como dos caras de una misma moneda– están presentes en la reproducción de la cárcel desde su constitución como dispositivo de castigo hegemónico y en particular en las políticas penitenciarias argentinas en el pasado reciente.[3]

En Argentina, al menos desde fines del siglo XX se han presentado múltiples iniciativas para reformar la cárcel, sostenidas en diagnósticos de crisis. Con premisas comunes, guiadas por principios semejantes, han sido impulsadas por actores de pertenencia político-partidaria diversa, ONGs, organismos de derechos humanos, especialistas, académicos y organismos internacionales.

Entre las expresiones más significativas de esta tendencia encontramos, a nivel nacional, el lanzamiento del Plan Director de la Política Penitenciaria Nacional (1995-1999), el Plan de Construcción de Cárceles en el año 2000, el Plan de Infraestructura Penitenciaria del año 2003 y en 2004 el Plan Nacional Estratégico de Justicia y Seguridad. En el año 2009, y como antecedente del actual proyecto de reforma penitenciaria, el gobierno nacional firmó el Acuerdo Federal por una Reforma Penitenciaria Democrática. Durante los años 2014 y 2015 el oficialismo insistió con la reforma del servicio penitenciario y sus ejes principales fueron recuperados por el proyecto macrista de 2016.

En el ámbito de la Provincia de Buenos Aires también han sido reiterados los proyectos de reforma justificados en declaraciones de emergencia y las intervenciones del Servicio Penitenciario Bonaerense. Desde el año 2001 se acumulan 13 decretos y leyes de emergencia penitenciaria y de igual manera cada gestión elaboró un plan relativo a la reforma penitenciaria.

Algunos de estos proyectos se plasmaron en acciones concretas y otros quedaron en el plano de las prácticas discursivas.[4] Sin embargo, todos ellos parecen haber cimentado una determinada racionalidad punitiva que se reconoce en sus elementos o rasgos comunes. Si se presta atención tanto a los discursos públicos de los actores gubernamentales como a los documentos en que se plasmaron los planes, se observa que las referencias a crisis en los sistemas penitenciarios (en ocasiones a colapso o emergencia, términos que su utilizan indistintamente) son recursos recurrentes para justificar determinados proyectos institucionales. Resulta sugerente que el contenido de estas crisis declaradas lo constituyan difusas referencias a un “mal funcionamiento” que generalmente no tienen correlato empírico o que se sostienen en impresiones o datos dispersos antes que en diagnósticos rigurosos. Vale decir que el “mal funcionamiento” se presenta como la clave argumentativa que permite la intervención para “mejorar”, para revertir los “errores”, para ampliar los recursos “insuficientes”.

Este artículo constituye un primer ejercicio analítico sobre algunos de los elementos que componen dicha racionalidad punitiva, en torno a las nociones de crisis y de reforma. Para ello indagamos en los proyectos de los primeros años de gestión de los gobiernos del Frente para la Victoria y del PRO, a nivel nacional y de la provincia de Buenos Aires.[5] Nos preguntamos: ¿cómo se construyen dichas nociones y qué sentidos instalan en relación a lo carcelario? Esperamos avanzar en la generación de una matriz de inteligibilidad para el análisis de esta retórica punitiva, entendiéndola como sostén y motor de las prácticas de reproducción institucional.

Par A-1. Fuente- Servicio Penitenciario Bonaerense. Sitio web oficial.
Fuente- Servicio Penitenciario Bonaerense. Sitio web oficial.

La agencia penitenciaria o las fallas subjetivas

Un primer paraguas de sentidos que contiene y que reedita las nociones de crisis y de reforma del sistema penitenciario es aquel que apela a los comportamientos individuales de sus agentes. Se propone que las fuerzas no funcionan correctamente porque (algunos de) los sujetos que la componen –el más alto funcionario gubernamental o un agente raso, según el caso– no son lo suficientemente idóneos. El sistema presentaría fallas que podemos llamar subjetivas, entonces, por el desinterés, la incapacidad, la corrupción, la falta de formación, la desobediencia y hasta la maldad de ciertos agentes penitenciarios o de los responsables ejecutivos (siempre los anteriores). En este marco es que los proyectos de reforma ofrecen una y otra vez métodos para prevenir, controlar y disciplinar las conductas individuales desviadas o –cuando eso no funciona– expulsar a las manzanas podridas.

Los diagnósticos que proponen estas fallas subjetivas reconocen en general dos tipos de conductas problemáticas: aquellas vinculadas a la profesionalización insuficiente o deficiente, a la falta de aptitudes de los agentes y las que remiten a componentes de tipo ético, apuntando centralmente a los “actos de corrupción”. Consecuentemente, en el horizonte de las reformas se apela a una eficiencia[6] y a una transparencia que se lograrían a partir de distintos mecanismos de limpieza de los agentes desviados.

En este orden de ideas, si la constitución profesional y ética de los agentes individuales debe ser un foco de atención, los procesos de selección de personal son abordados especialmente entre las propuestas de reforma para alcanzar aquel horizonte. Estos procesos prevén: imponer mayores exigencias para la postulación de ingresantes, ajustar la búsqueda de personal a una definición de puestos y perfiles que elimine los favoritismos, impedir el ingreso a postulantes con antecedentes policiales, penales o con procesamientos por hechos cometidos durante el ejercicio de sus funciones.

En paralelo, se propone también recurrentemente la mejora de las normas que enmarcan la actuación de los agentes, diagnosticando que nunca han sido suficientes ni buenas: se proponen nuevas leyes, estatutos y protocolos. En el límite, se apela a una protocolización de cada uno de los procedimientos institucionales, de manera que los agentes puedan recurrir a estos documentos para saber qué está bien (la eficiencia y la transparencia) y qué está mal (la ineficiencia y la opacidad) antes de actuar.

Si el proceso de selección de personal no logra evitar que ingresen agentes desviados y los protocolos no previenen los desvíos, las estrategias de reforma apuntarán a disciplinar a los individuos corregibles o a encontrar y expulsar a los incorregibles. En el primer caso se propone la formación y evaluación de los agentes; en el segundo la generación de mecanismos que permitan encontrar a los incorregibles y expulsarlos.

En este último punto, es recurrente la asociación de la falta de control y la impunidad de los agentes corruptos o violentos a su auditoría por parte del propio Servicio Penitenciario. Aquí aparece una idea que atraviesa sistemáticamente los diagnósticos de crisis y las propuestas de reforma: lo civil se presenta como cualitativamente diferente a lo penitenciario a los fines de control y de castigo; los agentes civiles tendrían –por el mero hecho de serlo– más predisposición a detectar y perseguir las fallas subjetivas del sistema; en el límite: los agentes civiles son menos corruptos y violentos que los agentes penitenciarios. Y generalmente se apela, en el mundo de la “civilidad”, al poder judicial y a funcionarios del poder ejecutivo, que por alguna investidura que no se explicita serían garantía de transparencia, por un lado y por otro lado no formarían parte del sistema.[7]

Par B-1. Fuente- Diario La Nación. Crédito de la foto- Willy Gómez.
Fuente- Diario La Nación. Crédito de la foto- Willy Gómez.

Las fallas objetivas: composición de un estado eficientista y esquizofrénico

Un segundo archipiélago de sentidos se construye en estos documentos en torno a lo que denominamos las fallas objetivas. Aquí agrupamos elementos que asocian la crisis a problemas de un tenor general, vinculados a la gestión de la cárcel, la organización funcional, la división del trabajo y también a la falta de recursos materiales, de equipamiento, a las malas “condiciones de habitabilidad” y a las deficiencias en los programas de tratamiento penitenciario.

El declamado mal funcionamiento se vincula por un lado con lo obsoleto o vetusto del sistema (en sus aspectos materiales y funcionales-organizacionales). Por ello, se reclama una “modernización” de la infraestructura penitenciaria que permita reordenar los procedimientos operativos y así incrementar su “eficiencia y eficacia”, apelando centralmente a la incorporación de tecnología. En el mismo marco, se alude a la necesidad de producir una “optimización” de los recursos (humanos y materiales) y de los servicios. Dicho proceso, que se expresaría en la incorporación de “equipamiento tecnológico” y “modernos modelos de gestión”, también se asocia a la posibilidad de generar un sistema carcelario eficiente.

En relación a los recursos materiales los diagnósticos dictaminan su escasez y se apela a una “inyección de mayores recursos económicos”. La incorporación de bienes se relaciona linealmente con la producción de seguridad en los diferentes espacios de la cárcel y la adición de equipamiento con el “debido cumplimiento” de las tareas penitenciarias. En lo que respecta a los recursos humanos, se plantea que la actual estructura penitenciaria genera lentitud en los procedimientos y el destino excesivo de personal a tareas burocráticas. En clave de reforma, se afirma que para producir una gestión eficiente debe generarse una “transformación estructural” del servicio penitenciario creando, modificando o suprimiendo funciones. En efecto, se alude a lo imperioso de instalar un proceso de “racionalización” de los recursos humanos, lo cual promovería una “cadena de mando inobjetable y transparente”. En la misma dirección, se consigna que es preciso “reinstitucionalizar” el servicio penitenciario –término que no se define– con el objeto de generar la eficiencia buscada.

Esta primera línea semántica compone un modelo de Estado eficientista que, desde una óptica empresarial, diagnostica el “mal funcionamiento” del servicio penitenciario y de las cárceles, proponiéndose un proceso de “modernización” y “optimización”.

En un segundo islote retórico la “sobrepoblación” y el “hacinamiento” asumen un lugar central a la hora de argumentar la crisis. El hacinamiento y el alojamiento de presos en comisarías y dependencias de otras fuerzas de seguridad se presentan como una situación anómala e ilegal que vulnera “el fin útil” de la cárcel. Sobre este núcleo argumentativo se desprenden dos grandes dimensiones: la que apunta a las condiciones de vida y la que atiende al tratamiento penitenciario.

En el primer aspecto, sobrepoblación y malas condiciones materiales de detención son términos que se presentan enlazados. Se diagnostica un deterioro edilicio prolongado en el tiempo y se propone optimizar las plazas existentes y producir nuevas, tanto a través de la construcción de cárceles como de la ampliación de las existentes. Se alude a las condiciones de vida con expresiones genéricas que refieren a “mejorar las condiciones de habitabilidad”, “asegurar las condiciones sanitarias y de habitabilidad”, “mejorar la alimentación”, “mejorar las condiciones de salubridad”, reduciendo la producción sistemática y continua de condiciones precarias, mínimas y degradantes a una cuestión inmediata de disponibilidad de espacios y calidad de materiales.

Finalmente, en los documentos pervive la idea del tratamiento penitenciario para lograr la “resocialización”, “rehabilitación” y “reinserción de los internos” en la sociedad. En los diagnósticos el Estado se auto-reprueba por el incumplimiento en esta materia. La propuesta también es hacerlo “eficiente”, confiando en “un cambio de paradigma” que de una vez genere actividades laborales, educativas, culturales y deportivas en las cárceles.

Aquí reconocemos una segunda línea semántica que construye un Estado desdoblado o esquizofrénico que, al tiempo que hace foco en lo ilegal del funcionamiento del sistema y en el incumplimiento de las obligaciones normativas, se coloca por fuera de ese estado de cosas prometiendo –a través de la reforma– ajustarse a derecho.

Estas fallas objetivas, que provocan aquello que se diagnostica como lo ineficiente y lo ilegal del sistema, se resolverían entonces con la voluntad política de asignar más recursos y de gestionarlos mejor.

Par A-2. Fuente- Archivo General de la Nación. Facebook oficial.
Fuente- Archivo General de la Nación. Facebook oficial.

Un camino empedrado hacia la anhelada democratización del encierro punitivo

Los elementos detectados en los documentos y discursos que apelan a las crisis y a las reformas penitenciarias no son originales, sino que están presentes en las propuestas de intervención carcelaria en nuestro país al menos desde fines del siglo XX. Es elocuente observar que a lo largo de los años los diagnósticos y los proyectos han construido retóricamente siempre las mismas fallas a ser corregidas y que ninguna gestión ha hecho una reflexión crítica sobre estas recurrencias: lo que “no funcionó” o lo que “no se realizó” ha sido vinculado argumentalmente a deficiencias de las gestiones anteriores, nunca a la tensión intrínseca entre la institución carcelaria y las expectativas de reformarla. Para finalizar estas reflexiones nos interesa, entonces, considerar qué sentidos sobre la cárcel han ido sedimentando (en) estos movimientos discursivos.

La idea de una cárcel defectuosa, susceptible de ser mejorada, supone tratar como fallas coyunturales a elementos que son constitutivos del sistema penitenciario, cuya persistencia en tal sentido no es (no puede ser) asumida por los reformadores. Al ser tratados como errores, estos elementos se presentan disociados de las estructuras de gobierno penitenciario que componen y son definidos desde una perspectiva atomizada, individualista y/o voluntarista. Por ello, el recurso a declaraciones de crisis, colapso o emergencia da lugar a recetas que se proponen una y otra vez como solución a problemas de un sistema que antes bien funciona en la imbricación de esos “errores”.

Estudiantes de universidades de la RLCU en la XII Escuela de Verano de la Universidad Tecnológica de Bolívar.
Fuente- Archivo General de la Nación. Facebook oficial.

En virtud de esta forma de construcción de crisis penitenciarias es que estas perspectivas apuestan a que una cárcel dictatorial, autogobernada e ineficiente devenga en una cárcel democrática, controlada políticamente y eficiente. Convergen aquí nociones también una y otra vez invocadas: la cárcel democrática será aquella desmilitarizada y respetuosa de los derechos humanos; la cárcel eficiente será aquella inclusiva y resocializadora, que contribuya a la paz social; para que ello ocurra debe aumentar el poder del funcionariado político y disminuir el del funcionariado penitenciario.

Esta racionalidad reformista se sostiene en premisas que hemos intentado problematizar a lo largo de este trabajo, proponiendo que la cárcel no funciona mal producto de desvíos individuales o de falta de recursos. Antes bien: funciona como debe funcionar, porque no existió ni podría existir una cárcel que no produzca sufrimiento, una cárcel que genere seguridad o una cárcel más y mejor controlada. La apelación a aquellos elementos desconoce la función histórica y actual de la institución carcelaria presentando sus características inherentes como fallas a ser resueltas. Son perspectivas abstraccionistas, a-históricas, que disocian la cárcel del orden social que la (re)produce y operan encubriendo aquello que el castigo implica desde hace cientos de años: para procesar y gestionar la otredad siempre se ha recurrido a prácticas crueles. Como proponía Tolstoi hace más de 100 años, si las atrocidades se repiten continuamente podríamos ya asumir que no es por casualidad ni por error. Y también avanzar en una reflexión crítica sobre los efectos que estos siempre reeditados anhelos de mejora de la cárcel implican en términos de reproducción institucional.

 

Imagen de portada: Pabellón Rawson. Autoría: GESPyDH

 

[1] Dicha emergencia fue renovada por las autoridades políticas el 16 de enero de 2017.

[2] Al igual que a nivel nacional, la emergencia en provincia fue prorrogada por un año.

[3] Este artículo se circunscribe a la agencia carcelaria. Sin embargo, resulta oportuno aclarar que no es posible pensar la cárcel sin problematizar las intervenciones en las demás agencias del sistema penal –policial y judicial–, en tanto la función social de la cárcel no puede analizarse de manera escindida de la función social de la persecución penal en general.

[4] Si bien no es objetivo de este artículo analizar los aspectos en que los proyectos de reforma se concretaron, cabe señalar que aquellos objetivos que efectivamente se materializaron tendieron al endurecimiento penal con una ampliación de las mallas de captura y retención punitiva.

[5] Trabajamos con los siguientes documentos de 2003/2004: intervención del Servicio Penitenciario Bonaerense (SPB), declaración de emergencia del SPB, plan nacional de infraestructura penitenciaria, plan estratégico de justicia y seguridad nacional. Y de 2016: proyecto de creación de la Agencia Federal de Reinserción Social y Administración de Penas, Justicia 2020, ley de emergencia penitenciaria de la provincia de Buenos Aires, intervención del SPB y plan estratégico para el SPB 2016-2026.

[6] Veremos en el próximo apartado que también se apela a la “eficiencia” en relación a la estructura organizacional y de recursos, además de esta asociación a las aptitudes de los agentes.

[7] Experiencias como la de la última dictadura cívico-militar, la gestión de las cárceles de personas menores de 18 años y del Servicio Penitenciario Federal y el funcionamiento de la agencia judicial, plagados de violaciones a los derechos humanos, exigen problematizar esta premisa.

Comentarios:

1 comentario en “Sistema penitenciario
El fetiche de las emergencias penitenciarias
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  1. Muy buen análisis que desnuda las falacias de las “crisis” del correcto funcionamiento del sistema penal en este orden social.

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