Pandemia y experiencia
Memoria del encierro

Por Sol Montero (Conicet/Unsam) 

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En la soledad de la cuarentena, muchos vuelven al pasado. Fotos de la infancia, nostalgias de la juventud, historias familiares, amores caducos, todo un torrente de memoria se activa en forma de escape o fantasía de redención. Pero ¿cómo operan las imágenes, los miedos y los fantasmas del pasado histórico? En el país de las Madres y las Abuelas, ¿cómo fue que renunciamos tan apaciblemente a la marcha del 24 de marzo, precisamente en nombre de las abuelas y las madres? En el país de las plazas y la calle, ¿podemos imaginar una movilización, un encuentro de cuerpos y consignas políticas en un futuro próximo?  

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Hay una dimensión político-estatal de la cuarentena como dispositivo sanitario, y una dimensión político-experiencial del encierro como dispositivo de subjetivación. En la imbricación de esos dos campos, el Estado y los cuerpos, la política y la sociedad, en ese nudo se juega eso que llamamos democracia, pero también sus torsiones 

¿En qué aspectos es esta una experiencia inédita y en qué aspectos nos devuelve, como las fotos de la infancia, una mirada sobre el pasado? La experiencia es al mismo tiempo singular y colectiva, individual y social, privada y pública. Entre las paredes de nuestros departamentos se forja y se proyecta algo del orden de lo político. Desde lo privado de nuestras casas, en los huecos de la supervivencia diaria e ininterrumpida, nos preguntamos por el sentido político del encierro, en su triple acepción de significado, orientación y percepción. 

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Para pensar la politicidad de los “temas públicos” Jean-Claude Milner distinguió entre problemas y cuestiones. En su dimensión político-estatal, la cuarentena es un problema: es inherente al discurso estatal/administrativo buscar “soluciones” que descansan en el orden de lo técnico, de lo estadístico, de la gestión, soluciones finales que cierran el problema. Pero al lado de la lógica estatal está la “cuestión” de la pandemia y el encierro. Cuestión política, económica, ética y humanitaria. Cuestión significa, al mismo tiempo, problema y pregunta. Como toda pregunta, más que soluciones recibe respuestas, y las respuestas son siempre abiertas, sujetas a revisión, no definitivas.  

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Partamos de tres peticiones de principio: a) Salvar vidas es deber de Estado. b) En nuestro país, el dispositivo estatal para salvar esas vidas es democrático. En términos generales, a excepción de algunos episodios de violencia policial, no hay en las medidas de cuarentena autoritarismo ni abuso de poder sino una vocación por cuidar al otro y por cuidarnos. c) Esto se expresa en un sinnúmero de manifestaciones de solidaridad entre vecinos, en comedores, en parroquias y por parte del propio Estado. Parte de la experiencia de la cuarentena pasa por este sentido de igualdad y solidaridad en el miedo, en la angustia y en la batalla.  

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Dicho esto, es preciso poner el ojo en el reverso de esta experiencia de encierro colectivo, global, homogéneo y aparentemente igualitario. Suele decirse que en la excepción está la regla. Miremos entonces esos episodios que salen de la norma, los que hacen ruido, los que hacen síntoma y plantean dilemas ético-políticos sustantivos. En el marco de un consenso generalizado y de un acatamiento a la cuarentena que llegó casi al 90%, aparecieron algunos “agujeros”: el drama del daño económico, la “liberación” de los presos, el aislamiento selectivo de los ancianos y la salida de los niños.  

Los adultos mayores tuvieron más voz que los presos, los niños y los pobres. Y trajeron el problema de la memoria al discurso público: “Los mayores de 70 fuimos los jóvenes de los 60. Vamos a resistir: no nos encerrarán” twitteó Alcira Argumedo. No me parece insignificante que sean los adultos mayores quienes coloquen la pregunta ético-política acerca de la libertad, como una piedra que interrumpe el discurrir de la lógica estadística. Muchos de ellos son (al menos los que leemos y nos interpelan) los libertarios y revolucionarios de los 60. Ellos pensaron y vivieron, más que nosotros, el anudamiento complejo entre libertad, vida y muerte.  

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Alberto ha dicho que prioriza la vida sobre la economía. No es novedad que eso que aparece como una toma de postura humanista es una definición política. Hacemos lo que hay que hacer, pero esa no es la única alternativa posible sino una entre otras que se revelan como más crueles e irresponsables. También es política porque “la política” se pone, a veces, delante de la sociedad: basta con ver las reacciones sociales frente al debate de los 500 metros para notar que Alberto está a la vanguardia en flexibilidad y capacidad de revisión. Empezó señalando con el dedo por televisión a un ciudadano que había roto la cuarentena y terminó escuchando a expertos acerca del beneficio de que niños y adultos puedan recrearse. Por último, es política en un plano más “estratégico”, el del cálculo de supervivencia: si la economía ya estaba hundida, cuidar la vida es cuidar la continuidad del propio gobierno. 

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Una hora, 500 metros: lo que aparece como una intervención técnica y como un “error de comunicación” vuelve a traer, por la interrupción que supone, la pregunta ético-política por la libertad. Habrá rousseaunianos que sostienen que en cuarentena somos más libres porque acatamos una ley que nos protege como colectivo. Es posible. Pero también es innegable que la experiencia subjetiva es la de una libertad individual restringida. Es difícil no sentir, ahora más que nunca, que nuestra libertad se aloja en los silencios de la ley: la bolsa para el mercado, la ferretería, la correa del perro.  

Y de nuevo los ecos distorsionados de la memoria: hay quien tiene una “cita” en el mercado con un amigo o un familiar y se siente transgresorEs una versión aligerada y casi naïve, pero versión al fin, de otros tiempos de miedo, de enemigos externos/internos, de seguridad y control, de épica nacionalista, de emergencia, excepción, señalamiento, denuncia y consenso en nombre de una salud pública amenazada. Se ha escrito sobre las inconveniencias del discurso de guerra, de la malvinización y del fortalecimiento del discurso nacionalista-estatal. Pero esa no es la tesitura general del gobierno. No obstante, hay un sedimento, ya no en el Estado sino en la sociedad, en el que ese discurso germina y crece. Ese es, sin ir muy lejos, el gran enigma, el agujero negro del consenso y el sentido común autoritario que precedió en mucho a la implantación del régimen dictatorial: “los años 70 de la gente común”. Hablamos de una capilaridad social que no rechaza ni es ajena a la vigilancia, al escrache y al castigo. 

Hasta aquí, los aromas conocidos de la memoria. Pero también hay novedades, porque lo inédito es el hecho de que, en esta experiencia singular, cualquier otro es una amenaza, un potencial portador del virus ¡hasta los propios médicos! Eotro es un igual y además es identificable y señalable: se enfermó (sin querer o buscándolo, da igual), por ende debe ser separado de la comunidad. La patria es el otro, y la amenaza es el otro. 

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La experiencia vital de la democracia es la de la incertidumbre. Pero ¿cómo dar lugar a la necesaria y vitalizante incertidumbre democrática en tiempos de búsqueda de certezas últimas? ¿Cómo pensar la reconstrucción de un espacio común? ¿Es posible imaginarnos otra vez amontonados, sudados y mezclados en una plaza? Politizar la cuestión de la pandemia y el encierro nos obliga a insistir en la interrogación sobre sus pliegues y sus tensiones, a estar atentos (pero no vigilantes) a las posibles derivas antidemocráticas de la lógica securitaria que hoy en día vemos exacerbada. Estar, como dijo María Moreno, “cuerpo junto a cuerpo. Pero nunca cuerpo a cuerpo ni cuerpo a tierra”.  

 

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