Pandemia y filosofía
Hacia un paradigma de los cuidados

Por Roque Farrán (CIECS-UNC-CONICET)

Uso de los dispositivos y tradiciones críticas en la pandemia  

La pandemia, como momento decisivo y de extremo peligro para la existencia común, conlleva también la oportunidad de transformarnos a nosotros mismos. El cuidado y el uso de los dispositivos brindaindicios que nos pueden orientar en ello. Por supuesto, no hay garantías ni fines ni principios absolutos en semejante orientación, sino apenas tendencias que se insinúan con mayor o menor intensidad. 

En todo dispositivo tecnológico, desde el más minúsculo medio micropolítico (como son las redes sociales) hasta el Estado moderno (con su diversidad de aparatos), hay siempre tres tendencias en pugna: (1) la conservadora-reproductiva, (2) la represora-destructiva, (3) la inventiva-transformadora. No se trata de idealizarlas, porque nunca se dan puras y además se solicitan mutuamente; a veces la conservadora se alía paradójicamente con la destructora, o la inventiva con la conservadora, o la destructora solicita la invención, etc. Otra complejidad añadida a esto es que las tendencias tampoco se juegan con el mismo estilo retórico en cada dispositivo: en una red social puede ser conservador el estilo cínico agresivo, inventivo un meme o un aforismo, destructor un extenso soliloquio teórico, etc. Modos que a lo mejor invierten sus valencias en un aula virtual o real; en una asamblea universitaria; en un consultorio psi, etc. Atender entonces a las tendencias y los modos en cada dispositivo, pues no hay sentido único ni homogéneo. Esa atención por lo singular distingue a la tendencia materialista del pensamiento, sea donde sea que se juegue. 

Como he esbozado por ahí1, podemos apostar en consecuencia a profundizar un cambio materialista en la organización del Estado, ligado ahora a la primacía de los cuidados y los aparatos ideológicos que lo encarnan en su faz transformadora: ciencia, salud, familia, educación, etc. Entendiendo la complejidad de las tendencias señaladas. En lugar de un paradigma “securitario” del Estado, podríamos plantear un paradigma “cuidaritario”. Para que la tendencia materialista del cuidado se profundice, atravesando el Estado en toda su complejidad, hay que entender que la lógica de transferencia y contaminación que ejerce un aparato sobre los otros no puede ser homogénea; tiene que haber traducciones y transformaciones inventivas que inspiren las prácticas desarrolladas en distintas instancias, atendiendo siempre al lugar del más débil en cada relación de poder –para invertirla y que no se fije en estado de dominación. El primer obstáculo epistemológico para captar estas transformaciones y profundizarlas –pues, como dije, son tendencias y no fines– proviene de la espontaneidad ideológica homogeneizante con que los practicantes se suelen representar otras prácticas y niveles de intervención. Un político materialista entiende las diferencias y desfasajes de tiempos y lugares: su conexión inmanente (en términos spinozianos). Tenemos que alcanzar ese entendimiento espacial, esa inteligencia material del tiempo, dentro de nuestras limitaciones actuales. 

El tiempo se ha detenido. El tiempo de la producción-circulación, claro. No todo tiempo ha parado, sin embargo. Es tiempo de pensar. Eso nos permite reconsiderar la materia del tiempo y sus impases. Mis años de formación han ido decantando en un lenguaje filosófico impropio, tejido de múltiples términos que se anudan de un modo también singular; términos y condiciones no contractuales que se han hecho carne, cuerpo, materia. Por eso hablo de prácticas y de tópica, de desfasajes y dislocaciones, de estructuras y acontecimientos, de dispositivos y múltiples temporalidades. Pero sobre todo hablo desde una práctica de sí que permite trabajarse junto a otros en medio de esta locura que siempre ha reinado y quizás solo hoy resulta en extremo evidente. Últimamente, por ejemplo, me encuentro remitiendo una y otra vez a los nombres de Foucault y Spinoza para pensar el tiempo que nos toca. 

La gran mayoría de las lecturas contemporáneas de Foucault no pasan del concepto de biopolítica y el neoliberalismo, el estudio de los mecanismos de poder y el control de los cuerpos, etc. Incluso algunos, en el súmmum de la ignorancia, llegan a ver allí una reivindicación en lugar de una crítica del neoliberalismo. Muy pocos –fuera de los especialistas– exploran el último Foucault y lo ponen al uso del entendimiento crítico del presente. Somos pocos2. Pero resulta clave este último Foucault para situarnos ante la pandemia. No solo porque nos permite hacer una crítica inmanente al modo de subjetivación neoliberal (el empresario de sí), a través de la reposición de prácticas de sí antiguas (sumamente actuales), sino porque nos permite vincular la constitución de sí con las prácticas de gobierno y los dispositivos de saber, interrogando unas realidades a través de las otras, produciendo desplazamientos y reformulaciones consecuentes en torno a la verdad en juego. En definitiva, un ejercicio de la crítica materialista en inmanencia, sin presuposición de exterioridades puras o inducción a posiciones autodestructivas. Mi hipótesis es que la dificultad para captar la enseñanza de este último Foucault y su uso (más acá del regocijo inútil del especialista), reside en las torpes formas de subjetivación que aun dominan la enseñanza y la transmisión (secundarias, terciarias o universitarias). Cuando no se implica al sujeto en los modos de escucha, lectura y escritura de manera práctica, semejante desafección respecto a la verdad tiene consecuencias muy graves. Hoy lo estamos viendo por todos lados, pero es momento de cambiar. 

El cambio de paradigma señalado: de la lógica exclusiva del mercado a la lógica materialista del cuidado, resulta clave. Pero hay que entender el cuidado en toda su complejidad y materialidad. Foucault trabajó el cuidado de sí [souci de soi] remitiendo a las tradiciones grecolatinas antiguas, distinguiendo su modo ascético riguroso del emprendedorismo de sí actual (o incluso las tendencias New Age que ya aparecían a principios de los 80); de ningún modo se trataba en aquéllas de individualismo o solipsismo: el cuidado de sí atravesaba todas las prácticas e instancias de gobierno. Por supuesto, estamos ahora en otra época y nos toca a nosotros hacer las traducciones válidas e inventar los usos oportunos.  

Hace tiempo ensayo nuevas modulaciones de las prácticas de sí, contra todo dogma colectivista o individualista. El cuidado de sí es cuidado del otro, que es cuidado del mundo, cuidado de las palabras, cuidado de las cosas, cuidado de la naturaleza, cuidado de los saberes, cuidado de las instituciones, cuidado de las multitudes, cuidado de la economía, cuidado de la anomalía, cuidado de la política, cuidado de los sueños, cuidado esencialmente del deseo y la potencia de perseverar en el ser. El cuidado apunta a todos los modos posibles de incrementar nuestra potencia de obrar, de sentir, de pensar, por composiciones virtuosas junto a otros, aunque sea a la distancia. Eso genera afectos alegres. Reinventar todos los dispositivos, tecnológicos y estatales, es posible y hasta necesario si nos dejamos orientar por la lógica del cuidado y la potencia que nos constituye en común. Para ello es necesario producir una reforma del entendimiento que atraviese todos los niveles y dispositivos en juego y conduzca también a un cambio afectivo crucial.  

La reforma del entendimiento que se proponía Spinoza, lejos de cualquier modestia espiritual, cognoscitiva o política, resulta ser aun hoy algo completamente revolucionario. Imaginemos por un momento lo que sería captar la existencia necesaria de un ser absolutamente infinito, compuesto de infinitos atributos e infinitos modos, de manera completamente racional, siendo nosotros apenas un modo finito. Sería una verdadera iluminación profana, un misticismo laico, una revolución completa. Captar esa sustancia única que Spinoza homologaba a la Naturaleza o a Dios. Suponemos que no solo lo captó, sino que lo esbozó en un tratado inconcluso (el Tratado de la reforma del entendimiento) y lo plasmó de manera geométrica en su Ética. Y forzando la nota del entendimiento, podríamos decir: aun espera desde la eternidad que nosotros mismos, cualquiera, alcance ese conocimiento: virtuoso, raro, infrecuente, pero no inaccesible. El confinamiento nos puede privar de muchas cosas diversas, no del entendimiento consustancial a la materia misma de la que estamos hechos, de la suma perfección aprehensible a cada instante. Captarlo, en efecto, es acceder a la libertad o la felicidad real.  

Pero, ¿qué es la libertad? No lo puedo pensar sin evocar, al mismo tiempo, el amor y la felicidad. Se suele decir: “Si amas a alguien déjalo libre”. Esa condición del amor, que parece harto razonable para un espíritu progresista, siempre me pareció un tanto forzada e hipócrita. En primer lugar, porque presupone que existe una suerte de sujeción y por ende, en segundo lugar, se dispone de un poder voluntario de liberación. En realidad tendría que reformularse así: “Ama a quien sea libre y ámense en plena libertad, pues la libertad no es un premio que se otorga por amor, sino que es el amor mismo.” Estoy parafraseando a Spinoza, cuando afirma: “La felicidad no es un premio que se otorga a la virtud, sino la virtud misma”. Geométricamente entonces, diremos: si el amor es un afecto alegre ligado a la idea de una causa exterior (por definición), pues bien, al aumentar mi potencia de obrar junto a otrx, con quien me compongo (no solo otro sujetx, sino un libro, una canción, un paisaje, etc.), inexorablemente aumentan también mis posibilidades de sentir, percibir, pensar o actuar; esto es, mi libertad. 

No por casualidad a muchos nos han conmovido la serie Unorthodox. Es innegable que cualquier movimiento de liberación, acaecido en una vida singular a la que vemos aumentar su potencia de obrar, nos alegra por definición geométrica (más acá de cualquier simpatía personal). Está muy bien presentada la insensatez del dogma, con sus rituales repetitivos y creencias infundadas que hacen a la vida cotidiana en comunidad y dan sentido a lo que en esencia no lo tiene: una vida. El tema es que hoy en día no es precisamente ese tipo de dogma religioso el que prevalece y organiza la mayoría de nuestras vidas y sus rutinas diarias. Nuestra ortodoxia, lo sabemos demasiado bien, es el neoliberalismo. El dogma del individuo que es un empresario de sí mismo y debe esforzarse cada día para alcanzar la suma del éxito, compitiendo con los demás, valorizando sus acciones cual si fuesen cotizables en bolsa, etc. Nuestro confinamiento forzado y el detenernos a observar el efecto estético invertido del pasaje de una doxa más restringida a otra apenas más ampliada, nos puede ayudar a captar retroactivamente la materialidad e insensatez de las repeticiones rutinarias en que se desenvuelven habitualmente nuestras vidas. Después de todo, captar la materialidad de la ideología y el fondo angustioso renegado en que ésta se desenvuelve, siempre ha sido el primer paso para las verdaderas prácticas de libertad. 

En este sentido, la verdad no es simplemente el develamiento de lo real que se opone al típico engaño ideológico (crítica clásica que se le hace a toda pretensión de ilustración), como tampoco el ejercicio de la crítica se da solo cuando “el sujeto se atribuye el derecho a interrogar a la verdad sobre sus efectos de poder y al poder sobre sus discursos de verdad”, como dice primero Foucault; porque la verdad implica al sujeto en esos tres polos irreductibles que lo constituyen al mismo tiempo: saber, poder, cuidado. El sujeto no puede atribuirse el derecho espontáneo o voluntario de interrogar instancias que lo constituyen, pues ¿desde dónde lo haría? Sería como el Barón de Münchhausen tratándose de sacar por los cabellos del pozo en que se encuentra metido. Por eso, el último Foucault muestra que “el trillado círculo del poder-saber” resulta insuficiente y que las prácticas de libertad (resistencias o contra-conductas) emergen en inmanencia a los dispositivos, en tanto y en cuanto se despliegan procedimientos simbólicos-rituales –que exceden la lógica del poder y no se reducen al disciplinamiento coercitivo de los cuerpos– para que el sujeto se reconozca sujeto, parte de una comunidad o tradición, etc. En ese punto irreductible surge la posibilidad de pensar una relación autónoma inmanente en que el sujeto mismo puede comprometerse de muy diversa manera, a través de los “procedimientos aletúrgicos de verdad”3, con los dispositivos de poder-saber y aparatos de estado; encontrando el punto de libertad entre ellos que consiste en implicarse a la verdad como acto de (des)anudamiento, o sea: parresia. La parresia o coraje de la verdad que estudia Foucault en sus últimos cursos, antes de morir, muestra el entrelazamiento de todas esas dimensiones políticas, éticas y epistémicas que la verdad entraña. Es el legado del cual tenemos que reapropiarnos y reinventar en toda su complejidad inherente, para seguir pensándonos y transformándonos a nosotros mismos, no en función de voluntarismopuristas sino de emplazamientos materiales concretos. 

Entonces, en su última concepción de la crítica, Foucault nos lega un ejercicio que también nos implica ineluctablemente: cuestionar las prácticas no solo discursivas, en función de sus condiciones históricas de posibilidad, sino a través de la irreductibilidad de otras prácticas, sobre todo las prácticas políticas y éticas; lo cual quiere decir que el ejercicio de la crítica siempre está situado y nos exige transformarnos a nosotros mismos. La economía, por ejemplo, no puede ser reducida únicamente a su discursividad (ni siquiera marxista), sino captar cómo se enlaza con relaciones de poder efectivas y modos de cuidado afectivos; solo en el anudamiento material inextricable es posible encontrar puntos de desplazamiento e inversión crítica. 

Pero ¿por dónde puede pasar la crítica hoy, en medio de una pandemia que nos tiene a todos desolados, confinados y confundidos? Por derecha y por izquierda se escuchan quejas y resuman malestares respecto a las en principio bien reconocidas medidas preventivas que ha tomado nuestro gobierno, sobre todo al ver extenderse luego indefinidamente el período establecido de cuarentena. ¿Podríamos conceder hoy que la definición de la crítica sigue siendo “el arte de no ser gobernados de tal modo”, como refería Foucault? El problema no es que haya que asumir las medidas de gobierno pasivamente o negar el malestar imperante que el confinamiento indudablemente produce, sino cómo resignificamos nuestro lugar en la trama social compleja, cómo redefinimos nuestros quehaceres y nuestras prácticas concretas.  

Antenoche en C5N Leandro Santoro le decía a Silvestre algo muy atinado: el problema de las operaciones de prensa (sean fake news o no) es que seguimos discutiendo en los términos que nos plantean los periodistas (o los economistas), sean contrarios o afines al gobierno, y no según las necesidades y especificidades propias de la práctica política. Y hoy la práctica política urge. Nos cuesta mucho diferenciar y respetar la especificidad de las prácticas sin que devengan discurso único absoluto (al cual subordinarse u oponerse masivamente): que escuchar a los epidemiológos e infectólogos sea clave para programar la cuarentena, por ejemplo, no niega que eso haya sido una decisión política de primer orden, y su modo diferenciado de implementación también. Lo mismo en cada caso: la responsabilidad periodística por investigar y chequear los datos, en lugar de hacer burdas operaciones de prensa; la responsabilidad de cada lector o televidente por contrastar, informarse por diversas fuentes y mantener cierta distancia respecto a lo que confirma nuestras creencias ideológicas, etc.  

El ejercicio de la crítica, ante un panorama catastrófico, sigue siendo más urgente que nunca y consiste apenas en sostener la especificidad de las prácticas, poder identificar los distintos materiales y medios con que trabajan, las relaciones sociales e intereses particulares, etc. Poder sostener el “uso privado de la razón”, como decía Kant, que sería realizar una tarea o función con responsabilidad y capacidad técnica, y un “uso público de la razón” que sería arriesgarse a exceder la corrección cuando se ha divisado un punto crítico donde hay que pronunciarse. A esta última función de la crítica, el decir veraz, Foucault la denominó con un término antiguo: parresia 

No se trata en la crítica parresiástica de ejercer un mero oposicionismo exterior a nuestras prácticas, sino de decir lo que hay que decir con coraje de verdad y arriesgando la posición desde la cual se lo hace. También es parte de la solidaridad en que se traman nuestras vidas comunes pronunciarnos de ese modo. El acto que solicita la crítica hoy bien puede ser redirigir la escucha: no solo atendamos a los periodistas, economistas o epidemiólogos, sino a los que más sufren y están a punto de morir sin tener voz. ¿Qué nos dicen hoy los que soportan todo el rigor de las prácticas en su base irreductible: la producción económica detenida? ¿O será que solo hoy, por la detención efectiva del aparato productivo, podemos darnos cuenta que para ellos en realidad siempre estuvo retenida: la vida producida? 

 

1 https://www.lemondediplomatique.cl/estado-cuidador-por-roque-farran.html 

2 Por citar solo dos intervenciones recientes: https://www.nodal.am/2020/03/notas-sobre-coronavirus-y-sobre-cuidado-de-si-y-de-los-otros-un-cambio-real/https://www.ieccs.es/2020/04/06/el-blackout-de-la-critica/ 

3 Este desprendimiento complejo de la verdad, que no suele ser atendido por los lectores de Foucault, lo he puesto de manifiesto en: https://revistas.usc.gal/index.php/agora/article/view/3724/4280 

 

 

Imagenes de portada: www.freepik.es

Comentarios: